«El humor que hacemos los vascos tiende a huir de lo obvio»
Nacido en Irun en 1978, ahora mismo es el nombre de moda en el audiovisual estatal. Aún fresco el éxito de sus dos últimas series («Celeste» y «Su Majestad») se encuentra ultimando el montaje final de «Yakarta», el proyecto que volverá a unirle con Javier Cámara tras las exitosas «Vota Juan», «Vamos Juan» y «¡Venga Juan!».

Diego San José se reconoce un producto de Miramon. Sin nostalgia pero con romanticismo, recuerda aquellos tiempos en los que su rutina diaria consistía en coger el autobús en su Irun natal, bajarse en el Boulevard de Donostia y cambiar de vehículo rumbo a los estudios de EiTB en Gipuzkoa para escribir los sketches de las primeras temporadas de “¡Vaya semanita!”. Aquel programa le cambió la vida, le permitió trabajar con Borja Cobeaga y, de su mano, dar el salto al cine. A la buena aceptación de “Pagafantas”, le siguió el fracaso de “No controles” y luego el multitudinario éxito de “Ocho apellidos vascos”, uno de sus trabajos, según nos dice, en los que menos se reconoce, pero gracias al cual ha podido desarrollar una carrera posterior plagada de proyectos muy personales, siempre en el ámbito de la comedia, siempre con ese humor de honda raíz melancólica como seña de identidad.
Aunque actualmente le hayan elevado a la categoría de showrunner (ese anglicismo que tiende a definir a los creadores de las series, a sus ideólogos, por así decirlo), Diego San José se sigue considerando un guionista, un guionista con dos décadas de trayectoria a sus espaldas que analizamos con él en una sala de MediaPro Studios, en cuyas dependencias ultima el montaje de su próxima ficción televisiva.
En unos pocos meses ha estrenado «Celeste», luego «Su Majestad», ahora está terminando el montaje de una nueva seria titulada «Yakarta». No para Bueno, todo esto viene un poco determinado por el deseo de currar con los mejores actores y, cuando aspiras a trabajar con gente tan buena y tan solicitada como Carmen Machi, Anna Castillo o Javier Cámara, al final estás un poco a expensas de sus agendas. Es por eso por lo que he terminado encadenando estos tres proyectos. Tú, como guionista, puedes elegir si quieres escribir en función de ti mismo o de tener al mejor cabeza de cartel. Luego también es verdad que tú cuando comienzas a escribir una serie tampoco sabes cuándo se va a rodar. “Yakarta”, por ejemplo, la empecé a escribir antes que “Celeste”, pero esta se rodó antes porque Carmen Machi tenía ahí unas fechas. Entonces igual, desde fuera, la sensación es que no paro, pero yo como guionista tengo la percepción de que han sido procesos creativos que he abordado desde el sosiego.
De todas formas, son unos ritmos de producción con los que usted está familiarizado, habida cuenta de que sus inicios fueron justamente en televisión, en un programa mítico como «¡Vaya semanita!». “¡Vaya semanita!” fue una escuela de aprendizaje brutal en lo que se refiere a escribir guiones rápido y bajo presión, aunque fue una etapa que disfruté mucho. Pero, efectivamente, me vino bien que aquel fuera mi primer curro de cara a asumir unos ritmos de trabajo que luego también pude desarrollar en un programa diario como “El intermedio”. Son ritmos que resultan mucho más vertiginosos que los que impone el hecho de escribir una ficción. Con una serie tienes un año para pensarla y escribirla. En todo caso, “¡Vaya semanita!” fue el curro más complicado que yo he tenido. Y creo que estuvo bien empezar con algo tan exigente y con tanta repercusión social, porque desde entonces todo me ha parecido más sencillo.
