Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea / Redactor especializado en internacional

El dilema de la Unión Europea

La guerra de Rusia contra Ucrania es europea y Europa es su víctima colateral. Rusia se aleja y la UE afronta un dilema. O se pliega totalmente a EEUU o articula un eje geopolítico, propio, con todas las consecuencias.

El presidente estadounidense, Joe Biden, y el del Consejo Europeo, Charles Michel, el pasado 24 de marzo en Bruselas.
El presidente estadounidense, Joe Biden, y el del Consejo Europeo, Charles Michel, el pasado 24 de marzo en Bruselas. (Brendan SMIALOWSKI | AFP)

¿Qué es Europa? Arrancar un análisis con esta pregunta retórica con la que está cayendo en Ucrania suena a frivolidad. Y la pregunta puede parecer un pleonasmo, sobre todo cuando la vinculamos con la Unión Europea. Pero no lo es.

Europa es mucho más que la UE. Y no vamos a ampliar el foco para recordar que, si convenimos en que el Viejo Continente es heredero de la síntesis de las civilizaciones griega y romana y de las religiones del Libro (el judeo-cristianismo, e incluso el islam), Turquía, y hasta Oriente Medio, son más Europa que un buen puñado de países que se reclaman poco menos que los guardianes de las esencias cristianas del continente cuando no son más que descendientes de hordas que llegaron de las estepas asiáticas. Y no voy a citarlos.

La pregunta es pertinente para entender lo que está pasando y para articular respuestas de cara al complejo porvenir. Porque la guerra que sacude al mundo no es europea solo porque tenga lugar en Ucrania sino porque el ahora agresor, Rusia, es Europa, por lo menos hasta los Urales.

Y el hecho de que lo sea implica que, siquiera por delegación, la guerra entre Rusia y Ucrania es también una pugna entre la UE y otra parte de Europa.

Tampoco conviene caer en la ingenuidad de pensar que, como habitantes de un mismo continente –quizás sería mejor definir a Europa como una península de Asia–, rusos y comunitarios deberían llevarse bien por principio.

Si fuera por proximidad, el presidente ruso, Vladimir Putin, no habría decidido atacar a un pueblo al que considera hermano –eso sí, hermano menor– y algunos sectores cercanos al poder en Ucrania no se habrían dedicado a alimentar la rusofobia, históricamente tan justificada como la denuncia soviética de la connivencia con la invasión nazi en 1941 de no pocos ucranianos, predecesores de esos mismos sectores antirrusos.

Por lo demás, conflictos entre las potencias europeas occidentales y Rusia los ha habido siempre, alternados con períodos de paz y de buenas relaciones, e incluso alianzas cruzadas. Tan cierto es que las potencias coloniales nunca ocultaron su rivalidad (el Gran Juego entre el Imperio británico y el Zarismo) y su apetito (Napoleón, Hitler) por la inmensa Rusia como que, en el devenir de ese gigantesco país, ya desde tiempos de Iván El Terrible, se ha dado una pulsión entre su atracción–apetencia imperial por Occidente y su extensión hacia las vastas estepas de Eurasia.

La guerra en Ucrania y el consiguiente seísmo en el orden mundial, cuyas fallas tectónicas ya venían chocando desde hace años, tendrá dos grandes repercusiones en Europa.

De un lado, consolida el giro hacia Asia, iniciado por el inquilino del Kremlin en clave ideológica y de alianza con China desde su segundo mandato, a mediados de 2000. Giro cuyas oportunidades y riesgos ya hemos apuntado en anteriores análisis, tanto desde los intereses de Pekín como desde los de Moscú.

El espejo de una inestabilidad sin precedentes

La segunda consecuencia se puede resumir en que la Unión Europea se queda continentalmente sola, mirándose en el espejo de una inestabilidad sin precedentes en los últimos ochenta años, y forzada a afrontar todo un dilema. Y es que, toda vez que ha decidido desasirse, siquiera a medio plazo, de la dependencia energética respecto a Rusia y renunciar a cualquier entente con Moscú –a no ser que, improbable, Putin sea expulsado del Kremlin y, en ese caso, lo que sería prácticamente imposible, sea sustituido por un clon del nefasto Yeltsin–, no hay vuelta atrás. Ni para Rusia ni para la UE.

