La cultura vasca que nació en los márgenes
Dando continuidad a su tesis doctoral, Nekane Aramburu publica el ensayo «Nodos germinales» (Liburuak), un glosario, pero también una mirada a sus antecedentes y contexto, de aquellos proyectos surgidos a finales del siglo XX que renunciaron al amparo institucional para optar por una naturaleza autogestionada y vanguardista.

La creación artística siempre ha mantenido, tanto en el plano teórico como en el práctico, una relación problemática con los poderes institucionales. Un dilema escenificado principalmente entre ese, en ocasiones, imprescindible mecenazgo de los representantes públicos para sacar adelante los proyectos y la necesidad de salvaguardar su independencia e incluso su carácter crítico respecto a esos mismos estamentos originarios de tal ayuda. Una casuística resuelta, al menos en parte, a través de la construcción de espacios ajenos a todo tipo de tutelaje público, priorizando así el autocontrol creativo en detrimento de las posibles facilidades obtenidas para su materialización. Una forma original y arriesgada de evitar incómodos vasallajes que a lo largo de la historia ha encontrado expresiones muy diversas, entre ellas, por supuesto, también las apreciables en nuestra época contemporánea y en torno a nuestras fronteras.
Alargando la vida de su tesis doctoral, “Espacios alternativos para las artes visuales durante la década de los noventa en el País Vasco”, “Nodos germinales” es la traslación al ensayo del trabajo llevada a cabo por Nekane Aramburu, en calidad de protagonista de dicho ecosistema pero también de minuciosa investigadora, con el fin de desentrañar todos aquellos escenarios originados, sobre todo, en los años noventa y que supusieron en Euskal Herria la consolidación de un tejido cultural y artístico que escogió su hospedaje al margen del dictado oficial. Un mapa lleno de diversas latitudes que se extendió bajo otras tantas disciplinas, formulaciones y propósitos, teniendo en común la no poco significativa condición de ser engendrados sin la firma institucional y, por lo tanto, convirtiéndose en un reflejo caleidoscópico de las inquietudes de una sociedad en plena ebullición.

DE DÓNDE VIENEN, HACIA DÓNDE VAN
Dicha floración, por lo tanto, no puede ser analizada como un proceso espontáneo, sino al contrario, como la desembocadura de todo un relato histórico que, en paralelo al enunciado de forma particular, nace supeditado a los cambios ejercidos por una alteración del paradigma ideológico consecuencia, en parte, del derrumbe del bloque soviético y por extensión de la utopía socialista. Elementos políticos tan significativos como la instauración de una mirada globalizadora de la realidad, auspiciada por un incremento en el progreso de las telecomunicaciones, que posibilitó una cordial convivencia entre lo local y lo universal. Determinantes, junto a otros múltiples, que configuraban una década, la de los ochenta, marcada por la inspiración de nuevas ideas que sin embargo se encontraban huérfanas de espacios donde ser acogidas y exhibidas.
En esa búsqueda de alternativas en suelo vasco ejerció como guía todo un árbol genealógico de proyectos que habían suplido la falta de medios con el ingenio producido por la mezcla de agilidad mental y precariedad. Heredando la influencia del intercambio social cosechado por los clásicos café-tertulia, la insolencia de movimientos como Fluxus, el situacionismo o incluso el espíritu punk con su “Do It Yourself”, se enarbola una capacidad colaborativa que busca su hogar en variopintos e híbridos emplazamientos. Gracias a ese extenso aprendizaje previo, las experiencias del Kunstvereine, en Alemania, o los Alternative Spaces anglosajones sirven como orientación para activar un diálogo repleto de vocablos pero necesitado de un recinto tangible que sirva de cobijo y correa de transmisión.

