Arnaitz GORRITI

«Teléfono rojo», cuando los militares relegan a los científicos... y hasta a los políticos

La retórica militarista está en boca de varios mandatarios mundiales para afrontar lo que es una pandemia y no una guerra. Pero en ningún país del entorno el Ejército tiene la relevancia mediática que se le ha dado, o directamente ha tomado, desde Madrid.

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No está el horno para bollos, pero ya que el confinamiento está sirviendo para que aumente la base cultural de la sociedad, nunca está de más ver, o volver a ver, una de las obras más cáusticas y redondas del gran Stanley Kubrick: «¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú», una comedia negra como el tizón en el que se satirizaban las actitudes militaristas en un contexto gravísimo de la Guerra Fría, que amenazaba con el fin de la vida en el planeta Tierra.

En un momento de la película el desquiciado general Ripper enuncia un escalofriante monólogo, en el que evoca lo que «Clemençeau dijo una vez: ‘La guerra es un asunto demasiado importante para dejarlo en manos de los generales’. Hace 50 años quizá tuviera razón, pero hoy la guerra es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos. No tienen ni tiempo, ni entrenamiento, ni inclinación alguna al pensamiento estratégico».

Ahora, lean este otro monólogo: «En esta guerra irregular y rara, todos somos soldados. Demostremos que somos soldados. Quiero felicitar a todos los españoles por la disciplina que están mostrando todos los ciudadanos». Como habrán adivinado, estamos en 2020 y es del Jefe del Estado Mayor de la Defensa –Jemad–, Miguel Ángel Villarroya, conocido por esta y otras arengas belicistas, en el nuevo prime-time televisivo diario estatal de mediodía.

No nos engañemos. Apelar a la «guerra» frente al coronavirus no es exclusivo del Estado español. Otro militarista convencido como Donald Trump arenga a «ganar esta guerra», al tiempo que anuncia el despliegue de la Guardia Nacional en California, Nueva York y Washington, con unos 7.300 efectivos. Y el resto de países, en mayor o menor medida, tiene a sus propios militares en danza a cuenta del dichoso Covid-19. Pero la retórica e iconografía belicistas en esas comparecencias de Madrid hacen evidente que la institución castrense pretende valerse de esta crisis sanitaria para hacerse notar y «normalizar» su presencia en el día a día. Un lavado de imagen, curiosa paradoja, haciendo labores no militares, sino civiles.

Ya a primera vista sorprende la superioridad numérica. Ahí está Fernando Simón, director del Centro de Alertas y Emergencias Sanitarias, civil que ejerce de conductor del «parte». A su lado, María José Rallo del Olmo, secretaria general de Transportes y Movilidad, única mujer del grupo de caras visibles. Ambos rodeados –físicamente– por tres autoridades militares: el citado Villarroya, general del Ejército del Aire, jefe del Estado Mayor y monárquico a machamartillo –«el Jefe del Estado se ha comportado como el primer soldado», dijo sobre Felipe de Borbón–; José Ángel González, director adjunto operativo de la Policía española, y Laurentino Ceña, homólogo de González en la Guardia Civil –sustituido tras dar positivo en Covid-19 por el general José Manuel Santiago, jefe del Estado Mayor de la Dirección Adjunta Operativa–.

Desde ese atril, con el estado de alarma y en el marco de la «Operación Balmis» –en honor al médico y militar alicantino Francisco Javier Balmis (1753-1819), que llevó a la entonces colonia española Filipinas una masiva campaña de vacunación contra la viruela–, Villarroya anunciaba el despliegue de 2.640 efectivos en 52 ciudades de todo el Estado. Una presencia constante, visible y notoria «todo el tiempo que sea necesario». Acompañada por una insignia que representa los escudos de las Fuerzas Armadas junto una imagen representativa del virus y la frase «Te aplastaremos».

Toda esta presencia militar «a discreción» deriva del estado de alarma, recogido en el artículo 116 de la Constitución y desarrollado en una ley orgánica de 1981. El Real Decreto 463/2020 contempla que los militares actúen para «reforzar el Sistema Nacional de Salud», «garantizar el suministro alimentario» y «colaboración con las autoridades competentes». En este último punto los efectivos de la Policía Militar se convierten en agentes de la autoridad.

En diciembre de 2010, los uniformados ya tomaron las torres de control de los aeropuertos a cuenta de la huelga de controladores. Pero esta sí es la primera vez en que toman la voz cantante a nivel comunicativo. En el «parte» diario, las intervenciones militares suman bastante más tiempo y en ocasiones notoriedad –en buena medida, por su lenguaje belicista– que el de los civiles.

De este modo, las desinfecciones del Ejército se convierten en noticia con tintes heróicos que no trascienden cuando lo mismo hacen limpiadoras, bomberos u otros cuerpos policiales. La identidad de un guardia civil fallecido por coronavirus fue la única citada en la rueda de prensa del martes, cuando en el Estado se sumaban 737 muertos más. También se ha enunciado cómo se llamaban dos agentes que llevaron la compra a una anciana en una imagen viral. Sellers se queda corto.

