Dabid Lazkanoiturburu
Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea

Blanco y en botella... ruso blanco

El envenenamiento el pasado 4 de marzo en Inglaterra del agente doble ruso Serguei Skripal y de su hija con el gas nervioso de fabricación soviética Novitchok ha desatado una guerra diplomática sin precedentes entre Gran Bretaña y Rusia. Y, como en toda guerra, los posicionamientos previos, los exabruptos y la utilización política de la crisis en beneficio propio, por parte de unos y otros, ha generado un clima enrarecido en el que opinar, y hastaconstatar lo obvio, puede ser un ejercicio de alto riesgo intelectual.

Más allá de la gestión histérica e interesada que han hecho de la crisis algunos sectores del Ejecutivo británico – el exalcalde de Londres y ministro de Exteriores, Boris Johnson, comparaba el viernes el caso con la implicación rusa en Siria– y, en general, la intelectualidad occidental que mezcla la legítima crítica al sistema de poder de Putin con una indisimulada rusofobia,  hay que coincidir con la premier Theresa May en que en estos momentos –y a estas alturas– existen pocas dudas sobre la implicación rusa –e insisto, rusa– en el affaire.

Un somero análisis de la reacción inicial que el caso suscitó en Rusia y lo endeble de los argumentos del Kremlin para negar cualquier implicación no refuerza, precisamente, la posición de los que, amparados a su vez en una rusofilia no menos acrítica que responde en muchos casos a nostalgias mal digeridas, son capaces de desafiar al simple sentido común abonándose a las más disparatadas teorías conspiratorias.

Hay precedentes. Ocurrió con motivo del derribo de un avión con casi 300 pasajeros del vuelo de Malaysia Airlines en julio de 2014l en la zona rebelde de Donbass, este de Ucrania. Y tras la muerte en atentado a menos de media versta del Kremlin del líder opositor liberal Boris Nemtsov en febrero de 2015. En el primer caso se llegó a asegurar que el avión habría sido atacado por un caza ucraniano para responsabilizar a los rebeldes. En cuanto al tiroteo que mató en el puente sobre el río Moscova al que fue viceprimerministro en la era Yeltsin, poco tiempo hizo falta para que se desplegara una teoría que apuntaba a que esa muerte era lo último que convenía entonces a Putin.

Todo ello sin olvidar el caso Litvinenko –aquel si fue un precedente, por el modus operandi y el objetivo–, en el que tras negar implicación alguna, el Kremlin no tuvo empacho alguno en blindar, hasta con un jugoso escaño en la Duma, a los dos espías del FSB que se entrevistaron poco antes del envenenamiento mortal con su excamarada, refugiado en Londres tras acusar a Moscú de la muerte del magnate Boris Berezovski.

La historia se repite. Tras un primer momento en la que políticos y opinión publicada en Rusia coincidieron en saludar el envenenamiento del «traidor» Skripal, agente de la inteligencia militar rusa que se pasó  al M16 británico, el Kremlin  no tardó en airear la teoría conspirativa. El ataque químico sería una provocación para debilitar la candidatura de Putin ante las presidenciales del domingo, para dinamitar el mundial de fútbol el próximo verano en Rusia, o para «desviar la atención en un momento en el que se encuentra en una situación límite en las negociaciones con la UE sobre el Brexit».

Si hay algo realmente sostenible en este mundo de la postverdad, ese algo es la conspirativa. Es evidente que el affaire Skripal ha entrado en el rifirrafe político británico y que ha alineado a los pesos pesados de la UE –y a Trump– con el Ejecutivo de Theresa May, pero de ahí a avistar semejante «mano negra» desde el número 10 de Downing Street va un abismo que ni el mejor y más conspicuo relato conspiranoico puede rellenar. Otro tanto ocurre con el argumento futbolístico. ¿Londres ha montado todo esto para que su selección inglesa se evite hacer el enésimo ridículo en este tipo de citas internacionales? Lo de debilitar a Putin en campaña suena, así de primeras, no menos estrambótico. El «nuevo zar» no pierde los comicios del domingo ni aunque caiga un rayo en la Plaza Roja. Al contrario, el caso Skripal podría convertir su apabullante victoria en un resultado «a la búlgara».

Otra cosa es, y ahí sí que convendría rescatar de la memoria el caso Nemtsov, la posibilidad de que el brazo ejecutor del envenenamiento no recibiera directamente órdenes del Kremlin sino que forme parte de ese magma opaco de agentes e intereses que actúa bajo los parámetros del poder ruso pero que a la vez maneja su propia longitud de onda.  Convendría, en ese sentido, recordar que el único condenado por el atentado contra el político liberal  fue un matón checheno al que se vincula con las milicias del hombre fuerte de Grozni, Ramzan Kadirov, quien se ha convertido en una suerte de justiciero del Kremlin en todos los escenarios de conflicto de Rusia, desde Ucrania hasta Siria, sin olvidar a la propia Rusia.

May ofreció a Putin un camino de salida al apuntar, mientras le daba un a todas luces injustificable e inasumible ultimátum de 48 horas, la posibilidad de asumir que el Gobierno ruso hubiera «perdido el control» del agente nervioso, que habría ido a parar a «manos terceras». Similar argumento al que ha utilizado el laborista Jeremy Corbyn, objeto de una nueva campaña de los tabloides británicos, que le acusan de ser «una marioneta de Putin», y que no excluye la implicación de «grupos mafiosos rusos a los que hemos dejado instalarse en Gran Bretaña»
En cualquier caso, Putin no ha cogido el guante, quizás porque no puede –o no quiere, o las dos cosas– reconocer en ningún caso que no controlaría totalmente esa suerte de poder dual, interconectado pero autónomo, al que aludiría esa «tercera parte».

Lo que parece claro es que el caso Skripal remonta a Rusia. Utilizando una figura con motivo de los 20 años de la película «El gran Lebowski», el cocktail que bebía a tragos el inolvidable «El Nota» tenía, si o sí, vodka. Y lo que envenenó al agente doble y a su hija también. Parafraseando el famoso dicho, «blanco y en botella…ruso blanco. En vaso de whisky inglés.

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