Sabino Cuadra Lasarte
Abogado
GAURKOA

¡... y un solo Dios verdadero!

Era dogma de fe. Y, además, uno de los más gordos: «Padre, Hijo y Espíritu Santo; tres personas distintas y un solo Dios verdadero!». Por su lado, Jesucristo tenía dos naturalezas, una divina y otra humana. O sea, un único Dios, dos naturalezas en Cristo y tres personas conformando la Santísima Trinidad. Todo un galimatías ininteligible que había que aprender de memoria porque, caso de confundirte, te quedabas sin recreo, tenías que copiar quinientas veces la frase, recibías un reglazo por hereje, o las tres cosas a la vez, según el humor con el que viniese el cura-profe de turno.

Algo de eso ocurre también con el concepto de España, porque si bien eres libre de poner al mismo cuantas naturalezas y personas quieras y construir con ellas cuantas santísimas trinidades desees (estado autonómico, federal, confederal,...), soberanía, lo que se dice soberanía, tan solo hay una, la española. Esa es la gran señal de fe constitucional en torno a la cual los generales franquistas recauchutados a demócratas de toda la vida trazaron una línea roja infranqueable: España indisoluble e indivisible, soberanía única española, Ejército garante de esa unidad... Y mandaron callar. El PSOE y el PCE se tragaron sus anteriores reivindicaciones autodeterminacionistas.

El PSOE acaba de aprobar en su Congreso el reconocimiento del carácter plurinacional del Estado español, si bien dejando claro que «la soberanía reside en el pueblo español». Algunos –Alfonso Guerra entre ellos– han blandido sus «Tizonas» contra esa afirmación, pero no hay razón para ello. Lo ha explicado como nadie el presidente de Extremadura, Fdez. Vara: «Los nombres no dicen nada si no hay nada detrás. Si se mantiene el compromiso de que la soberanía reside en el pueblo –español– y el compromiso de la indisoluble unidad de la nación española..., ¿dónde está el problema?». Sincero el chaval. Más claro agua.

Ya hay fecha y pregunta para el referéndum catalán. Será el 1 de octubre y en la papeleta pondrá: «¿Quiere que Catalunya sea un Estado independiente en forma de república?». Comienza, pues, la cuenta atrás.

Decía Lenin –cito de memoria– que «la revolución no es como la avenida Nevsky», una inmensa vía de cuatro kilómetros de largo que atravesaba la antigua San Petersburgo, sino algo bastante más retorcido, similar al tramado de los cascos antiguos de las ciudades. Y es que, en la vida política y social la distancia más corta entre dos puntos, el pasado a cambiar y el futuro a construir, no suele ser casi nunca la línea recta, ni la mejor estrategia aquella que se diseña con escuadra y cartabón.

Ante la convocatoria del referéndum hay quienes optan por ponerse de perfil, como si la cosa no fuera con ellos. Como Ortega y Gasset con la II República, no hacen sino repetir: «¡No es esto. No es esto!», y sacan entrada del gallinero para ver la obra de lejos. Pero no es la hora de echar balones fuera y hablar de marcos y procesos institucionales estatales de diseño, cuando la posibilidad de su materialización no se ve por ninguna parte. En el marco de una Constitución fortín, un Tribunal Constitucional correveidile, unas leyes fabricadas ad hoc y un Gobierno marrullero, exigir al proceso catalán la superación de una tras otra prueba del algodón y garantías mil no resulta ser de recibo. Mucho más aún cuando en las casas institucionales propias se es menos exigente y en vez de algodón hidrófilo se usa bayeta de cocina al uso.

Lo que se juega el 1 de octubre en Catalunya no es tanto independencia sí o no, sino soberanía, democracia y participación ciudadana sí o no. En la pasada legislatura el PP, el PSOE, UPyD... se han negado en redondo, reiteradamente, no solo a reconocer el derecho a decidir, sino, incluso, el mero derecho a consultar o impulsar procesos participativos ciudadanos. Y en esta nueva legislatura las posturas siguen siendo similares.

No estamos tan solo ante un problema institucional, sino eminentemente democrático. No existe –yo no la conozco al menos– ninguna reivindicación política en el Estado español –y me atrevería a decir que tampoco en Europa–, que haya sido apoyada activamente de forma reiterada durante estos últimos siete años por decenas, cientos y millones de personas. Por eso, quienes defienden la democracia participativa (ILP –iniciativas legislativas populares–, etc..), deberían apoyar también decididamente y sin reservas que todas estas exigencias defendidas por millones de personas, miles de grupos sociales y cientos de instituciones locales, puedan ser sometidas a referéndum. Mucho más aún, si frente a todo lo anterior la respuesta del Gobierno central ha sido únicamente la negativa total al diálogo, el juego sucio y la sanción penal.

La legitimidad del referéndum catalán es institucional y es social, es democrática y es ciudadana. Tiene por ello carácter estratégico y afecta, no solo a catalanes y catalanas, sino a todas las gentes y pueblos del Estado. Si la democracia y la participación son derrotadas, lo será para todos. Algunos ya lo han señalado. «Yo también quiero, pido y solicito públicamente un referéndum para Catalunya», ha afirmado Oscar Reina, Secretario General del SAT andaluz. Por su parte, Anticapitalistas (Podemos), ha afirmado que «apoyamos el referéndum y llamamos a toda la izquierda del Estado español a organizar la solidaridad con los derechos democráticos del pueblo catalán».

Frente a estas más que meritorias posturas, contemplar aquí, en Euskal Herria, las posturas cortofueguistas en torno al proceso catalán que el PNV está sirviendo en bandeja al PP, es particularmente grave. Brindar al más rancio centralismo español del Gobierno de Rajoy la oportunidad de argumentar que frente al nacionalismo irresponsable y unilateral catalán existe otro, el del Gobierno de Urkullu, sensato y dialogante, clama al cielo. Mucho más aún cuando todo ello se hace por una cucharada más de lentejas en el plato del Convenio y cemento a espuertas en el proyecto del TAV.

Por el contrario, Euskal Herria debe estar a la cabeza de la solidaridad con el pueblo catalán. Una solidaridad a levantar y construir ya desde hoy, pueblo a pueblo, porque la dignidad democrática reclama acabar ya ese dios tiránico, único, indisoluble e indivisible. La cuenta atrás ha comenzado.