Ion SALGADO
ARRIGORRIAGA
Interview
Iñaki hernando
Hermano de Juan Carlos Hernando

«Se llevaron a una persona con ansias de vivir y nos devolvieron su cadáver»

Egiari Zor recordará mañana, en un acto previsto a las 19.00 en la pérgola del parque Lehendakari Agirre de Arrigorriaga, a Juan Carlos Hernando, «Peli», que murió hace 25 años en la prisión de Albacete. Su hermano Iñaki considera que la «memoria debe ser integradora» para tener «una función constructiva de cara a la convivencia, de cara al futuro».

(Oskar MATXIN | FOKU)

El 20 de julio de 1997, hace 25 años, apareció el cuerpo sin vida de Juan Carlos Hernando, Peli, en una celda de la prisión de Albacete. Había sido detenido el 28 de abril de 1994 por agentes de la Policía española, que le condujeron a la comisaria de Indautxu antes de trasladarlo a la Dirección General de Seguridad, «donde sufrió torturas físicas y sicológicas».

Así lo explica su hermano, Iñaki, que recuerda aquellos funestos días. Permaneció en régimen de incomunicación y sufrió la violencia ejercida por los funcionarios españoles, tal como recogió el informe elaborado aquel año por Torturaren Aurkako Taldea. «Además de los golpes, las torturas estuvieron dirigidas al perfil sicológico. Sabían dónde hacer daño, utilizaron a su familia».

Hernando tenía un bebé de un año, y los policías «utilizaron el chantaje y la tortura, le amenazaron y le dijeron que de no firmar las acusaciones iban a detener a su pareja». El pequeño se quedaría solo, con los progenitores en prisión. Ante esta situación, aceptó la imputación y fue encarcelado en Carabanchel. Después fue trasladado a Valdemoro, y de ahí a Albacete, donde fue encerrado en primer grado.

Para la familia comenzó un periodo marcado por los «viajes largos», impuestos por el alejamiento. Hacían «viajes de ida y vuelta» desde Arrigorriaga, que suponían un castigo para los padres del represaliado, ya mayores, y para su hijo.

«Yo salía del trabajo a las 21.00, antes de las 22.00 cogía una furgoneta de alquiler en el aeropuerto, iba a casa, me duchaba, y empezaba el itinerario para recoger a la gente», detalla. En aquel entonces no existía Mirentxin Gidariak, para los que solo tiene palabras de agradecimiento, y eran los familiares los que se organizaban para viajar a prisiones españolas y francesas.

Recuerda que en 1996 ya existía un clamor social contra la dispersión, y los represaliados protagonizaron diferentes protestas: «Nuestro familiar participó en dos huelgas de hambre de 14 y de 25 días, en la que el colectivo de presos políticos reivindicó su derecho a tener unas condiciones de vida en prisión y su función política en la resolución».

Aquellos tiempos fueron «difíciles, con mucha tensión fuera y especialmente dentro de las cárceles». «La política penitenciaria se trataba en términos políticos y era un elemento claro de presión. Utilizaban a los presos en la pugna política», detalla antes de advertir de que la situación «se enconó» en el año 1997.

«Estaba el secuestro de Ortega Lara, la muerte de Miguel Ángel Blanco... y en aquel contexto todo se precipitó y se dio una situación extrema en presión, tanto en el exterior como en el interior de las cárceles», señala en alusión al «a por ellos» esgrimido por las fuerzas españolistas contra la izquierda independentista, «trágicamente conocido».

Destaca que «en aquel contexto la política penitencia mostró toda su crudeza en el caso de nuestro familiar», que apareció ahorcado en su celda. «La cárcel es un sistema opaco en el que, por sus propias características, no se puede llegar a saber cómo sucedieron las cosas, pero lo que está claro es que las medidas mencionadas -en referencia a las medidas de excepción- tienen por objeto destruir a la persona, en su aspecto humano, y a la vez destruir al colectivo de presos como baza política».

«Tenemos muy claro que este objetivo en nuestro caso se manifestó de la manera más trágica. A nuestro familiar se lo llevaron de nuestros brazos, se llevaron a una persona con ansias de vivir, dinámica, muy querida en su entorno, y nos devolvieron su cadáver», apunta. Remarca que la política carcelaria «conlleva en muchos casos la destrucción física y sicológica de la persona presa, y genera indefensión, ya que obstaculiza la posibilidad de ser amparado por sus allegados».

¿Hubiera sido evitable? A su juicio «hubiera bastado con aplicar la legislación penitenciaria de acuerdo a estándares internacionales, respetuosos con los derechos humanos de las personas presas y de sus familiares». «Y no fue así por el propio diseño y la finalidad que se ha dado a la política penitenciaria durante décadas, haciendo de ella una herramienta para fortalecer posiciones políticas, aun a costa de socavar derechos fundamentales», remarca para incidir en que «los suicidios que se pudieran dar en estas circunstancias son suicidios inducidos por el propio sistema».

Cita otros casos similares ocurridos en los últimos años, como los de Xabier Rey, fallecido en 2018 en Puerto III, e Igor González Sola, muerto en 2020 en Martutene. «Hubieran sido perfectamente evitables. No fueron accidentes, no fueron casos aislados. Responden al diseño de la política penitenciaria», enfatiza tras aseverar que «la vulneración de los derechos humanos de los presos, con sus consecuencias más trágicas», se inicia hace 35 años, con la puesta en marcha de la dispersión, «y ha llegado hasta nuestros días».

Memoria constructiva Subraya la importancia de recuperar la memoria de aquellas personas que han sufrido una vulneración de derechos en las cárceles, y reclama para ellas verdad, justicia y reparación. Lamenta que en algunos casos es imposible una reparación, «porque la pérdida de una vida humana no tiene reparación, pero sí se puede dar un reconocimiento de la violencia sufrida por presos y por sus familiares. Es una asignatura pendiente y debe ser incluida en un ejercicio colectivo de recuperación de memoria».

«A la hora de afrontar la construcción de la memoria entiendo que debería ser desde un punto de vista incluyente. Si queremos que tenga una función constructiva de cara a la convivencia, de cara al futuro, de cara a las nuevas generaciones, tiene que ser integradora, y recoger el conjunto de las vulneraciones de derechos humanos habidas», apunta.

Manifiesta que «todas las vulneraciones tienen que tener su espacio en la memoria» y afirma que «es un ejercicio imprescindible, aunque reconozco que para las personas a las que nos ha tocado vivirlo, de manera muy cercana, y de manera trágica, este ejercicio no es fácil, porque conlleva recordar momentos dolorosos».

Por ello, considera que deben darse pasos, «fuera de la pugna meramente política, de la batalla del relato, donde se trata de poner una versión de lo acontecido que conlleva al negación dl sufrimiento del otro y que conlleva la propia negación de las vulneraciones de derechos ocurridas».

Esos pasos conllevan también cambios en la política penitenciaria actual, ya que, si bien se han dado avances «incuestionables» con traslados a prisiones vascas y el fin del primer grado, todavía no se ha cerrado «el ciclo de las medidas de excepción, y es urgente acometerlo». No en vano, una veintena de represaliados vascos han muerto en la cárcel y 16 personas han perdido la vida en las carreteras en yendo o volviendo de alguna prisión.