«¡Vaya semanita!» también definió, en cierto modo, el modelo de comedia en el que ha venido trabajando después. ¿Piensa que el humor ha evolucionado en todo este tiempo? ¿Cree que seguimos riéndonos de lo mismo? No lo tengo claro, pero lo que sí es cierto es que otras de las ventajas de haber empezado trabajando en un programa como “¡Vaya semanita!” es el haber podido confrontarnos desde la comedia con un drama social y una situación política como no hemos vuelto a tener en Euskadi. Eso ha provocado que todos esos debates que se han venido dando en los últimos años, sobre dónde están los límites del humor, me resulten algo ajenos. Después de aquella experiencia donde, en 2003, todos los jueves, en la televisión pública vasca, hablábamos de una realidad muy concreta utilizando toda clase de sustantivos, los planteamientos que leo sobre los límites del humor me parecen, en algunos casos, hasta infantiles.
¿Qué peso tiene la identidad nacional en la conformación del sentido del humor de los pueblos? Por ejemplo, ¿los vascos nos reímos de lo mismo que la gente de otras latitudes? Hay una cosa muy interesante del humor que se hace en Euskadi y creo que tiene que ver con las influencias que hemos recibido viendo EiTB, porque no es lo mismo crecer viendo Euskal Telebista que hacerlo viendo Canal Sur o TV3. El humor que hacemos los vascos creo que tiende a huir de lo obvio. Por ejemplo, en la época en la que estuve trabajando en “¡Vaya semanita!”, me acuerdo que huíamos de las imitaciones. Podíamos hablar en clave de humor sobre el Plan Ibarretxe, pero lo hacíamos ironizando sobre su impacto en la familia de Antxon y de Maite cuando se reúne para cenar. No teníamos necesidad de sacar a un actor caracterizado como Ibarretxe con unas orejas de Mr. Spock. En este sentido, nuestro humor tiene un alcance más social, por así decirlo. Es un humor que no se parece en nada a lo que pueden hacer los de “Polonia” en la televisión catalana o Los Morancos en Canal Sur. Y esa manera de hacer un humor, llamémosle colateral, es decir, de servirte de gente anónima para hacer comedia sobre los grandes temas que ocupan los titulares de la prensa, es algo que yo después he seguido cultivando. Por ejemplo, cuando hice “Vota Juan” rehusé parodiar un perfil de político concreto porque “¡Vaya semanita!” me enseñó que es mucho más interesante huir de lo directo y de lo concreto, dejando que sea el espectador el que haga ese ejercicio de identificación con la realidad.

De aquellos primeros trabajos surge su colaboración con Borja Cobeaga, de cuya mano acabó por aterrizar en el cine. ¿Cómo recuerda aquel paso que se dio con «Pagafantas»? Tengo un recuerdo muy romántico de aquello, hasta el punto de echar de menos aquella versión de mí mismo (risas). En lo profesional, pasar de escribir sketches en un programa semanal de entretenimiento, que es el formato televisivo que menos prestigio atesora, a escribir un guion de noventa páginas supuso todo un reto. Hubo algún momento en que pensé incluso que era algo que nos quedaba demasiado grande. Fue una sensación que se acentuó porque aquello implicó también un cambio de rutina. De la noche a la mañana, pasé de coger el 28 para ir de Miramon al Boulevard y de ahí a Irun, a marchar a Madrid para escribir una película. Lo bueno de aquella experiencia, al menos en mi caso, es que yo nunca había pensado en hacer una película y eso creo que fue una ventaja para encarar todo aquel proceso. Ahora es al revés: mucha gente hace televisión pensando en foguearse para dirigir cine, sin darse cuenta de que hacer una película es casi un milagro. Cuando ocurre, hay que celebrarlo, pero no te puedes abonar a un milagro porque eso equivale a abonarse a la frustración. En todo caso, “Pagafantas” fue casi un paso natural, en el sentido de que quisimos mantenernos fieles al humor de “¡Vaya semanita!”. No nos planteamos dar el salto al cine dejando atrás cualquier referencia a nuestro trabajo en EiTB.
