Victor ESQUIROL
TEMPLOS CINÉFILOS

Venecia, tenemos unos problemas

Sobre el agujero donde a lo largo de varias décadas estuvo proyectado el nuevo Palacio del Cine de Venecia, se erige ahora una carpa con capacidad para 500 personas. La llaman Sala Giardino, y según uno de los miembros de la organización, tiene que simbolizar «el resurgir del festival». Por desgracia, no oímos bien al hombre, pues mientras habla, unos operarios intentan evitar que las butacas se caigan literalmente a trozos... Y literalmente tumbados en el pasillo terminamos algunos minutos después, porque efectivamente, los asientos no aguantan. En la siguiente sesión, varios críticos se dejan la voz, quejándose de que los subtítulos no están en el idioma que se les había prometido.

Problemas técnicos, y a lo mejor también de programa: la Mostra como experiencia inmersiva total. En la Competición por el León de Oro, como en las –desastrosas– proyecciones, dos tropiezos. El más indigesto lo firma Wim Wenders, quien más allá del documental, naufraga. En “Los hermosos días de Aranjuez”, el “nuevo cine alemán” sigue envejeciendo mal, por mucho que se asocie con las nuevas (?) tecnologías. Para adaptar un texto de Peter Handke, se echa mano de un 3D en el que deben converger hombre y mujer; personajes y creador; gestación y parto. El cacao mental se insinúa y se manifiesta a lo largo de hora y media de verborrea intelectualoide en la que Wenders vuelve al error de siempre: atragantar(se) en la densidad conceptual.

Por su parte, Derek Cianfrance consigue salvar los muebles, pero no evita que “La luz entre los océanos” deje un regusto amargo. La adaptación de la novela de M. L. Stedman se resuelve con la inconfundible corrección del academicismo, es decir, del piloto automático. Factura técnica impecable, actores cumpliendo sin despeinarse y partitura de Alexandre Desplat. Todo dispuesto para convencer... de la manera más discreta posible. Se agradece, por aquello de que este melodrama sobre maternidades cruzadas y culpabilidad judeo-cristiana no caiga en el dramón; se siente, y mucho, por la impermeabilidad con la que se presencia dicho espectáculo.

Por suerte, nos resarcimos con “La llegada”, nueva prueba fílmica de la versatilidad de Denis Villeneuve. El director quebequés vuelve a la carga con una de ciencia-ficción (de contactos con alienígenas va a el asunto), y resulta que en estas latitudes también triunfa. Básicamente, por cómo convierte a sus referentes (de Kubrick a Nolan; de Tarkovski a Malick) en un terreno donde jugar con sus propias reglas. Por esto y por su maestría fusionando la comprensión genérica con la construcción narrativa. Ambos elementos forman parte de un puzle magnético, suerte de pieza de orfebrería palindrómica, en la que la sci-fi va de la mano del drama con –profundo– poso humano. Una propuesta tan atractiva tanto en la concepción como en la ejecución. Como con Wenders, pero en bueno... y a prueba de cualquier percance veneciano.