Preguntado por Euskal Herria y Catalunya desde su primera comparecencia, Villarroya dejó claro que todo el territorio estatal sería su marco de actuación, sin excepción. Con un criterio muy particular, eso sí, que comenzó por desinfectar sus propias instalaciones (Delegación española en Iruñea, cuartel de Araka) antes de acudir al aeropuerto de Loiu o las estaciones de tren de las capitales. ¿Y por qué estas y no otras instalaciones, como las hospitalarias? Pues el Jemad lo sabrá...

Hoy ya hay 700 países afectados por el Covid-19 en mayor o menor medida. ¿Qué papel juegan en ellos los militares? En Italia, el Gobierno de Conte es el que da y quita poderes al Ejército, en materia de seguridad pública. Su función principal es que se cumpla a rajatabla la prohibición de los desplazamientos desde el municipio de residencia a otra ciudad. Mientras los médicos y científicos tratan de contener la epidemia, el presidente italiano, Sergio Mattarella, se ha dirigido a la nación para lanzar un llamamiento a la unidad, sin militares detrás.

Alemania, pese a la cuarentena a la que se está viendo sometida la canciller Angela Merkel, centra sus esfuerzos en «reforzar el sistema sanitario» mediante el mayor paquete de choque desde la II Guerra Mundial, con un volumen total de unos 750.000 millones de euros. Ha comparado el desafío actual con el de aquellos años, pero cuidando no tildar de «guerra» lo que es una batalla meramente sanitaria. No hay militares en la imagen, aunque la ministra de Defensa, Annegret Kramp-Karrenbauer, ha movilizado a unos 2.300 reservistas y 900 «reservistas sanitarios».

En el Estado francés, Emmanuel Macron anunció el miércoles en Mulhouse el lanzamiento de una operación militar llamada «Resiliencia», que implicará a las Fuerzas Armadas para «la ayuda y el apoyo a las poblaciones, así como a los servicios públicos para enfrentar la epidemia, en la Francia continental y en el extranjero». Macron sí habla de «guerra», aunque evita rodearse de uniformes. En realidad, el presidente francés es constitucionalmente la autoridad suprema en asuntos militares y el único oficial que puede ordenar un ataque nuclear, por lo que acompañarse de subordinados sería intrascendente.

Algo similar sucede en Estados Unidos, donde Donald Trump adopta la condición de comandante en jefe, pero prefiere tener a su lado a científicos en las comparecencias sobre el virus... aunque tengan que tragarse un buen número de sapos oyendo a su presidente. «No podemos asumir un cierre completo del país durante 15 días», afirmó el lunes, contradiciendo al doctor Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, convertido en el «Pepito Grillo» de Trump. A falta de militares ávidos de propaganda, la autoridad judicial encarnada por el fiscal general, Williams Barr, ha avisado a la población de que «si estás sentado en un almacén lleno de mascarillas quirúrgicas, van a llamarte a la puerta».

¿Y Boris Johnson? El Ejército tampoco asoma tras el pelirrojo mandatario de Downing Street, igualmente comandante en jefe de las tropas de la Corona. Aun a regañadientes, Johnson ha terminado haciendo caso a quienes le escoltan ante los medios en esta crisis: el director médico del Gobierno, Chris Witty, y el asesor científico jefe, Patrick Vallance. Tocaba cerrar el país.

Luego están la «guerra por los test», admitida este jueves por el Gobierno español tras el patinazo en el mercado chino, y, sobre todo, la «guerra por la vacuna», principalmente entre China y los Estados Unidos.

Rebajando el discurso a términos sociales y médicos de los que nunca debió salir, la OMS recomienda que «las medidas agresivas para encontrar, aislar, hacer pruebas y trazar contactos no son sólo la vía mejor y más rápida para terminar con las restricciones sociales y económicas extremas, sino que son también la mejor forma de evitarlas». Así, a través de Tedros Adhanom Ghebreyesus, la OMS destaca que los países que aún tienen menos de cien casos podrían «evitar la transmisión comunitaria y algunos de los costes sociales y económicos más graves» si empiezan a aplicar ya estas medidas.

La ministra de Exteriores española, la tolosarra Arancha González Laya, ha dejado a un lado el absurdo lenguaje bélico en “The Washington Post” para dirigir la diplomacia en favor de la colaboración científica: «La comunidad internacional debe estar preparada para compartir conocimientos y coordinarse a través de las fronteras. Encontrar una solución será más fácil si nuestros ecosistemas de investigación están mejor conectados. Los países más afectados necesitarán la ayuda de otros. Cuanto más apoyo tengamos, menos se expandirá el daño (...) Resolver las diferencias comerciales entre EEUU, China y la UE sería también de gran ayuda».

¿Huir de la dialéctica militar para afrontar un problema de salud global con alto impacto social? Parafraseando al mismísimo doctor Strangelove de ‘‘Teléfono rojo...’’, «no solo es posible. ¡Es esencial!».