Cobeaga siempre ha incidido en que sus películas son comedias, pero de un humor tristón. Ahí tiene mucho que ver también usted como guionista. ¿Cómo justifica esa veta melancólica tan presente en sus historias? Sin ponerme excesivamente filosófico, creo que todas esas situaciones tristes pero divertidas o esas otras que, siendo divertidas, denotan un cierto grado de patetismo, son las que mejor reflejan lo que es la vida. Entonces, a mí me parece muy interesante que, cuando el espectador se enfrenta a una película o a una serie, en un determinado momento, se sienta interpelado hasta el punto de olvidar que lo que está viendo es una ficción. Es decir, me gusta que el mundo real pueda filtrarse en mis guiones. Por otra parte, los cineastas que más me han influido como espectador son gente como Berlanga o como Summers que, a pesar de ser calificados como directores de comedia, nunca hacían una película que fuera solo divertida, sino que sus films hablaban sobre gente que pasaba hambre, que vivía en la posguerra, que se confrontaba con la pena de muerte… Siempre me ha parecido muy interesante esa comedia que no ha tenido miedo a hablar de realidades dolorosas, que no solo busca legitimarse a través de la carcajada. Eso no significa que desprecie la comedia de carcajadas, entre otras cosas porque también me ha tocado escribir alguna y sé que es extremadamente difícil.
Entonces, ¿cree que la comedia puede ser una herramienta para la reflexión? Sí, claro. Ahí está el ejemplo, nuevamente, de “¡Vaya semanita!”. Creo que la comedia es un vehículo perfecto para confrontarse con realidades políticas o sociales que no tienen ninguna gracia. No estoy nada de acuerdo con esos que dicen que asomarse a estas realidades desde el humor equivale a frivolizarlas. Curiosamente, muchos de los que dicen eso luego se declaran fans de “El gran dictador”. Lo que ocurre es que el paso del tiempo o el hecho de que exista una distancia física o emocional respecto de la realidad retratada, ayudan mucho a aceptar que se haga comedia sobre esa realidad. En todo caso, se trata de un género que tiene el mismo calado intelectual que cualquier drama o más incluso, dado que necesita del espectador un ejercicio de reflexión que no requiere el drama. De hecho, pienso que a través de la comedia se puede llegar a conclusiones morales tan importantes como aquellas que se infieren de la lectura de una columna de opinión en un periódico. Lo que pasa es que en una comedia tienes que descifrarlas, no te puedes quedar solo en el chiste, sino que tienes que saber leer lo que hay detrás de ese chiste.
De hecho, casi todos los guiones que ha escrito están protagonizados por seres de apariencia insignificante que han de enfrentarse a un hecho que pone su vida patas arriba, desde el Txema de «Pagafantas» a la inspectora de hacienda a la que da vida Carmen Machi en «Celeste», pasando por el protagonista de «Negociador». ¿Por qué le inspiran tanto estos perfiles? Todos los seres humanos tenemos un perdedor dentro; todos estamos alerta ante el hecho de equivocarnos o de liarla en cualquier momento. Sin embargo, no todos tenemos un ganador. Lo que nos iguala es la derrota. El éxito es una cosa reservada a personas con un nivel de autoestima elevado, pero incluso esas personas creo que, en el fondo, viven asustadas. Además, es muy fácil empatizar con un perdedor, no se le puede odiar mientras que a un triunfador sí, se le puede llegar a odiar, entre otras cosas porque a ellos les da igual nuestro odio. Cuando yo escribo una serie o una película, al final estoy todo un año compartiendo mi vida con un personaje y nunca me ha apetecido pasar todo ese tiempo en compañía de un ganador. En cambio, me siento muy cómodo cuando el personaje es un perdedor, tiene toda mi simpatía, todo mi cariño e incluso me dan ganas de abrazarle. Y como guionista prefiero hacer ese viaje en compañía de gente a la que quiero.
Dicho así parece incluso una idea transgresora, más en estos tiempos donde tendemos a mitificar a los triunfadores, ¿no? Sí, bueno, se trata un poco por dignificar la derrota, porque eso de alcanzar la excelencia y tal es algo que puede llegar a funcionar como motor en el ámbito empresarial, pero en la vida real las cosas no son así. Uno no es feliz cuando gana, sino cuando aprende a aceptar sus limitaciones, y creo que esa es una idea que está presente en todos mis guiones.
