Primero fue la reimplantación de los controles en las fronteras internas de Euskal Herria para limitar los desplazamientos e impedir la expansión del virus. A esa primera medida siguió, casi un mes más tarde del inicio de la alarma sanitaria, la del cierre de una decena de pasos fronterizos en territorio vasco que también se justificó con la situación sanitaria. Sin embargo, por si no era suficiente, se añadió otra razón de índole más práctico: concentrar las labores de vigilancia policial en un menor número de pasos. Una curiosa justificación cuando el confinamiento era estricto y apenas había tránsito. En cualquier caso, dejaba bastante claro que tanto a Madrid como a París les importaban bastante poco los trastornos que una medida tan drástica pudiera ocasionar a los habitantes de las regiones transfronterizas, y mucho menos que a ambos lados del Bidasoa viva una única comunidad con unas intensas relaciones económicas y sociales que rebasan las líneas fronterizas.

La desescalada no ha servido para que la divisoria se haga más permeable y se vuelvan a recuperar esas relaciones cortadas. Ninguna respuesta recibió la petición conjunta de los alcaldes de Irun y Hendaia –a la que posteriormente se sumaron los lehendakaris de la CAV y Nafarroa– para la reapertura de los pasos fronterizos. Nada ha movido a los responsables de Interior de los Gobiernos francés y español a que flexibilicen su postura y permitan que también en los bordes estatales se recupere la normalidad. Ha tenido que ser la evidencia de que, con la desescalada en marcha, el tránsito colapsaba constantemente los pasos abiertos lo que ha llevado a las autoridades francesas a abrir finalmente la salida 1 de la A63 en Biriatu. En cualquier caso, la apertura total continúa sin tener una fecha única.

Esta situación en la frontera interna de Euskal Herria da la magnitud real de lo poco que importa en Madrid y en París lo que ocurra dentro de sus dominios, al tiempo que da la medida exacta de un autogobierno sin ningún poder.