David GOTXIKOA

Nuevos y emocionantes capítulos en el gran libro del jazz

En una jornada inolvidable, el trío del pianista Brad Mehldau agotó las entradas de un Kursaal entregado a su sólida trayectoria, Cécile McLorin Salvant justificó su proyección internacional y el trío formado por Potter, Holland y Hussain impartió una lección de exotismo y maestría.

El trío de Brad Mehldau hace mucho que dejó de ser un hype para trascender hacia algo más importante, consolidándose como un clásico de nuestro tiempo que ha influido en una generación entera de músicos jóvenes. A pesar de ello su fórmula sigue reafirmándose en cada concierto y con cada grabación; ya no se trata tanto de crear algo nuevo, como de simplificar la esencia de su aportación de un modo cada vez más parco y personal. Su reciente disco “Seymour reads the constitution” –del que en Donostia sonaron “Spiral” y el tema que da título al álbum– es un ejemplo excelente.

Basta recordar que en la década de los noventa muchos aficionados se referían a él como “Brahms Mehldau”, ironizando sobre la afectación con que expresaba su faceta más melancólica, para darse cuenta de que hoy queda ya muy poco de aquello. Su sentimentalismo persiste como algo consustancial a su música, pero es cada vez más seco y desnudo, más elemental y verdadero. Solo el modo en que el pianista aún se inclina sobre el teclado con los brazos semi-encogidos resulta poco natural, todo lo demás es sincero y poderoso: el modo en que saborea cada nota de una balada, su gusto por deconstruir melodías de pop-rock –en esta ocasión fueron “And I love her” de los Beatles y el “Hey Joe” que Hendrix se apropió y él hizo suyo en el bis, para delirio de un Kursaal abarrotado– de un modo completamente personal y reconocible, sus fogonazos de swing a la vieja usanza o su debilidad por el contrapunto de Bach. Y, por supuesto, la tupida urdimbre que forma junto a Jeff Ballard (batería) y Larry Grenadier (contrabajo), soberbios e irreemplazables. No hay otro trío de jazz como este en el mundo, quien lo probó lo sabe.

Cuando la música y el azar se cruzan a veces ocurren cosas maravillosas. Esa misma noche pudimos escuchar de nuevo el clásico de Paul McCartney interpretado por Cécile McLorin Salvant. La misma composición, una canción diferente. A Cécile es más fácil experimentarla que describirla, pero debemos esforzarnos en traducir una vez más el gozo de verla madurar en directo. Su voz es espléndida y su deuda hacia referentes reconocidos como Bessie Smith o Sarah Vaughan cada vez menor, pero lo más asombroso es su autoridad para introducirse dentro de la letra de la canción y narrarla como lo haría una actriz. Así de convincente y real.

Sabe perfectamente cómo alterar las connotaciones de una historia con un súbito rapto de mordacidad o laconismo, y no malgasta su jovialidad en vano. Cada canción de su repertorio está ahí con un objetivo y un orden concretos, dando forma a un cuerpo narrativo coherente: desde “Let’s face the music and dance” al folk-blues tradicional “John Henry”, pasando por la favorita del público local “Alfonsina y el mar” o la deliciosa “Fine and Mellow”, que compartió con la veterana Mary Stallings, premio Donostia 2018. Los músicos que acompañan a la vocalista tampoco pasan desapercibidos: en esta gira el pianista Sullivan Fortner reemplaza acertadamente al exquisito Aaron Diehl, disparando frases e ideas llenas de originalidad y asimetría, que inspiran a McLorin a tomar caminos insospechados sobre el colchón de una rítmica estupenda formada Paul Sikivie (contrabajo y dirección musical) y Kyle Poole (batería).

Para ser sorprendido no hay como acudir a un compromiso sin unas expectativas claras y, en la primera mitad de la noche, ya habíamos recibido un regalo inesperado. Zakir Hussain, Chris Potter y Dave Holland son tres músicos de primera, pero pocos teníamos claro qué serían capaces de ofrecer juntos. Para despejar cualquier duda desde el primer tema dejaron claro que no habían venido a telonear a nadie, por mucho que a Cécile McLorin la veneremos propios y extraños. Simplemente dejaron que la música hablara con elocuencia: el tablista de Bombay es mucho más que un virtuoso y, como conductor de la velada, dispuso el tapiz para un almuerzo con marcado sabor indostaní. Como invitados respetuosos con las costumbres de su anfitrión, sus compañeros se sometieron voluntariamente a los rasgos de una música tan sugerente como apta para la exploración.

El más audaz de los exploradores fue Potter, magnífico como siempre. Puede que no sea tan mediático como otros saxofonistas, pero pocos pueden acercarse a su dominio sin efectismos de toda clase de registros y recursos. Está fuera de cualquier estereotipo, y su acercamiento a los modos y escalas orientales –ya fuera con el saxo soprano o el tenor– puso en evidencia que para él cualquier proyecto es una ocasión para crecer y encontrarse a sí mismo como músico. Composiciones como la inicial “Lucky seven” –que grabara en el 2006 con el quinteto de Holland– o “J Bai” (de Zakir Hussain) le desafiaron a remover espacios exóticos que aún no habíamos compartido juntos, mostrándonos nuevos ángulos de su personalidad, sorprendiéndonos con un discurso y unas ideas aparentemente inagotables.

A estas alturas de su carrera, por fortuna Holland ya no es capaz de hacer más que de sí mismo. Da lo mismo que lidere su propio quinteto o acompañe a Pepe Habichuela y Herbie Hancock. Su contrabajo bombea un pulso firme y distintivo como pocos y está sólidamente anclado a lo esencial de cada música. Por su parte, Hussain demostró a los neófitos que es mucho más que un percusionista dotado, y supo imprimir su huella personal a una música donde el todo fue más importante que las partes. Hasta el punto de dejarnos con ganas de repetir.