Iker BIZKARGUENAGA
Periodista
LAS CLOACAS DEL ESTADO

Villarejo organiza un viaje a lo más recóndito del sumidero español

Más allá de poner en un nuevo brete a Pedro Sánchez, la filtración de una conversación de 2009 entre Dolores Delgado, Baltasar Garzón y José Manuel Villarejo ha hecho emerger la naturaleza real del Estado.

Es impropio de una fiscal, y también de cualquier persona decente, hacer mofa de la orientación sexual de alguien, pero más allá de ese estruendoso «maricón» que nueve años después ha puesto en aprietos a la ministra, lo más destacable de la conversación mantenida en 2009 por Dolores Delgado, Baltasar Garzón y José Manuel Villarejo es la complicidad que se percibe en ella. De hecho, si se afina un poco el oído, en las filtraciones llega a apreciarse que la representante del Ministerio Público y el juez de la Audiencia Nacional se muestran obsequiosos con el comisario. Quizá sea mucho afinar, pero cuando menos es innegable que entre los tres comensales existe un cierto grado de compadreo; hay tonos de voz que desmontan cualquier versión ministerial. Ese es un hecho que llama poderosamente la atención, y es lógico que ante ello prenda una duda: si esas personas estaban conchabadas de esa forma, ¿actuarían la fiscal y el juez con el rigor e imparcialidad que se les presupone en un caso dirigido por Villarejo o por cualquiera de los uniformados que tenía a su mando?

El mismo recelo le asalta a uno cuando oye a Delgado contarle a su interlocutor que ella y una jueza pillaron a magistrados y miembros de la Fiscalía del Tribunal Supremo en compañía de menores de edad en un viaje a Cartagena de Indias, Colombia. Más allá de la gravedad de los hechos narrados y no denunciados por quien ha sido la fiscal coordinadora de la «lucha antiterrorista», estas revelaciones abren una reflexión en torno a la relación de fuerzas existente en los estamentos del Estado. ¿Quién tiene –o detenta– más poder, un juez del Alto Tribunal o un policía con información comprometedora sobre él? ¿Cuántos Villarejos hay en el seno de las FSE? ¿Cuánta información poseen y a quiénes afecta? No son preguntas retóricas.

De Euskal Herria a Catalunya

Villarejo, que en su trayectoria como funcionario ha acumulado información sensible sobre cientos de personas, entre jueces, políticos, empresarios, etc., siempre ha hecho gala de su influencia en cualquier esfera, por más alta que esta fuera. Y realmente, con que solo una parte de lo que se cuenta sea cierta, no es difícil concluir que no es que fuera un fontanero con ínfulas, sino que tenía las llaves de la casa. Las del Estado español, donde ciertos grupos –antes se les llamaba poderes fácticos– dirigen la obra: la gente como el excomisario maneja la tramoya y los demás no pasan de ser actores y actrices, protagonistas o figurantes.

Habrá quien niegue la mayor argumentando que la detención y encarcelamiento del propio Villarejo es el mejor ejemplo de que el Estado de Derecho funciona. No tiene por qué ser así. Una cosa es que dentro de una estructura haya peleas y damnificados, peones o alfiles, y otra que esa estructura, el «Estado profundo» –parafraseando al antiguo asistente del Partido Repúblicano de EEUU Mike Lofgren (“The Deep State”, 2016)– tenga una consistencia granítica en los temas que afectan a su estabilidad y pervivencia, pongamos como ejemplo la situación política vasca y la catalana.

Villarejo, de hecho, comenzó su carrera policial en Euskal Herria, concretamente en Donostia, destinado a la lucha contra ETA entre 1972 y 1975, y cuatro décadas después su último servicio al Estado ha sido formar parte de la “Operación Cataluña”, dirigida a socavar el proceso independentista en aquel país. Su función era obtener información, sin control judicial, sobre líderes catalanes, darle forma y difundirla a través de determinados medios de comunicación.

Él mismo le confesó hace dos años al juez Arturo Zamarriego lo que el Ministerio del Interior de Jorge Fernández Díaz había negado por activa y por pasiva.

