D.L.

El dinosaurio centrista que se resiste a desaparecer del escenario político

(Bertrand GUAY | AFP)

Alcalde de Pau desde 1982, François Bayrou (74 años) es un incombustible en el último medio siglo de política francesa, en la que lo ha sido todo menos presidente. Y no porque este jerarca local, que siempre que puede regresa a su «terruño» de la pequeña ciudad situada a solo 100 kilómetros de Baiona, no lo haya intentado.

Hasta tres veces aspiró sin éxito al Palacio de El Elíseo (2002, 2007 y 2017) y a la cuarta, en 2017, renunció, ofreciendo a un joven Emmanuel Macron, un liberal surgido del PS, no solo los votos de la formación centrista (Modem) que Bayrou lidera, sino su peso e influencia políticos en el sudoeste del Estado francés.

El «centrista blando» se cobró su deuda años después y forzó a Macron, «centrista duro», a que le abriera las puertas del Palacio de Matignon en diciembre de 2024 con la amenaza de que, de no hacerlo, le retiraría su apoyo.

El inquilino de El Elíseo, hoy un «pato» no ya «cojo», sino «sin patas», había quedado muy debilitado tras sus sucesivos errores: tras perder la mayoría presidencial en el Parlamento en las legislativas de 2022, decidió, contra todos sus asesores, convocar elecciones anticipadas en las que la ultraderecha del RN arrasó en votos en las dos vueltas y en las que solo el impulso de un bloque republicano para cerrar el paso a Le Pen impulsado por la coalición de izquierdas (Frente Popular) impidió la hecatombe al convertirse esta en primera fuerza parlamentaria.

Salvado por los pelos, Macron se lo «agradeció» a la izquierda encargando el Gobierno al derechista Michel Barnier, «el Breve», que duró tres meses en el cargo.

Su sucesor, Bayrou, lograba uno de sus sueños, el de convertirse en primer ministro.

Un reto del que hace tiempo se creía acreedor, en clave además salvífica. Dos años antes, en 2022, auguraba: «Siempre he pensado que si algún día me tocara asumir esa responsabilidad, sería porque la situación es muy mala. Esas son más o menos las palabras de Clemenceau. Cuando lo fueron a buscar (en noviembre de 1917), tenía 76 años y salvó al país», se comparó con quien fuera jefe de Gobierno en los estertores de la Primera Guerra Mundial y en la posguerra.

Un simple análisis de la biografía política de Georges Clemenceau nos da una idea de lo que Bayrou entiende por «salvar el país».

Pero está claro que él no lo ha conseguido. Deja el cargo nueve meses después sin haber logrado su proyecto-faro en los últimos 30 años: forzar un compromiso sobre la creciente deuda pública francesa.

En julio presentó, en este sentido, un plan draconiano de recortes presupuestarios de 44.000 millones de euros, que incluiría la congelación de pensiones, el recorte del gasto sanitario, reducción del empleo público e incluso la supresión de dos días festivos.

Ningún partido de la oposición le ha comprado, a estas alturas, la idea.

«HARAKIRI» MEDITADO

Pero las malas lenguas y la lógica apuntan a que se trata de un movimiento del propio Bayrou para forzar su dimisión.

Y es que su corto mandato ha estado jalonado de errores de bulto, tanto protocolarios como de principios, incluyendo el coqueteo con el odio a los inmigrantes. El estallido del escándalo en torno a los malos tratos físicos y sexuales en el liceo de Bétharram, donde escolarizó a sus seis retoños, y su silencio, denunciado públicamente por su hija, ha laminado su popularidad.

Su decisión, que hizo pública hace dos semanas, de someterse a una moción de confianza sabiendo que la perde- ría abona esa hipótesis del «suicidio político».

Ha elegido cómo y cuándo irse antes de que lo echen como a Barnier. Es como si hiciera honor al título de su biografía sobre Enrique IV, quien fuera rey de Nafarroa como Enrique III: “El rey libre”.

Muy criticado entre sus muchos detractores, tanto estos como sus valedores coinciden en que estamos ante un político orgulloso y que no contempla abandonar la escena. Al contrario, su harakiri podría ser una última jugada, arriesgada pero consciente, para presentarse a las presidenciales de 2027 -cuya campaña arrancó realmente ayer-.

Lo haría presentándose como el incombustible político que decidió irse por el cortoplacismo de una clase política que se niega a asumir la realidad -real, más allá de escenificaciones exageradas- de una Francia económicamente (y existencialmente) exhausta.

Un dinosaurio que se resiste a asumir que su era, la del centrismo, se extingue.