El fenomenólogo Pimenta

Estamos ante un libro que ya desde el título resulta intempestivo, escrito por un autor todoterreno igualmente intempestivo. El que el luso Albert Pimenta (Oporto, 1937) sea un verdadero pasote, no quita ni un ápice a la seriedad desenfadada de su discurso. Muchas veces se acostumbra a señalar que el hijo-de-puta no es más que un modo de hablar, de insultar, o de elogiar a alguien si la expresión va acompañada de un codazo cómplice en la barriga. El estudioso Pimenta propone como los seguidores del padre de la fenomenología Edmund Husserl: «volver a las cosas» y, en este orden de cosas, él vuelve su mirada al hijo de puta, partiendo del hecho de que tal especie existe y, no solo eso, sino que está en todas partes, en el portal, en la escuela, en la oficina, y no seguiré citando lugares en los que uno se topa con tales seres.
El autor se detiene en señalar la dificultad de definir de un modo definitivo a tales seres, ya que los hay de diversos tipos (los grandes y los pequeños; los altos y bajos, los ordinarios y los extraordinarios, sin olvidarse de la neta diferencia entre los hijos de puta que hacen y los que no hacen, ni dejan hacer), amén de que no se detectan a primera vista, ni por su forma de vestir ni por cualquier otro signo externo; si esto que acabo de señalar puede ser considerado -según el ensayista- como el primer rasgo distintivo, el segundo sería que el hijo-de-puta se preocupa por la despreocupación de los otros, cosa que le revienta, ya que él persigue siempre el máximo beneficio, y en consecuencia, la preocupación y el cálculo son las permanentes agujas de su bien imantada brújula; una tercera sería que enseguida se conocen entre ellos, por los puestos que ocupan y por mero olfato; no se debe obviar como otra característica importante los puestos que ocupan, que generalmente están destinados a ellos en exclusiva, ni tampoco las cuestiones relacionadas con la herencia, pues tal condición se hereda las más de las veces, lo que podría llevarnos a afirmar -en paralelo a los galgos- que de raza le viene al hijo-de-puta; siempre tramando estructuraciones -al apoyo encuestas y estudios- para mantener o incrementar una supuesta calidad en los centros de trabajo que dirigen (ministerios, escuelas, fábricas, etc.). Es esta pluralidad de características y variantes la que hace realmente difícil establecer una definición concluyente y universal del tipo estudiado.
Pimenta no hace penetrar en los más nimios detalles que adornan al hijo-de-puta, cuya esencia precisamente reside en ser un hijo-de-puta; nos indica sus gustos, sus modos de comportarse, tanto en el ámbito privado como público, sus fobias y sus filias, que trata de imponer como las mejores del puto mundo.
El libro mantiene un pulcro rigor a la hora de encarar el complejo tema en una combinación entre seriedad y cachondeo, única manera de adentrarse en el laberinto hijoputesco al que estamos arrojados; una duda, no obstante, se asoma al que escribe: del mismo modo que la aceptación de la ignorancia, por Sócrates, resultaba medida de la sabiduría, ¿no sería aplicable, mutatis mutandis, la aceptación de la condición de hijo-de-puta por parte de uno que lo sea -y hasta se ufane de serlo- como signo de lucidez u honradez? Pues tal vez no hay peor hijo-de-puta que el que piensa que no lo es pero se comporta como tal; y ahí estamos en la aporía eterna de qué es peor, un ser dotado de idiocia o uno dotado de maldad. Hay gente que casi se pasa la vida, no sé si incluirme, tratando de dilucidar este callejón sin... pero es que la ampliación de la experiencia hace que la confusión de razones aumente y los casos y casos proliferen haciendo cada vez más compleja e irresoluble la cuestión.
Poniendo un poco de música, no celestial, a la tesis fenomenológica y tipológica de la obra, se podría recurrir a aquella animada canción de Francesc Pi de la Serra que mantenía que si los hijos-de-puta volasen no veríamos nunca el sol (si els fils de puta volassin no veuriem mai el sol).

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