¿Hasta qué punto explotar esos perfiles da para la incorrección política? Porque usted en sus guiones ha explorado territorios que antes parecían vedados para el humor como la lucha armada, la corrupción política, la monarquía… Bueno, hay sobre todo una voluntad clara de transgresión. Si tú te fijas, por ejemplo, en “Vota Juan” no es solo que el personaje sea corrupto, es que además es machista, racista, mezquino, cobarde… Yo como guionista siempre intento ponérmelo lo más difícil posible y por eso, de entrada, busco que mis personajes estén totalmente alejados de mí, en lo personal y en lo ideológico. Cuando escribo, quiero llegar a comprender a ese personaje a lo largo de la travesía que voy a hacer con él, porque escribir una película o una serie es un viaje hacia la empatía. En la vida real yo no querría quedar a cenar con una persona así, pero hacer un guion es una especie de simulacro que me permite plantearme ¿qué rasgos de carácter de un ser tan despreciable me podrían permitir empatizar con él? Esa es la libertad que te da la ficción, la de acercarte a personajes a los que no invitarías a tu casa. Una serie como “Celeste”, por poner otro ejemplo, surge de pensar ¿qué tipo de persona no vas a ver jamás en una serie de televisión porque no despierta las simpatías de nadie? Respuesta automática: los inspectores de Hacienda. La ficción es una herramienta para intentar entender a personas a las que uno no va a entender en la vida, porque rara vez va a tener contacto con ellas, como la princesa Pilar de “Su majestad”.

Ahora que está metido de lleno en la producción de series, ¿no echa de menos trabajar para el cine? Sí, mucho. De hecho, en el medio plazo tengo pensado volver al cine y no porque lo considere un formato más ambicioso desde el punto de vista creativo que la televisión, sino porque creo que uno tiene que estar al lado del más desfavorecido. Ahora mismo el cine está en un momento más complicado que la tele, las películas que se estrenan se enfrentan a un riesgo de invisibilidad grande que no tienen las series. Y, por otro lado, si yo como guionista soy lo que soy, es por las películas que veía de chaval en el cine Avenida de Irun, no por lo que veía en la tele. Entonces, ahora que el cine está en un momento difícil, lo que toca es remangarse y trabajar por él y también por las salas.
Si hablamos de su trayectoria en el cine, su mayor éxito fueron los guiones de «Ocho apellidos vascos» y «Ocho apellidos catalanes» que, sin embargo, da la sensación de que son dos de los trabajos que menos le representan. Esos dos proyectos y el de “Superlópez” fueron las únicas veces en las que Borja y yo hicimos un guion por encargo. Todas las demás películas que hemos escrito juntos surgen de nuestras inquietudes, pero el guion de “Ocho apellidos vascos” tiene menos ADN nuestro. Aun así intentamos meter, con toda la prudencia del mundo y con menos libertad de la que teníamos en EiTB, algo del humor que hacíamos en “¡Vaya semanita!”. Creo que ese es el elemento más personal que hay en esos guiones, pero sí, son dos de los trabajos en los que menos me reconozco a mí mismo, lo cual, atendiendo al éxito que tuvieron en taquilla, me lleva a pensar que, igual cuando más presente estoy en lo que escribo, menos exitoso resulta lo que hago (risas). Aun así, debo confesar que aprendí mucho escribiendo por encargo y que fue una buena experiencia. Además, aquel guion lo escribimos al poco de estrenar “No controles”, que fue nuestro mayor fracaso, algo que a mí me llevó incluso a pensar que igual no iba a poder ganarme la vida como guionista. Esa sensación de vértigo, de pensar que te lo juegas todo en el siguiente guion estuvo muy presente en el proceso de escritura de “Ocho apellidos vascos”. Y lo curioso es que, poniendo el mismo empeño y el mismo talento en el guion de “No controles” que en el de “Ocho apellidos vascos”, la primera no fue a verla nadie y la segunda se convirtió en la película con más espectadores de la historia del cine español. Aquello constituyó una lección de humildad para mí. De hecho, gracias al éxito que tuvo la película menos personal que he hecho, que es “Ocho apellidos vascos”, he podido desarrollar mi carrera posterior y poner en pie mis proyectos más personales.