Sin ser absolutamente ajeno a su contexto histórico, donde es impensable no asumir las experiencias por ejemplo del Mayo del 68, Euskal Herria contaba con ciertas particularidades que definieron una singularidad en su paisaje underground. Más allá de sus propias circunstancias sociales contemporáneas, sacudidas por la violencia política y la represión, e incluso todo un acervo legendario como entidad distinguible, vislumbrada ya por los escritos grecolatinos, igualmente ostenta un sustrato tradicional respecto al modelo asambleario y colectivo. Un aspecto ya visible en el vetusto Derecho Pirenaico, una representación horizontal de la sociedad; las cooperativas de finales del siglo XIX, con ejemplos tan emblemáticos como la Sociedad Cooperativa de Obreros de Barakaldo o Araia en Araba, o sus representaciones más ligadas al momento actual de Alfa o Ulgor, antecedentes de la cooperativa Mondragón.
Sin pretenderlo fueron portadores de un gen que incluso durante el franquismo fue capaz de alumbrar al referencial grupo artístico Gaur, un bautizo oficiado en la sala donostiarra Barandiaran, y que sería precursor necesario de la Escuela Vasca, denominación tras la que se encontraban los ilustres nombres de, entre otros, Néstor Basterrechea, Eduardo Chillida o Jorge Oteiza. Una época marcada por un adoctrinamiento cultural franquista al que lograron esquivar espacios, como la Sala Stvdio de Bilbo o el Salón de Arte en Gasteiz, que implantaban una renovación artística o incluso albergando grupos abiertamente disidentes en los casos de la Asociación Enkoari, Txomin Barullo o Kulturgintza, quienes encontraron herramientas para que su palabra, aunque enunciada con disimulo, no se extinguiera.

ESPACIOS PARA LAS IDEAS
Que los años ochenta se inauguraran con la Feria Internacional de Arte Contemporáneo Arteder, celebrada en Bilbo antes incluso que la mediática ARCO, era un signo inequívoco de que dicha década nacía bajo la predisposición de desempolvar ideales y expresiones que durante la dictadura habían sido acalladas o cercenadas, también en el plano social. Sin obviar que esos años tuvieron sus propias guadañas cotidianas, en forma de la heroína, el paro o el SIDA, movimientos como el feminismo, que ya había tenido en 1977 su breve ensayo insurrecto con Las Primeras Jornadas de la Mujer de Euskadi, en la que tomaran parte representantes del mundo cultural como Guadalupe Echevarria o Itziar Elejalde; el promovido por el colectivo gay o el antimilitarista tomaban posiciones y se servían de potentes altavoces.
Un burbujeante puzle también formado por el surgimiento de una generación de artistas que, si bien abrazaban en su mayoría los formatos pictóricos y/o escultóricos, el novedoso uso de la disciplina audiovisual encontraba sus iniciáticos soportes en el Festival de Cine de Donostia o gracias a la constitución del CINT (Centro de Imagen y Nuevas Tecnologías). A modo de respaldo y necesaria telaraña donde poder balancearse esas múltiples propuestas, la indispensable disposición de enclaves donde residir, aunque fuera efímeramente, aquellos novedosos nombres encontró sustento a veces desde la iniciativa privada, como en el caso de la Fundación Faustino Orbegozo, y otras bajo el manto institucional, como la esencial y a la postre vertebradora Arteleku, una fusión entre talleres y programas de formación convertido en uno de los principales focos desde los que llevar a cabo un efecto llamada.

Si por algo se caracterizó aquella época fue por una total hibridación de expresiones, hasta el punto de derribar categorizaciones entre manifestaciones artísticas que hasta ese momento parecían infranqueables. Cuna al mismo tiempo de ejercicios de subversión en las artes escénicas, como la representada por La Fundición, y de todo un sustrato contracultural y juvenil concentrado alrededor de un imaginario constituido por gaztetxes, fiestas populares o txosnas, dichas realidades serían amasadas tanto por locales que unificaban el alterne y la reflexión, como La Colchonería, Lamiak o Kaska; representantes de ideología libertaria, tal fue el caso de Felix Likiniano Kultur Elkartea o Zirikatu, e incluso rebeldes surgidos en las aulas de la facultad de Bellas Artes de Bilbo.
Precisamente fue allí donde se conocieron nombres (o pseudónimos) que dibujarían algunos de los episodios más irreverentes de la época, siendo las huelgas, las ocupaciones del decanato o el lanzamiento de comida a los profesores el punto de encuentro de Detritus, Werto, Biaffra, Arri o Bada. Todo un caballo de Troya dadaísta oculto entre apuntes y bibliografía que aspiraba a reformular y convertir el espacio público en un fascinante escenario.
Aquellos díscolos alumnos, pertenecientes al mismo campus del que surgió -como extensión del colectivo “Bellos grupos de arte”- Arte/Nativa, focalizado en el uso de elementos de reciclaje, atravesaron, junto a otros actores y actrices, el telón que separaba los años ochenta de los noventa bajo el nombre de Safi Gallery, un proyecto derivado de su experiencia propia y del aprendizaje acumulado durante su estancia en Berlín. Reunidos alrededor de ciertas bases ideológicas y pragmáticas, teniendo en común su ideario libertario y su gusto por las performances y los grafitis, su enclave en pleno barrio de las Cortes bilbotarra aportaba un paisaje de prostíbulos y locales nocturnos que realzaba todavía más su radical naturaleza interdisciplinar. Su vinculación con el entorno barrial, e incluso algún integrante como Detritus, fue compartido por el colectivo Zapatari, un centro okupado en pleno paisaje obrero donostiarra que abanderaba una condición de sostenibilidad y hospitalidad, sirviendo de vivienda ocasional a transeúntes, al mismo tiempo que urdía, a través de diversos formatos como el cine forum o generando medios de comunicación alternativos, todo un discurso sobre la insumisión, la ecología o la especulación urbanística. Las sinergias surgidas entre activistas y su contexto fraguaron un sentido artístico colaborativo que se expandiría y configuraría con heterodoxia a lo largo de los años noventa.

