Víctor ESQUIROL
CRÍTICA «Los pitufos: La aldea escondida»

En el bosque de Nunca Jamás

V iven en un país que está lejos de aquí. Lejos de la ciudad, entre nubes de color. Son pequeños, muy alegres y de color azul. Son, efectivamente, los pitufos. Y esta es, faltaría más, la canción de toda la vida. La de los años 80, vaya. Aquella musiquilla que, con la siempre inestimable ayuda de la memoria selectiva, podría haber adquirido ya la categoría de clásico. Así pues, toca mirar, una vez más, hacia el pasado. Hacia ese refugio en el que todo parece ser mejor. La nostalgia tiene ese efecto distorsionador, sí.

Aunque de lo que se trata en esta tercera entrega (reciente) cinematográfica de los pitufos, es de no deformar, en nada, el recuerdo que se pueda tener de aquellos simpáticos seres diminutos, de aquel bosque con casitas en forma de seta, de aquel malvado brujo, de aquel su esbirro felino torpón... El director Kelly Asbury, curtido en mil batallas dentro de los exigentes terrenos del cine de animación (su nombre aparece en títulos clave tanto de la Disney como de DreamWorks), realiza con esta película un auténtico acto de resurrección.

Así, esa “aldea escondida” de la que habla el título, se convierte en una especie de burbuja perfecta para la cual el tiempo no parece haber causado estrago alguno. Más allá de la conversión del pincel a la tecnología digital (mera operación de cirugía estética), todos los demás elementos se preservan como si hubieran estado criogenizados. Son las mismas aventuras, amenazas, y personajes de siempre. No para ir a buscar el bunker de antaño, sino para demostrar que hay determinadas fórmulas que si se emplean bien, no pierden jamás su efectividad. La de Peyo, el padre fundador, a fe que todavía rinde a las mil maravillas. Lo sabe Asbury, quien tirando de paleta de colores llamativos, de narración trepidante y de comicidad a prueba de cualquier edad, firma un entretenimiento infantil (pero para toda la familia) intachable.