Victor ESQUIROL
TEMPLOS CINÉFILOS

Damien Chazelle, maestro de aperturas

En 2014, con la excusa de la 30ª edición del Festival de Sundance, tuvimos ocasión de conocer a un tal Damien Chazelle. Se nos vendió que la película que presentaba a concurso era su debut... y en realidad no, pero como si lo fuera. El hombre (el chico, para ser más exactos) era un astro cuyo brillo todavía no había sido detectado por la mayoría de radares. Con “Whiplash”, que así se titulaba aquel prodigio, lo pusimos por fin en el mapa. Dicha cinta sirvió como pistoletazo de salida para aquel certamen, y sin nosotros saberlo, ya estaba todo vendido en Park City. A ritmo de desenfrenada percusión jazzística, Chazelle arrasó. En Sundance, y en Cannes... y a poco se quedó de no repetir en los Óscar.

Nada mal para un –falso– debut. Pues bien, dos años después, la 73ª edición del Festival de Venecia decide cederle los honores de la apertura al mismo niño prodigio. Y volvemos a dar en el clavo. Al salir del pase de prensa de “La La Land” en la Sala Darsena (donde se han ido encadenando los aplausos durante la proyección) uno no puede evitar reencontrarse con buena parte de las sensaciones de aquel año en Sundance. Esto no ha hecho más que empezar, pero a lo mejor ya hemos visto la película que va a definir todo el festival. Veremos.

Mientras, nos regodeamos en los placeres que solo pueden ofrecer esas canciones irremediablemente pegadizas, que vamos a tararear para nuestros adentros hasta que el cerebro no pueda más. De esto va en parte la nueva propuesta de Chazelle, de recordarnos la inmortalidad de ciertas expresiones artísticas a las que quizás dimos por muertas demasiado pronto. Llámelo jazz; llámelo género musical. El mismo en el que se hicieron grandes genios de la talla de Vincente Minnelli. El director de “Un americano en París”, esté donde esté, seguro que se estaba sumando a la ovación.

Nosotros seguimos en Venecia, pero nos vamos directamente, y por cortesía de la pantalla grande, a Los Ángeles, esa ciudad de estrellas y estrellados, en la que todo se adora... y en la que nada se valora. Por sus calles van silbando y bailando un músico y una actriz que, cómo no, se van a encontrar, y quién sabe si a enamorar. El planteamiento arquetípico del “chico-conoce-a-chica” estalla aquí en una de las aperturas más formidables que nos haya dado el cine en mucho tiempo, y discurre, a través de la hora y media restante, en una danza deslumbrante en la que la nostalgia se convierte en un gesto para nada anclado en el pasado.

Modernamente clásica, o clásicamente moderna (qué más da), “La La Land” es una maravilla de la coreografía, del plano secuencia y de las notas como raíles en una montaña rusa emocional irresistiblemente encantadora. Es amor a primera vista. Hacia Emma Stone, Ryan Gosling y por supuesto hacia Damien Chazelle, quien vuelve a entender, mejor que nadie, que no hay mejor pareja de baile que la música y el cine.

Acabamos de empezar y es como si ya no quedaran fuerzas para nada más. Como aquella vez en Sundance. A sus pies, maestro.