TODO IMPORTA EN EL ARTE
Que los estertores del siglo XX se escribiesen con la sangre derramada en los múltiples conflictos bélicos que se acumulaban en el mapa, bajo ningún concepto podía resultar ajeno a aquellos individuos que aspiraban a plasmar en el arte su visión de la realidad. Más inédito, y hasta cierto punto representativo de este nuevo tiempo, significaba que los directivos de grandes pinacotecas, como el Museo del Prado, hasta el momento recluidos en despachos y reuniones de alto copete, firmaran un manifiesto, como el rubricado, contra la guerra del Golfo. Una demostración de que todos los acontecimientos que se acumulaban en el calendario, y eso competía por igual al levantamiento zapatista, las manifestaciones antiglobalización o el desarrollo y popularización de las nuevas tecnologías, dejaban su rastro, más o menos perceptible, en la manera de afrontar los procesos creativos.
En un ámbito más cercano, la rehabilitación de la economía y el impulso por alcanzar la modernización son dos variables que unidas derivaron en un intento por convertir al arte en una de sus más valiosas insignias. Un propósito que, sin embargo, la mayoría de las veces buscó la opulencia y ensanchar todavía más los grandes espacios ya conquistados, lo que paradójicamente alejaba a un universo de creadores noveles de la posibilidad de encontrar un camino de visibilización.

LA CONSTRUCCIÓN DEL GUGGENHEIM
Una tensión, en Bilbo entonado alrededor de la construcción del Guggenheim, que desde sus inicios movilizó en su contra a la Asociación de Galeristas de Arte Contemporáneo de Euskadi (AGACE) sabedores de su escuálido futuro, y en Gasteiz espoleada por las erráticas políticas culturales, que acabaría desencadenando un apoyo institucional que posibilitó la apertura de salas de mediana capacidad entre las que destacaban la de Rekalde en Bilbo, Koldo Mitxelena en Donostia y la Sala Amárica en Gasteiz. Un espacio intermedio que, sin embargo, no servía para cubrir una fractura que estaba pendiente todavía de alquitranar.
Iba a ser precisamente esa disputa por conseguir un espacio más igualitario la que acabaría logrando difuminar las fronteras entre lo público, lo privado y lo autogestionado, encontrando lugares de híbridas formulaciones. Un escenario donde cobraba especial relevancia el propio suelo urbano, un elemento convertido en un bien preciado y escaso que resultó especialmente conflictivo en la capital vizcaina, lo que incluso llevó a convertir los pisos particulares en talleres de artistas o a buscar zonas más económicas, y por lo tanto degradadas, como Las Cortes o aledaños. Localización donde el proyecto Talleres abiertos, dispuesto a desplegar un debate público y reflexivo, bifurcaría paulatinamente hacia las asociaciones En Canal o Abisal, esta segunda surgida con un carácter especialmente underground y alejado del establishment.
Conflictos residenciales que en Gasteiz se representarían en una absoluta proliferación de los agentes culturales instalados casi en exclusividad en el centro y el casco medieval de la ciudad, tal es el caso de la muy estimable Casa Ubu, centrada en un modelo de improvisación de las artes plásticas, siendo Katanga una pintoresca excepción, situándose en la periferia. La problemática de la vivienda y del precio del suelo también representaba una crisis para el ámbito inspiracional.

