MIKEL INSAUSTI
CINE

«El club»

Los que siguieron a través de la prensa la última edición de la Berlinale, celebrada hace poco más de un mes, sabrán que hubo división de opiniones con respecto al palmarés. La mayoría de enviados especiales consideraban que la justa ganadora era “El club”, de Pablo Larrain, pero el jurado prefirió otorgar el Oso de Oro a “Taxi”, de Jafar Panahi, en una decisión en la que lo político volvió a importar más que lo puramente cinematográfico, para así denunciar internacionalmente la situación del cineasta iraní, al que se le prohibe rodar películas en su país. Como compensación, la representante chilena se llevó el Gran Premio del Jurado, pero no se atrevieron a brindarle un mayor reconocimiento. Una decisión que tiene sus consecuencias, porque el aclamado quinto largometraje de Larrain, a día de hoy, no ha encontrado todavía distribución, mientras que el resto de títulos del palmarés ya han sido adquiridos. Da la impresión de que el contenido de “El club” asusta, pues toca temas muy controvertidos dentro de las sociedades católicas actuales.

Se nos está haciendo creer que la religión solo se vive de forma extremista dentro del islam, pero la realidad es que también ocurre con el cristianismo. Lo sé por la parte que me toca, ya que, por el mero hecho de comentar la película irlandesa “Calvary”, recibí misivas que me exhortaban a la lectura de la Biblia para purgar supuestos pecados. Habrá quien piense que los problemas de la Iglesia se solucionan leyendo las sagradas escrituras, pero de ser así, el papa Francisco lo tendría fácil. Sobre todo ello trata “El club”, película que le sirve a Pablo Larrain para cuestionarse si el actual mandato de dicho pontífice procedente de América del Sur no forma parte de un lavado de cara, ante las crecientes denuncias de abusos por parte de sacerdotes en todo el mundo, sin que haya llegado a mediar el verdadero arrepentimiento.

¿A dónde van a parar los curas que son apartados de sus parroquias por las faltas cometidas? Larrain responde a esa pregunta creando ese espacio que define el título de su quinto largometraje, que debería ser el de su definitiva consagración, si no lo fue ya el previo y extraordinario “No”, sobre la campaña publicitaria de la consulta política para la renuncia de Pinochet. Se imagina un lugar de retiro en la costa chilena, en lo que llama La Boca, donde conviven cuatro sacerdotes apartados, de cuyo cuidado se encarga una monja, que también parece tener su propio purgatorio particular. Allí llevan una vida de lo más tranquilla, paseando por la playa o viendo la televisión. Y como medio de subsistencia, recurren al entrenamiento de galgos de carrera. Por lo demás, siguen con su rutina de oraciones, como si nada hubiera pasado.

No todos estos religiosos católicos están allí por casos de pederastia, sino que también se encuentra un capellán militar que colaboró con la dictadura u otro que se vio implicado en un caso de niños robados. Hay un quinto que no supera la fase de purga y se quita la vida, lo que abrirá una investigación interna. La Policía se aparta y deja que sean las propias autoridades eclesiásticas las que resuelvan a su manera todo el contencioso. Los cuatro curas son interpretados por Jaime Vadell, Alfredo Castro, Alejandro Goic y Alejandro Sieveking. Del papel de la monja se encarga Antonia Zegers. José Soza es el quinto y Marcelo Alonso hace del enviado por la jerarquía. Finalmente, Roberto Farias encarna a una víctima, que simboliza a su vez la posición ambigua de la sociedad chilena, que siente una mezcla de perdón y culpa, por mirar a otro lado y formar parte de la ocultación. La imagen también es simbólica y aunque es digital, usa lentes anamórficas rusas, creando una sensación brumosa de confusión. Si la dramaturgia de la película es muy original, no lo es menos el tratamiento visual debido al director de fotografía Sergio Armstrong.