¿La solución es que dimita Pedro Sánchez? «Talvez não»
El pasado miércoles en el Congreso, la portavoz del PNV, Maribel Vaquero, planteó que la solución a la crisis actual podría ser que el presidente español, Pedro Sánchez, dimita. La experiencia de Portugal y António Costa expone que esa opción tiene efectos perversos graves -e injustos- que merece la pena tener en cuenta.

Menos mal que nos queda Portugal», solía decirse desde este lado de la península con una mezcla de admiración y resignación. En los orígenes de ese lema se envidiaba la ruptura limpia con el salazarismo que supuso la Revolución de los Claveles, en contraste con la transición española. Más recientemente, se ponía en valor la estabilidad política que António Costa consiguió consolidar durante más de ocho años al frente del Gobierno luso.
Aquel modelo, convertido en referente para parte de la socialdemocracia europea, se afianzó en 2022 con la mayoría absoluta que consiguió el Partido Socialista, pero unos meses después se vino abajo de forma abrupta. El motivo: un flagrante caso de «lawfare». Por iniciativa de la Fiscalía, se abrió una investigación por corrupción contra Costa que, pese a naufragar judicialmente, logró su objetivo político más inmediato: la dimisión del primer ministro y la convocatoria de elecciones.
Hoy, casi dos años después, la llamada ‘«Operación Influencer» -una investigación por supuestas irregularidades que salpicaron a varios miembros del gabinete de Costa- ha sido desacreditada por la propia justicia portuguesa. Ni en 2023 ni ahora hubo pruebas sólidas, ni delitos acreditados, ni una causa real que justificara la magnitud de la operación. Lo que sí crece con el tiempo es la sospecha de que detrás de la arquitectura montada por la fiscal general Lucília Gago se ocultaban intereses espurios. Pero ya es demasiado tarde. Las elecciones anticipadas dieron como resultado la victoria de la coalición conservadora liderada por Luís Montenegro, cuyo Gobierno se ha afianzado en las elecciones de este año. Pero, sobre todo, el revuelo ha terminado con un ascenso meteórico de la ultraderechista Chega, que en mayo se convirtió en la gran protagonista de la noche electoral al empatar en 58 escaños con el Partido Socialista.
SALTANDO DE LISBOA A MADRID,
no fue hasta que se abrió una causa judicial contra su esposa cuando Pedro Sánchez y el PSOE se atrevieron a pronunciar una palabra que hasta entonces evitaban: «lawfare». El término -que alude al uso instrumental de la justicia para alterar la voluntad democrática- dejó de ser patrimonio exclusivo de Podemos, del independentismo catalán y, sobre todo, del vasco.
En Euskal Herria, la ofensiva judicial lleva años desplegándose con rostro, nombres concretos y una trayectoria bien definida -basta con recordar el «Todo es ETA» del juez Baltasar Garzón-, aunque hasta ahora no se reconociera bajo el término global.
«Yo he sufrido lawfare», insistió Sánchez tras su carta a la ciudadanía y los cinco días de reflexión en los que, en abril de 2024, puso en suspenso su continuidad al frente del Ejecutivo. Por primera vez, el presidente español parecía reconocer en las maniobras judiciales dirigidas contra él y su entorno los mismos patrones que durante años afectaron a sus socios, y que el PSOE había ignorado o incluso alimentado. Sánchez tenía entonces razones para tal afirmación: los casos abiertos contra su esposa, Begoña Gómez, o su hermano, han evidenciado una lógica de acoso judicial que no siempre requiere una condena para surtir efecto político.
Sin embargo, equiparar ese escenario al «caso Koldo» sería, a día de hoy, jugar a ser más papista que el papa: los indicios de corrupción en esa causa son graves y difíciles de negar. Aun así, como recogía “El País” la semana pasada, en la cúpula del PSOE algunos evocan el ejemplo de António Costa, que dimitió con mayoría absoluta tras el estallido de un escándalo… y que luego quedó en nada. Sobre todo si, pese al duro golpe que ha supuesto en las filas de la formación el encarcelamiento de Santos Cerdán, aún no hay un «P. Sánchez», como ironizaba hace poco el diputado de ERC Gabriel Rufián. Tampoco ha aparecido ningún indicio de financiación irregular, la línea roja que los socios del Gobierno han marcado. Esa es la advertencia implícita que dejó Portugal: no precipitarse.
DIMITIR, EN EL PAÍS LUSO, NO SIRVIÓ DE NADA.
