Mikel Zubimendi
Periodista
JOPUNTUA

Don Antonio

La redacción de Donostia tenía un aspecto fantasmagórico. Y entre la media docena de trabajadores que atendíamos el turno presencial del primer domingo de estado de alarma reinaba un silencio grave, una sensación cargada.

Ya de noche, llamó Antonio, lleno de vitalidad, animando como siempre al personal. Tengo grabada en mi memoria de silicio la razón. Un conductor de ambulancia de Madrid acudió a él para contarle, indignado, cómo lo tenían asignado a la puerta del chalet del vicepresidente Iglesias, y de su compañera y ministra, Irene Montero, con prioridad absoluta, justo cuando la tragedia azotaba la ciudad. Le podían las injusticias, que la ambulancia estuviera allí por si pasaba algo y no donde ya estaba pasando y más falta hacía. Se rebeló y se puso a escribir. Nos despedimos como siempre: «¡Cuídate, Antonio!», pero esta vez le añadí la coletilla, «que esto se va a poner feo». ¡Qué carajo! Con su humor y actitud me habló de su copita de vino.

Me puse a editar su artículo, como he tenido la suerte de hacer tantas veces, de disfrutar y aprender de una escritura elegante y profunda, todo estilo, ingenio y personalidad, con un conocimiento inabarcable, desde la filosofía alemana hasta las jotas populares, de la Biblia a las obras del marxismo.

Así era Antonio. Cristiano y marxista. En lo personal, un caballero muy cercano. En lo profesional, un periodista tenaz y determinado. Gran amigo de los vascos y catalanes, siempre defendió que eran naciones sin que nadie tenga que calificarlas o ratificarlas, que debían expresarse libremente. Como republicano, también defendió que había tramas compartidas con esa España que tanto le dolía, tan maltratada y jibarizada. Reclamaba inteligencia, luces, que tenía que hacerlo la sociedad, o como él decía, «la calle», de abajo arriba.

Te has ido en mitad de la tormenta, sin permitirnos acercarnos para despedirte. Tiempo tendremos para devolverte todo lo que nos has dado. Hasta entonces, «¡Cuídate Antonio!». Sé feliz como el niño que siempre fuiste, y que los ángeles del cielo no te cojan envidia.