CAMBIAR ACTUANDO DIFERENTE
Pero no existían impedimentos -que los había y en altas cantidades- suficientemente grandes como para interponerse a la pasión por buscar formas de enunciación artística, un impulso que de forma involuntaria muchas veces llevaría a la profesionalización de un gremio que además en ocasiones funcionaba como vasos comunicantes, saltando de un proyecto a otro bajo una base común. Tal es el caso de toda la línea de sucesión creada en torno a la Safi Gallery, que en connivencia con la asociación de vecinos del barrio de San Francisco puso en marcha el Kultur Bar, en sintonía directa con la idiosincrasia de su ubicación y que incluso contó con su propia txosna, Beato Pako, para derivar luego en Sarean, un espacio de exposiciones con un mayor acento tradicional museográfico. Bajo ese formato “hereditario”, también en Bilbo, Las Chamas, originadas en las reuniones del colectivo X-Planet, focalizó su actividad en la pintura, los grafitis y la literatura para, sobre todo, impartir talleres intergeneracionales.
La unión, en este caso académica, fue el vehículo para que las amistades surgidas en los talleres impartidos en Arteleku dieran forma en Donostia a El Gallinero. Del mismo foco, en esta ocasión materializado por Franck Larcade, surgieron las relaciones que acabaron por crear Consonni, que se valió de la morfología proporcionada por la fábrica donde se instalaron para usar dicha estructura a la hora de desarrollar exposiciones que se mimetizaban con las particularidades de la localización. Una arriesgada disposición que consiguió sin embargo una aceptación y trascendencia a nivel internacional, prueba palpable de que incluso lo que a primera vista pueden parecer escollos terminan por transformarse en herramientas con las que aupar la imaginación.

Inspiraciones que buscaban su materialización en un hábitat de lo más heterodoxo y caleidoscópico, determinación que ayudó a tejer un organigrama hecho de múltiples referencias y disciplinas. Vértices que alcanzaban desde una suerte de ocupación itinerante puesta en marcha por la Coop, buscando lugares poco convencionales para unas exposiciones que trasladaban su sede desde Donostia a Bilbo, hasta la búsqueda de un poder de convocatoria fuerte de la Mina Espazio, vinculado al colectivo Utopía y por extensión a las artes escénicas trasgresoras, que hizo de sus fiestas de Nochevieja un epicentro lúdico que además acompañaron con la publicación de su propia revista. Innovaciones que en manos de Transforma, en Gasteiz, derivaron hacia la pedagogía de las nuevas tecnologías y a proyectos firmados por mujeres, en lo que pretendía ser una labor de difusión de la creación contemporánea y vanguardista. Y es que la reforestación del suelo artístico en Euskal Herria encontró durante aquellos años tantas coordenadas y propuestas como permitía la infinita necesidad de expresión de las personas.
La entrada en el nuevo milenio trajo consigo una adaptación y/o reconversión de muchas de esas propuestas surgidas con anterioridad al igual que se fueron asentando con más rotundidad ciertos enfoques que ya habían alcanzado una visibilidad primeriza. La sensibilización respecto al ideario feminista, especialmente protagonista en colectivos como Matxarda, nacido en plenos años ochenta; el respeto medioambiental, siendo especialmente sensibles a ese respecto asociaciones como En Canal o Transforma, o incluso la proliferación de un mercado en torno a las artes audiovisuales, gracias a la distribuidora Ars Video, reflejaban los buenos mimbres existentes para tomar destino hacia esas miradas regeneradoras.

Con “Nodos germinales”, Nekane Aramburu no solo consigue hacer un repaso minucioso por un tejido artístico alternativo que se extendió por las localidades vascas, sino que su regresión a aquellas décadas pasadas es al mismo tiempo la recreación de un ambiente vibrante y visceral. Un territorio donde la imaginación fue el hilo conductor a través del cual transformar la sociedad significaba en paralelo alterar la naturaleza del propio hecho creativo. Un proceso que, como casi cualquier otro, ni fue lineal ni predecible, lo que todavía lo constituyó en una experiencia más digna de ser vivida. Episodios llamados a ser esquivados por cualquier capítulo de los libros del arte oficial pero que merecen ser contados y convertidos en historia, labor encomiable asumida por la autora de este libro. En él encontramos proyectos y prácticas que son a su vez una forma de entender la existencia, por lo que su lectura y conocimiento no solo debe ser tomado como la fotografía inerte de un momento concreto, sino el legado y el aprendizaje para todos aquellos que aspiren a convertir el paisaje cotidiano en un rutilante escenario desde el que interpretar la realidad.

No mirar arriba

Iraultza eta erresistentzia lekuak, memoria kolektiboaren gordailu

«Itxaropentsu nago herri honek borrokarako grina daukalako»

Un «time-lapse» por seis décadas de recuerdos personales y colectivos