Aplicando sanciones y aislando a Rusia, lo que logra la UE es consolidar su giro hacia Asia

Puede parecer una paradoja, pero al aplicarle sanciones y aislar a Rusia con el objetivo de que «vuelva al redil», lo que logra la UE, y Occidente en general, es consolidar su giro hacia Asia y dar impulso a la dilución, lenta pero palpable, de la ya tocada arquitectura de los mercados y las finanzas mundiales.

Occidente puede alegar que, al no poder entrar directamente en guerra – por razones obvias y nucleares–, no le queda otra opción que las sanciones pero lo cierto es que, con esa decisión, los hasta ahora beneficiarios principales de la globalización están fomentando un proceso de desglobalización (desdolarización) o, cuando menos, facilitando la emergencia de globalizaciones, económicas y políticas, alternativas –ojo, no se entienda el término alternativo en su habitual acepción de automáticamente mejor–.

En la misma línea, y después de quemadas tantas naves, la reivindicación por parte de Rusia de un nuevo acuerdo en torno a la arquitectura de seguridad europea, más allá de su legitimidad o justificación, parece ya superada por los acontecimientos, sea cual sea el desenlace de la guerra en curso.

Una respuesta común y, probablemente, inesperada para Moscú

Mucho se ha destacado la respuesta prácticamente común, tanto en término de sanciones como de suministro de armamento a Ucrania, de la UE. Sobre todo porque contrasta con a la tradicional historia de divisiones internas en una «Unión» condicionada por los Estados, sus intereses y rivalidades.

Lo cierto es que, con excepciones, como la Hungría de Viktor Orban, que acaba de reforzarse con un nuevo triunfo electoral, la UE ha hecho piña, como ocurrió en cierta manera tras el Brexit y más claramente con la pandemia tras la mutualización de la deuda comunitaria, hasta entonces un tabú. Parece que el mal llamado proceso de integración «europea» avanza solo, y a trompicones, espoleado por escenarios de graves crisis.

Es probable que semejante sintonía no entrara en los cálculos del Kremlin y que, junto con la resistencia del Ejército ucraniano, le haya complicado el escenario a Moscú.

Pero, ojo, Rusia espera que el efecto boomerang de las sanciones termine de soliviantar a una clase media europea ya depauperada tras la crisis global de  2008 y los efectos de la pandemia. El momento elegido por Moscú para invadir Ucrania, justo cuando Occidente atisbaba el final del túnel del covid-19, no ha hecho sino disparar un proceso inflacionario que venía de antes, generado por la crisis provocada por la descompensación entre el bloqueo mundial de suministros y la incipiente recuperación económica.

La espiral de precios de la energía por el anunciado e iniciado desacople occidental del gas y el petróleo rusos, y el malestar social consiguiente pueden provocar una crisis económica y política de grandes dimensiones en la UE –¡atención a los resultados de las presidenciales francesas, con Marine Le Pen pisando los talones a Macron!–.

Es lo que espera Putin, quien, consciente ya de que ha perdido el crédito que tenía en sectores de la extrema derecha, de la derecha e incluso en parte de la izquierda europea, ha pronosticado –¿cabría decir deseado?– una crisis alimentaria mundial que provocará una nueva oleada migratoria, «principalmente hacia los países europeos», que se sumaría a los 4 millones largos de refugiados que han salido de Ucrania, la mayoría hacia la UE.

Guerra de tiempos y de nervios

De momento, la UE parece haber decidido mantener el pulso en esta guerra de tiempos... y de nervios. Los responsables comuntarios hablan de momento histórico y de que la crisis bélica les ha obligado a cruzar un Rubicón. El giro de Alemania, que ha enterrado la Ostpolitik con Rusia y ha terminado con su «anemia» militar, herencia de su derrotado pasado nazi, puede catalogarse como tal.

