IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

La lealtad y yo

Caminar en el monte es estimulante, retador, y si vamos en compañía, nuestro ritmo tiene que ajustarse, si queremos llegar todos sin lesiones o desánimos. Subir y bajar saltando demasiado deprisa, forzando el ritmo, nos pasa factura en las rodillas, los tobillos y nos deshidratamos antes. Sin embargo, cuando vamos demasiado lentos para nuestro ritmo, tratando de no sobrepasar a quien va delante, las articulaciones y los músculos también sufren, de otra manera. Estas escenas se me pasan por la cabeza al pensar en cómo las personas nos ajustamos unas a otras al caminar por el mundo, por la vida que compartimos. Desde muy pronto, aprendemos a explotar unos aspectos de nosotros mismos si es que así recibimos el reconocimiento que necesitamos, o a disminuir el impacto de otros, si es que así dejamos de recibir las críticas que no necesitamos. Este ajuste a las personas importantes de nuestra vida, desde muy pronto, nos moldea. La lealtad a lo que esas personas esperaron de nosotros durante años dio forma a la parte de nuestra personalidad que se enraiza en los demás, y de ahí pasó a ser un rasgo esencial que podríamos identificar en nosotros mismos. Y estos rasgos moldeados a veces coinciden con los que nosotros querríamos desarrollar si pudiéramos elegir, y a veces no. Durante una época muy importante de la vida de cualquier persona los criterios no son elegidos, los imitamos o «tomamos prestados» de otros individuos de referencia; es decir, los padres ofrecen a sus hijos su visión de la vida, sus herramientas, mientras ellos encuentran todos estos recursos por sí mismos. Y a menudo, ese «préstamo» también incluye las restricciones, los miedos, las miserias que el «prestamista» no haya resuelto, van en el mismo paquete. Al recibir este kit de supervivencia para el mundo, los niños suelen contrastarlo con sus propias sensaciones, sus análisis (aunque no sean tan sofisticados como los de los adultos, rápidamente notan si encajan o no) y, por dentro, quizá sin poder ponerlo en palabras, emiten una conclusión sobre lo próximo que está ese paquete de medidas de su propia experiencia, y si cubrirá sus necesidades (aunque no les guste). Si está cerca, genial, pero si no, el dilema es grande. ¿Coger lo que mamá me dice o rebelarme? ¿Aceptar tener más miedo del que yo mismo siento porque la interpretación de mamá del mundo es que «es peligroso» o no creérmelo y alejarme de ella y su criterio? Nada fácil y menos para un niño de siete años. A veces los niños, que luego nos convertimos en jóvenes, en adultos y en ancianos, llegan a la conclusión de que para recibir el beneplácito a menudo hay que aplacar el desacuerdo, contenerse, hay que alinearse. Lo cual, en algunos casos, implica disminuir la intensidad de los deseos, de los impulsos, y si el «prestamista» paterno vive con miedo o excesiva rigidez, incluso disminuir el exceso de vitalidad. Para muchos padres y cónyuges que han vivido una escasez emocional –no tan extraña en nuestros mayores la falta de estímulo– o han recibido un kit especialmente restrictivo de sus ancestros, la fuerza vital de otra persona –incluso de alguien a quien quieren, como un hijo o una novia– puede suponer un desafío tal, un movimiento interno tan inmanejable por el contraste, que sin darse cuenta pidan tregua: que ese niño, ese hombre, esa mujer, se «guarden» su exceso de entusiasmo, porque quizá así... «ojos que no ven, corazón que no siente». A menudo, los niños colaboran si su padre se enfada cuando están demasiado alegres, o si su madre se entristece cuando ellos se enfadan. No lo entienden muy bien, pero aún así aprenden que dejar de sonreír, o de reivindicarse, puede a veces tener el poder mágico de que el otro no note su tristeza, su miedo, su propia hambre. Y años después, los niños caminan por el monte.