
Si bien el programa prometía una fusión del hip hop y otras danzas urbanas con la música barroca, se queda muy corto para lo que se vivió el pasado domingo en el Auditorio Kursaal. La compañía francesa de danza Käfig, afincada en Lyon y dirigida y coreografiada por Mourad Merzouki, trajo un espectáculo multidisciplinar titulado ‘Folia’ que atrapó al público desde el primer instante con sencillez, frescura, originalidad y un excelente trabajo técnico.
Con pocos elementos escénicos y una cuidada iluminación de Yoann Tivoli, los doce bailarines crearon todo un relato visual a través de la danza, que, lejos de quedarse en el anunciado hip hop, partió de una labor coreográfica de danza contemporánea aderezada con multitud de pasos y movimientos de funk, dancehall, hip hop o breakdance, pero también con otros del ballet más clásico y escolástico. La combinación, equilibrada y armónica, huyó sin embargo de las simetrías, buscando otro tipo de dinámicas estéticas más relacionadas con las artes plásticas, creando estampas en movimiento de tipo pictórico llenas de energía contenida y vitalidad.
Aunque este estilo de coreografías y técnicas expresivas no guardan la estricta limpieza en la estética de las figuras que tiene la danza clásica, el resultado fue pulcro y estructurado, fluido y perfectamente encadenado, con un movimiento incesante pero bien definido y dirigido, moldeando espacios y atención con sencillez y eficacia.
Sobre bases rítmicas electrónicas, Franck-Emmanuel Comte y otros cinco instrumentistas de Le Concert de l’Hostel Dieu desgranaron setenta minutos de música ininterrumpida, que, con ‘La Folía: Yo soy la locura’ de Henri du Bailly como declaración inicial, revisitaron tarantelas napolitanas, música de Vivaldi e incluso piezas barrocas del Nuevo Mundo de los siglos XVII y XVIII con rigor y expresividad, aunque los timbres de los instrumentos de época sonó algo endurecido por la sonorización necesaria.
En cualquier caso, el grupo instrumental sonó empastado, bien equilibrado, con cuidada articulación y técnica irreprochable, que se vio, sin embargo, eclipsado por la hermosísima voz de la soprano Heather Newhouse, que encandiló al público con su timbre claro, de nítida dicción, exquisita musicalidad y perfecto estilo, y que sirvió de puente entre bailarines y músicos en una electrizante fusión; aunque, como bien decía el programa de mano, la imagen que quedará es la de un hipnótico derviche girando bajo la nieve.
El espectáculo, que evoca la locura de un mundo enfermo, triste y gris que maltrata el planeta y que, a través de la danza y la música, recupera la alegría y el color, sin duda devolvió la alegría también al público que, puesto en pie, ovacionó a los intérpretes larga y calurosamente y abandonó el Kursaal vibrante, feliz y emocionado.

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