Las filtraciones, publicadas en un medio digital creado ad hoc hace apenas un mes –ayer hubo una nueva entrega, en la que Villarejo confesaba tener un prostíbulo–, han puesto en un brete a la ministra, y muchos las sitúan en el contexto de una maniobra para ganarle el pulso a Pedro Sánchez y obligarle a convocar elecciones (más información en la página 28). Pero aunque es evidente la animosidad que el Ejecutivo, respaldado por Podemos y aupado gracias a los votos de vascos y catalanes, despierta en amplios sectores del stablishment español, sería injusto atribuir el papel de víctima a quien no lo merece. Porque si desde el punto de vista de la separación de poderes ya chirría que una fiscal y un juez con tanto peso comanden, con billete de ida y vuelta, los ministerios de Justicia e Interior, tanto Dolores Delgado como Fernando Grande-Marlaska han mostrado que son parte de ese mismo engranaje. La conversación con Villarejo es elocuente y respecto al juez bilbaino, qué decir que no sepamos en Euskal Herria. Marlaska y Garzón, tanto monta, monta tanto.

Por cierto, en ese bloque cimentado por la razón de Estado hallamos también a gran parte de los medios de comunicación españoles, muchos de los cuales han bebido directamente y durante años de las fuentes del excomisario, y que más allá de sus cuitas editoriales y empresariales hacen piña cuando toca.

En las alcantarillas

Nacido en el municipio cordobés de El Carpio en 1951, José Manuel Villarejo dejó Donostia por Madrid en 1975 y estuvo en excedencia entre 1983 y 1993, diez años en los que se dedicó a realizar trabajos de investigación y llegó a controlar medio centenar de empresas. Se reincorporó como agente encubierto, y desde entonces no ha dejado de acumular información, secretos y poder.

A mediados de los 90 participó en la elaboración del “Informe Véritas”, encargado por el Ministerio de Interior de José Luis Corcuera, que recopiló datos sobre la vida privada de numerosos jueces –como Garzón–, políticos, periodistas y empresarios. El nombre de Villarejo ha aparecido en alguno de los escándalos más sonados de los últimos años, como el del ático del expresidente de la Comunidad de Madrid Ignacio González, y en causas judiciales como el “caso Nicolás” y el “caso Pinto”, pero no fue arraestado hasta noviembre de 2017, acusado de blanqueo y organización criminal. Desde entonces está preso, pero no quieto. La filtración de las conversaciones con Garzón y Delgado, o las anteriores de la amante de Juan Carlos de Borbón, Corinna Sayn-Wittgentein, implicando al anterior jefe de Estado en delitos de corrupción –el proceso fue archivado porque el emérito rey goza del privilegio de la inviolabilidad penal–, le es atribuida como maniobra de presión para lograr su puesta en libertad.

El excomisario pertenece a la misma estirpe que otros tipos oscuros, como José Antonio Sáenz de Santamaría o Andrés Casinello, por citar un par de ejemplos, y conoce al dedillo todos los hilos de la madeja. Porque a través del Ejército, la Guardia Civil, la Policía o los servicios secretos (Seced, Cesid, CNI) los uniformados han supervisado y guiado la política española durante y después del franquismo. En su libro “Las alcantarillas del poder”, Fernando Rueda enumera hasta cien casos en los que el espionaje ha metido mano, desde los GAL y el 23F hasta las amenazas a Bárbara Rey o el 11M. En ese trabajo, por cierto, el periodista señala a Arnaldo Otegi como la persona más espiada del Estado. El suyo fue el primer caso en el que se distribuyó entre los cargos del CNI un perfil con sus datos familiares, ideología y actividades públicas. El dirigente independentista debe tener una vida personal inmaculada, porque en todos estos años no han podido sacarle ni una multa sin pagar.

«El Estado de Derecho también se defiende en las alcantarillas», dijo Felipe González en referencia a la guerra sucia –todavía ningún juez ha sido capaz de despejar la «X» en esa ecuación–, y Villarejo es un experto en chapotear. Pero mientras él y sus excolegas dirimen sus diferencias, las cloacas se desbordan y su contenido se desparrama, haciendo insoportable el hedor para una sociedad que ve cómo la moto que le vendieron se va sin remedio por el sumidero.