Itziar Ziga
Escritora y feminista
JO PUNTUA

Groenlandia...

Siempre me hipnotizó Debbie Harry, la bellísima cantante de Blondie. A la pregunta de si es feminista acostumbra a contestar: siendo mujer, ¿se puede no serlo? Acaba de publicar sus memorias donde narra, desde sus 74 gloriosos años, una vida trepidante. Y, entre mil aventuras, recuerda como fue violada a punta de cuchillo a principios de los setenta. Un hombre siguió a Debbie y a su novio de entonces, guitarrista de Blondie y amigo siempre Chris Stein, hasta su casa. Allí, lo ató a él, robó sus guitarras y, antes de irse, violó a Debbie sobre su cama. Ella dice: «al final, las guitarras robadas me dolieron más que la violación». Desde que escribió esta afirmación, que es suya y de su propia vida, no han parado de preguntarle por qué. Por qué no le quedó trauma, de alguna manera. El asunto siempre es cuestionar la experiencia de las mujeres respecto a esa violencia machista que no podemos eludir, porque es profunda y jodidamente sistémica.

Debbie se ha explicado más en las entrevistas, aunque no tendría por qué. Cuenta que, al no haber sufrido daño físico porque él no la golpeó, en su caso y solo habla desde su caso, pudo pasar página rápido. Y que su vida de niña abandonada ya había sido lo bastante dura para dejarse destruir cuando empezaba a ser feliz. Hasta hace poquísimo, no debíamos decirlo, que habíamos sido abusadas por machos. Ahora, y gracias a que las mujeres y otras parias de género, llevamos décadas de lucha feminista organizada, empezamos a contar públicamente nuestros horrores patriarcales personales. Y todas descubrimos lo que ya intuíamos: que nos ha pasado a muchísimas de nosotras. Eso sí, se pretende que cada vez que habla una mujer, hable por todas: imposible e infame. Como pasa con todos los grupos oprimidos, se nos trata de reducir a una víctima modelo anulada en su individualidad.

Llevo toda mi vida fortaleciéndome con otras mujeres al calor y al dolor de nuestras experiencias patriarcales. Debbie me enaltece tanto como una amiga que, por primera vez y desde que fue asaltada con catorce años, se deshizo del miedo atroz el pasado verano, ante la blanca inmensidad de Groenlandia.