Usted hace ya tiempo que trascendió la categoría de guionista para erigirse en showrunner. ¿Qué diferencia establecería entre ambas funciones porque, en cierto modo, el guionista también es un ideólogo, no? Sí, de hecho para mí lo más complicado de ser showrunner es ser guionista. De todas las facetas que comprende la figura del showrunner a la hora de controlar las distintas funciones del proceso creativo, la más difícil de desarrollar es la que se refiere a escribir la historia. Por lo demás, la principal diferencia tiene que ver con el poder. Ser showrunner te coloca en la cúspide de la pirámide y te fuerza a ser un poco árbitro en la toma de decisiones, porque se supone que eres el que mejor conoce el proyecto y la historia al haber estado dos años desarrollándola. Al final, el showrunner es un guionista con funciones de productor ejecutivo, pero lo más relevante, como tú apuntas, es que es el ideólogo de la historia.
En todo caso, da la sensación de que la figura del guionista nunca había tenido tanto reconocimiento como actualmente. ¿Lo percibe así? Sí, yo diría que sí, y es algo que tiene que ver con la irrupción de las plataformas y con la posibilidad de hacer “series de autor” por así decirlo, series más exigentes en lo narrativo y con giros más imprevisibles, lo cual lleva inevitablemente a que el espectador se pregunte quién es el guionista, quién está detrás de ese producto. Pero vamos, que es algo que hemos copiado, como tantas otras cosas, de los anglosajones. La figura del showrunner no se la inventan en Madrid, obviamente, sino que de repente emergen nombres como los de David Simon o Aaron Sorkin y a algún ejecutivo de aquí se le encendería la bombilla y diría: ‘pues vamos a hacer las series como las hacen los americanos, a ver si se nos pega algo bueno’. Y de ahí esa apuesta por ese otro tipo de series. Pero sí que es verdad que ahora mismo a la gente le puede llegar a sonar el nombre de algún guionista de televisión, mientras que cuando yo empecé en esto, no conocíamos a ninguno. Se da la paradoja incluso de que en la tele la figura del director ha quedado un poco devaluada, no así en el cine, donde su nombre sigue vendiendo una película, pero en la tele yo puedo saber qué guionista es el creador de tal o cual serie, pero luego igual no sé quién ha dirigido los distintos capítulos.
¿Se impone entonces empezar a hablar del guionista como figura de «auteur», del mismo modo que en los años 60 la crítica reservaba ese adjetivo para determinados directores? La autoría de cualquier obra audiovisual siempre corresponde al director y al guionista pero, mientras que en el cine el director sigue manteniendo ese estatus, en la televisión la autoría se decanta hacia el guionista. Yo creo que tiene que ver con la extensión del relato. Un relato de hora y media, es decir, una película, lo puede controlar la misma persona que va a colocar la cámara, pero cuando se trata de una serie, incluso siendo corta, ahí es más complicado que la misma persona que coloca la cámara y les da indicaciones a los actores y al director de fotografía tenga además la capacidad de responder cualquier pregunta casi al instante. Entonces, ahí el guionista, en este caso yo, cuando estoy en el set y un actor pregunta, ‘oye, ¿por qué mi personaje decía esto de la gabardina roja?’, al haber pasado tanto tiempo escribiendo la historia, le puedo decir: ‘pues, mira, porque dentro de dos capítulos esa gabardina roja va a ser la clave para que tu personaje recuerde con quién cenó ese día’. Cuanto más largo es el relato, más necesario es que el guionista esté ahí presente ejerciendo de cemento para que la narración quede bien compactada.
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