El catalán y español –o viceversa– Josep Borrell ha llegado a evocar en sus encendidos discursos el nacimiento de la «Europa Geopolítica».

Podría serlo si no fuera porque ese supuesto parto llega condicionado por una dependencia aún mayor, y en términos de patriarcado, de EEUU.

Las continuas advertencias por parte de los servicios de inteligencia estadounidenses sobre un ataque inminente, desoídas por una UE que se negaba a creer que Rusia lanzaría tal órdago, reforzó esa subordinación al imperio del otro lado del Atlántico y su «Ya os lo dije…».

La agresión rusa, además, ha apuntalado la (sin)razón de una OTAN que surgió tras la II Guerra Mundial en plena dinámica de bloques frente a la URSS y se había convertido en poco más que una fuerza gendarme de las intervenciones e invasiones estadounidenses. Al punto de que la neutral Finlandia y, en menor medida Suecia, calibran integrarse en esta alianza militar.

EEUU presiona además a la UE para que renuncie cuanto antes a la energía rusa y le ofrece, no gratis precisamente, su gas natural licuado y su petróleo, además de sus cereales (maíz, trigo) transgénicos y con estándares medioambientales mucho menos rigurosos para paliar la falta de importaciones de los graneros ucraniano y ruso.

Paralelamente, la industria militar estadounidense se frota las manos por el compromiso de los países aliados de la UE de alcanzar el 2% de sus PIB en gasto militar. Alemania ya ha apalabrado la compra de una remesa de cazas made in USA.

Sustituir la dependencia energética de Rusia por la dependencia energética de EEUU no parece buen negocio. Como no lo es, en clave geoestratégica, apuntalar la sumisión a Washington. Y menos cuando, como apuntan todos los analistas, estamos en los albores de un nuevo orden mundial del que, aunque todavía no se atisban bien sus contornos y plazos, EEUU ya no será el único eje.

Hay quien augura un orden multipolar pero no pocas señales apuntan a un orden bilopar

Hay quien augura un orden multipolar pero no pocas señales apuntan a un orden bipolar, con EEUU de un lado y China, ante la que ya se habría postrado Rusia, de otro. Es posible, pero todo apunta a que coexistirán no pocos actores que defenderán, si no un no alineamiento, al menos autonomía.

Y, por egoísmo, quizás convendría que la UE tenga la suficiente memoria para recordar que varios de sus gobiernos fueron arrastrados por EEUU al desastre de la invasión de Irak, que acabó enfangada y saliendo por patas de la ocupación de Afganistán, y que la deriva política interna en EEUU no le blinda ante el posible regreso al poder en 2024 de Trump o de alguno de sus clones de la alt-right, tan “pro-europeos” ellos.

El dilema de la UE es situarse en el mundo como el eterno subalterno de EEUU o articularse como un eje geopolítico más acorde con su potencial económico y con lo mejor de la herencia europea, liberal en lo político y ético, y social en lo socioeconómico. Herencia contradictoria, sí, pero evidente si la contraponemos a la Rusia de Putin, la China de Xi, e incluso a la India del panhindú Modi.

Autonomía en el ámbito de la seguridad

La cuestión es que, hasta ahora, había dejado su autonomía energética en manos de Rusia y delegado su autonomía geoestratégica, y militar, en manos de EEUU. Al punto de que  ningún país de la UE, ni tampoco Gran Bretaña, tiene un ejército capaz de participar en una guerra convencional como la que se perpetra en Ucrania.

Este, el de la autonomía de la UE también en el ámbito de la seguridad, es un debate que la izquierda debe abordar. Lo decía en estas páginas el pasado 28 de marzo el eurodiputado de EH Bildu Pernando Barrena.

Porque «puede ser que no te interese la guerra, pero la guerra está interesada en ti». La frase se atribuye a Trotski y resume el dilema de la UE.