Porque, aunque António Costa haya conseguido rehabilitar su imagen personal con su reciente nombramiento como presidente del Consejo Europeo, el daño colectivo ya estaba hecho. La estabilidad de la izquierda portuguesa se ha desmoronado y, en su lugar, ha emergido con fuerza una extrema derecha en ascenso -aunque no solo por esta causa-.
Todo comenzó con un supuesto caso de corrupción que implicaba a personas del entorno más cercano del primer ministro. A partir de ahí, una cascada de portadas, especiales informativos y tertulias monopolizadas por el escándalo marcaron la agenda. La oposición elevó el tono hasta rozar la deslegitimación institucional y, con la generación constante de polémicas, se envolvió a la víctima de un aura de sospecha. ¿Y después?
La fiscal general, Lucília Gago, fue la responsable de una operación que llevó a la detención de cinco personas -entre ellos, el jefe de gabinete de Costa- y al registro de la residencia oficial del primer ministro. Fue Gago quien incluyó además la mención a una investigación del Supremo en la que aparecía el nombre de Costa vinculado a escuchas telefónicas. Ese párrafo, decisivo, precipitó la dimisión del jefe del Gobierno impulsada por el nerviosismo del presidente de la República, Marcelo Rebelo de Sousa, quien optó por disolver la Asamblea y convocar elecciones.
La supuesta implicación de Costa se basaba en su amistad con Diogo Lacerda Machado, uno de los detenidos, a quien se relacionó con un presunto tráfico de influencias en favor de Start Campus, una empresa promotora del centro de datos en Sines. Meses después, los fundamentos de la causa se habían desmoronado.
Primero fue el juez de instrucción quien rechazó los delitos más graves y dejó en libertad a los cinco detenidos. Luego, en abril de 2024, el Tribunal de Apelación de Lisboa fue aún más contundente: desestimó todos los indicios relevantes, calificó la actuación de la Fiscalía de «inepta» y criticó el uso de recortes de prensa como pruebas. La fiscal, además, habría atribuido erróneamente ciertas escuchas telefónicas a António Costa cuando, en realidad, los audios correspondían al ministro de Economía, que tiene el mismo nombre (António Costa Silva).
Los magistrados terminaron anulando las medidas cautelares, concluyendo que no existía base legal para sostener la operación judicial que tumbó al Gobierno, mientras que la fiscal general, principal impulsora del caso, ya ha sido relevada del cargo. El nuevo fiscal, Amadeu Guerra, afirma que continúa la investigación pero, pese a que Costa ya fue escuchado como declarante -a petición propia-, todavía no se han presentado cargos ni acusaciones formales.
No es el único ejemplo. El término lawfare, nacido en contextos militares, encontró en América Latina su mayor expresión política: una estrategia para neutralizar liderazgos de izquierdas sin necesidad de tanques ni asonadas. Lo vivieron, entre otros, Dilma Rousseff, destituida por un «impeachment» de dudosa base legal, y Lula da Silva, encarcelado en un proceso hoy desacreditado por su parcialidad judicial. Lo que empezó como una herramienta de desestabilización regional pronto evidenció su alcance global y las democracias liberales europeas no están inmunes.
Más allá del caso vasco, que los lectores conocen de sobra, el de Mónica Oltra ilustra cómo en el Estado español el «lawfare» puede forzar dimisiones incluso sin condenas.
Aunque finalmente ha sido exonerada por la Justicia, su salida como vicepresidenta de la Generalitat Valenciana en 2022 respondió más al ruido mediático que a pruebas sólidas. En Compromís temieron el desgaste electoral ante un relato hostil que se impuso sin apenas contrapeso. Pero, como con Costa, de nada sirvió dimitir.
El suyo fue uno de los casos que muestra que la ofensiva judicial no actúa sola: necesita un ecosistema mediático que amplifique las acusaciones y condicione la percepción pública, y también a la Policía, que cuenta con muchos más recursos para dar verosimilitud a la idea que se quiera trasladar a la opinión pública.
Con el informe de la UCO en manos del Supremo y nuevas diligencias en marcha, el llamado «caso Koldo» sigue ampliando sus ramificaciones. Aunque hay indicios veraces de algunos delitos, también hay una evidente estrategia de desgaste político desde ciertos poderes del Estado contra el Gobierno. En esta delicada línea, las dimisiones precipitadas pueden resultar contraproducentes, como muestra el caso portugués, donde la presión mediática y política tuvo un coste irreversible.
La pasividad tampoco es una opción: si no se enfrenta con firmeza este tipo de mecanismos -tanto la corrupción como la desestabilización desde estamentos estatales-, el desenlace es previsible.
Tarde o temprano, quien los tolera acaba siendo su próxima víctima.

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