Aitxus Iñarra
Profesora de la UPV-EHU
GAURKOA

La belleza descubierta

«La belleza solamente se trasmite cuando uno ha quedado apresado, secuestrado por ella», afirma la autora, que reflexiona sobre el significado y la percepción de lo bello. Cree que para ello se requiere de la apertura al «arte de la observación y la atención», algo que debería estar presente en todos los ámbitos de la vida. Citando textos sagrados hinduistas y autores como Stendhal o A. K. Coomararaswamy, termina reclamando la belleza subyugadora de un saber atento que trasforme la mente y la sensibilidad hacia estadios de conciencia más amplios.

Aitaren omenez

La galerna, la mano de un niño, el bosque invernal, el brillo súbito en los ojos de quien nos reconoce, o la vida bien acabada del padre son otras tantas residencias de la belleza. Residencias que habitamos sin verla, sin convivir, por consiguiente con ella. Pero dónde y cómo la belleza. Podemos comenzar con un fragmento del «Bhagavad-gîtâ»:

«¡Oh hijo de Kunti! Yo soy sabor en las aguas, refulgencia en sol y luna, palabra de Poder en los Vedas, sonido en el éter y virilidad en los hombres. Yo soy pura fragancia en las tierras y fulgor en el fuego. Yo soy vida en todos los seres y austeridad en los ascetas».

La belleza de estas palabras está ahí, mientras se las escucha o se las lee, más allá de la intención de su autor y de su resultado. Ni el orador o el escritor puede conquistar el brillo de la palabra elocuentemente dicha o escrita. Y si bien el significado está en el uso de la palabra, solamente asoma la belleza cuando esta evoca lo inaudible y lo indecible. La belleza es así expresión de la comprensión, del silencio, de lo que es.

L a belleza, entonces, no responde a lo que debe ser, sino a lo que es en sí misma. No se desprende por ello del uso de la técnica, ni del seguimiento de las pautas formales de la cultura. La belleza, aunque proceda de dentro del ser humano, no es el producto de algo personal, ni de la intención, no es una obra de alguien. No es posible ser amo de la belleza, ser su propietario. Incapturable e inmedible, el artista no es el dueño del esplendor de la belleza pintada o esculpida, más bien la belleza le cobija.

La belleza puede llegar a tal punto que trastorne a quien la contempla. Es el caso que describe Stendhal cuando penetra en la santa Croce de Florencia. A este estado de arrebato, se ha llamado «síndrome de Stendhal»: «Todo ello habla intensamente a mi alma... estaba en una especie de éxtasis... absorto en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba... Había llegado a ese punto de emoción en el que convergen las sensaciones celestes dadas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, el corazón me palpitaba con fuerza, la vida se había agotado en mí, caminaba con miedo a derrumbarme».

Desde un contexto cultural, social y ético percibimos los objetos particulares o los eventos calificándolos como bellos o feos dependiendo de la categorización que hacemos de la forma. Así la belleza, una y otra vez, queda oculta debido al rudo adiestramiento al que somos sometidos desde la infancia. Todo este proceso de percepción adquirido da como resultado que la reduzcamos a la condición de objeto. De esta manera, una vez que la categorizamos, se nos muestra en toda una gama que va desde lo deforme, monstruoso y feo hasta lo más hermoso, bello y sublime. Si bien, tal como se comenta en la obra «Wen-tzu» atribuida a Lao-tse, «cuando no existe preferencia o aversión implicadas en el hecho de distinguir la belleza y la fealdad los nombres se indican a sí mismos, las categorías se construyen a sí mismas, los acontecimientos llegan de manera espontánea; nada proviene del ego. Si quieres estrechar esto, ello conlleva apartarse de ello, si quieres embellecerlo, esto significa saquearlo».

Y a desde la filosofía clásica se habla recurrentemente del vínculo íntimo de lo bello con lo bueno y lo verdadero. Y si bien la cualidad y la esencia de lo bello es percibida en el orden y la armonía, es innegable que la belleza se relaciona, además, con la cognición. En este sentido, retomamos de san Buenaventura la metáfora del triple ojo del conocimiento: el ojo de la carne, el de la mente y el de la contemplación. Esta misma gradación es equiparable a la percepción de la belleza en sus diferentes niveles. El ojo de la carne corresponde a la belleza vinculada a los sentidos, es decir, lo que puede ser aprehendido por estos, así se habla de la belleza de la forma, la del placer sensorial. El ojo de la mente se relaciona con el intelecto, de aquí emanan la elegancia y el buen hacer del raciocinio.

Pero ver la belleza más allá de lo formal es entrar en otro tipo de cognición, es abrirse a la experiencia completa, traspasar el ojo de la carne, el de la mente y aposentarse en el conocimiento que observa y se aproxima a la contemplación. Hablamos entonces, de la belleza contemplativa. Podemos decir que se trata más de una belleza que puede ser vivida desde una cognición novedosa, y que se expresa como la belleza de la intuición, de la inspiración y de la abstracción reflexiva. Es la belleza que se contiene a sí misma. Se expresa como belleza descondicionada, inusual, y se halla poco presente en la ajetreada vida que llevamos. Las dos primeras, más limitadas, son susceptibles de convertirse en objetos de opinión. La tercera, se vincula al ojo del que la contempla, es decir, a la percepción que va más allá de los criterios duales de belleza y fealdad.

La belleza solamente se trasmite cuando uno ha quedado apresado, secuestrado por ella. Solo entonces, siendo uno con ella, se es capaz de transmitirla, involuntariamente, en cualquier gesto y movimiento de la vida cotidiana. La belleza así entendida es expresión de unidad, de armonía evocando una condición y una fuerza que va más allá de la razón. Es la belleza del instante, del no-tiempo, aunque expresada en un tiempo-espacio concreto y, al mismo tiempo continuo.

La belleza es una necesidad de la vida humana, la dignifica. Fluye, independientemente del deseo de uno. Por esta razón puede resultar una tarea ardua perseguirla para lograrla. La buscamos con ahínco por la vía del arte, sin embargo, estando omnipresente, se nos muestra escurridiza ya que queda oculta en el fragor de la mente humana. La belleza se expresa en su constante integración. Por desgracia nuestra cultura ha fracturado desde hace tiempo el sentido de unidad entre lo bello y lo útil, y esa antinomia ha prevalecido a lo largo de la historia. En palabras de A. K. Coomararaswamy, en La filosofía del arte: «Si la belleza y la utilidad ya no se ven juntas ahora, hablando generalmente, en los utensilios del hogar y en los trajes de los hombres de negocios, ni generalmente en los objetos hechos en las factorías, esto no es culpa de la maquinaria empleada, sino incidental a nuestra empobrecida concepción de la dignidad humana, y a nuestra consecuente insensibilidad a los valores reales».

Desarrollar y, simplemente, permitirnos la percepción de lo bello requiere de la apertura al arte de la observación y la atención, algo que debería estar presente en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Entre todos ellos debemos destacar el ámbito de la educación. En este campo la fuerza de la belleza radica en la belleza del saber, algo que va más allá de la transmisión de información. Pensemos en la belleza subyugadora de un saber atento, una percepción desnuda, susceptible de transformar la mente y sensibilidad del educando hacia estados de conciencia más amplios.

La belleza es inherente al orden natural, la misma naturaleza despliega momento a momento su propia belleza creadora y transitoria. Es la belleza en el tiempo, como el mar que durante estos días de marzo nos arroba y asombra. Corta el aliento y su inusitada belleza nos enmudece. Una belleza carente de palabra, como el esplendor de la vida expresándose en el ocaso de un padre.