La memoria compartida
Este verano «estuve» en Cudillero. Quizá sería más correcto decir «he estado» por una proximidad temporal, emocional que afortunadamente sigo sintiendo. En el fondo lo hago también por regresar allí, a la playa del Gaviero o a la de Aguilar; al pronunciar ese perfecto simple, tan asturiano, vuelvo a recorrer, a paladear aquellos acantilados, el pixín y las zamburiñas.
Les cuento todo esto porque no hay nada más traicionero, más delator que el lenguaje y especialmente sus verbos; los muy acusicas, no saben guardar una confidencia y dejan a la vista nuestras batallas más íntimas y la forma en que estas nos afectan, evolucionan y las vamos librando, sorteando y a menudo perdiendo; el lugar que ocupan en nuestro fondo de armario.
Los conjugamos de manera inconsciente hasta que un día nos escuchamos decir con nostalgia o con alivio –«ya pasó»– refiriéndonos a algo que durante un tiempo nos ilusionó, nos atormentó, nos golpeó o nos acarició.
Resulta difícil –es tan personal– calcular el tiempo que tardará el presente en oxidarse, en convertirse en pretérito, cuándo dejará un hecho de tener incidencia, repercusión, reflejo, en el momento actual –«hemos roto, ha sido»– y podremos pasar página, archivarlo –«rompimos, fue...»– en las polvorientas estanterías del pasado perfecto. El lingüista George Lakoff, “No pienses en un elefante”, explica mucho mejor cómo emergen inevitablemente esas estructuras mentales soterradas cuando hablamos y cómo se utilizan para dirigirnos a un receptor colectivo.
Durante estos últimos días los medios de comunicación nos han hecho recordar cómo era este país hace diez años. Han sido muchos los prismas, los enfoques con que se ha rememorado la violencia. Bernardo Vergara en su viñeta de eldiario.es criticaba el que, sin duda, resulta el más desafortunado: aquel que la sigue exprimiendo para conseguir algún rédito. Excelente también el análisis de Iñigo Aduriz en el mismo rotativo sobre cómo la paz se puede convertir paradójicamente en arma; cómo se puede «pervertir» en definitiva.
Cada cual la tiene colocada en un recodo distinto del río, en un cajón diferente dependiendo de la relación que mantuvo con ella, de la proximidad de esa violencia: ha habido, en consecuencia, durante esta semana, declaraciones que mostraban un mayor o menor grado de óxido, de olvido, o incluso, en el caso de los más jóvenes, de un desconcertante desconocimiento, porque solo han llegado a conocer esta década balsámica.
Como ven, el profe siempre tira al aula. “Herenegun”, aquella unidad didáctica (cinco horas lectivas) dirigida a cuarto de la ESO y segundo de Bachillerato no ha llegado aún a las aulas. Está claro que esa época está recogida en el currículo de la asignatura de Historia contemporánea pero su objetivo era contar desde dentro, como comunidad, lo que había ocurrido; hacer, como decía Mariano Ferrer, uno de sus autores, un «relato honesto» a nuestros hijos. El primer borrador fue criticado desde todos los flancos menos el educativo: lo que para unos era equidistancia para otros era una clara parcialidad. El caso es que la pandemia ha acabado arrumbándola en un cajón del que le está costando salir.
El propio coordinador del proyecto, Juan Pablo Fusi, en una entrevista concedida a “El País” explicaba cuál era la razón de tanto desacuerdo: la dificultad de alcanzar una memoria compartida sobre una experiencia tan traumática. Aún, decía el historiador, no hemos resuelto cuestiones esenciales sobre nuestra propia conciencia y moral colectivas.
Tenemos que darnos tiempo para aprender a conjugar juntos el pasado. La estrategia es mirar hacia el futuro.