Enrike Zuazua
matemático
Con-ciencia

Fuego amigo, fratricidio y paraíso

El fuego amigo o aliado se convirtió en un problema de gran envergadura en la Primera Guerra Mundial. La artillería había desarrollado una gran capacidad antiaérea, a la vez que las fuerzas aéreas, un significativo potencial de destrucción de las tropas en tierra.

En ese contexto, uno de los mayores problemas a la hora de gestionar escenarios bélicos tierra-aire consistía en identificar al enemigo, discriminándolo del amigo o aliado del mismo bando, sin ambigüedad, nítidamente, antes de disparar desde el aire al suelo y viceversa.

Ese ejercicio de distinguir los buenos de los malos, que puede parecer sencillo cuando uno contempla desde el sillón una película de guerra, no lo es en absoluto en combate, en tiempo real, con los escasos datos de los que se dispone, en situaciones casi siempre extremas, de agotamiento, pánico y escasa visibilidad.

La dificultad de ese ejercicio de reconocimiento conduce necesariamente al error, una de las especialidades del ser humano.

Y el error, en esos trances, se convierte en fuego amigo que produce víctimas involuntarias entre los combatientes del propio bando. «Fuego», pues quema y mata, y «amigo», pues lo es fruto de un error difícil de evitar de un compañero, de un aliado.

El fuego amigo se cobró numerosas víctimas en la Primera Guerra Mundial. Desde entonces ha habido muchas guerras, cada vez tecnológicamente más complejas, con menos bajas que las dos cruentas guerras mundiales, pero igualmente crueles. Y en todas ellas ha habido siempre víctimas del fuego amigo. Y es que, a pesar de que los mecanismos de identificación han evolucionado considerablemente, es imposible evitar el error del soldado, que ha de decidir en segundos, con información incompleta y facultades con frecuencia mermadas por el propio estrés de la situación, si lo que tiene en su diana es un amigo o un enemigo.

Al fuego amigo también a veces se le denomina fratricidio equivocadamente, pues este último consiste en el crimen, en el homicidio deliberado de un hermano.

Si no fuera por las numerosas evidencias, parecería difícil de creer que el fratricidio pueda no solo existir sino meramente imaginarse o formar parte de los instintos, deseos e impulsos que puedan habitar en algún lugar oculto del cerebro humano.

Pero la historia, así como la literatura, la mitología y el cine están repletos de episodios en los que un hermano mata al otro por poder, para arrebatarle la pareja o la herencia o, simplemente, por envidia.

Así, por ejemplo, el Génesis nos narra cómo Caín mató a Abel por la envidia que sentía por la predilección divina hacia el último.

Ese relato que tantas veces nos contaron en la escuela siempre nos pareció inverosímil pero, desafortunadamente, no es más que una advertencia moralizante acerca de uno de los crímenes más viles que el ser humano es capaz de cometer y de hecho comete: matar al hermano.

Fruto del crimen de Caín, al principio de nuestra era, los cainitas constituyeron una secta que despreciaba a Abel por su debilidad y que dedicaba sus cultos a quienes, como Caín, habían sido castigados por Dios. Su Evangelio, cómo no, era denominado el de Judas, pues solo podía portar el nombre del apóstol traidor.

Hoy se dice cainita a quien, movido por el odio y el rencor, desarrolla actitudes y emprende acciones que dañan a sus hermanos, amigos o pares.

Caín y Abel fueron solo los primeros. En “El Padrino”, Michael Corleone manda matar a su hermano Fredo, mientras que en “El Rey León”, Scar asesina a su hermano mayor Mufasa para arrebatarle el trono.

Y si los escenarios bélicos siempre son propicios al fuego amigo, el nivel de violencia que una sociedad tolera en todos los ámbitos es el caldo en el que se cultiva la simiente del fratricidio y del cainismo.

Y no hay sociedad que mirada con lupa escape a ambos riesgos, por otra parte no del todo exentos de ligaduras, pues allí donde se puede dar el fuego amigo, el fratricidio puede deslizarse: basta para ello con superar la invisible línea entre lo involuntario y lo deliberado y consciente.

El nivel de tolerancia a ambos escenarios es sin duda un buen indicador del grado de evolución de una sociedad y cultura, y determina en gran media su viabilidad y sostenibilidad futura pues, qué duda cabe, el fuego amigo y el fratricidio son dos de los males que más minan el potencial de una sociedad para crecer de manera armoniosa, equilibrada y justa.

Aquí, en ese terreno hemos vivido en una permanente contradicción, como hacedores de algunos de los movimientos más ejemplares de cooperación, pero a la vez, también, del cainismo más desalmado.

Y estas últimas actitudes, que siempre hemos creído eran obra de unos pocos, han dejado una extensa huella en una sociedad que se ha acostumbrado a convivir con lo que es evidentemente injusto e inaceptable, permitiendo no solo el crimen, sino también un abusivo ejercicio del poder. Sin ir más lejos, en los últimos años hemos sabido, gracias al trabajo del periodismo de investigación y de los juzgados, de situaciones que se han dado durante décadas impunemente en muy diversos ámbitos. La corrupción, falta de moral y de escrúpulos, y un malentendido amiguismo han acompañado innecesariamente a lo que ha sido un proceso de democratización, en gran medida exitoso, manchando su imagen.

Hay quien dirá que nada tiene que ver una cosa con la otra, pero no es cierto, pues primero fue Caín quien mató a Abel, para que luego se abusara del poder casi impunemente.

Necesitamos de normas claras. Lo mismo que la sociedad entiende y reglamenta que el alcohol es intolerable para quien conduce, el cainismo, en todas sus vertientes y expresiones, ha de ser acorralado.

Nos advertía ya el Génesis. Es una batalla que ha de darse cada día, pues allí donde haya dos hermanos, dos ciudadanos, siempre se dará el riesgo de que uno adopte el papel de Caín, dejando para el otro el de Abel.

Nos corresponde perfeccionar nuestro sistema educativo y jurídico para ir recortando el espacio a este tipo de actitudes que minan nuestra confianza y capacidad de construir un futuro que sea, simplemente, mejor.

Nuestra política, que tan apasionadamente hemos vivido durante décadas de transición, y que aún nos ha regalado con interesantes episodios recientemente con la crisis de los viejos partidos y la emergencia de los nuevos, siempre ha sido un escenario en el que todas estas actitudes se han visto retratadas con fidelidad. El fuego amigo y el cainismo han sido una constante en ese ámbito y, con frecuencia, los micrófonos inadvertidamente abiertos, testigos de excepción.

Sería muy fácil traer aquí anécdotas de unos y otros, viejas unas, recientes otras, pero de nada serviría insistir. El riesgo del cainismo es real, siempre está al acecho.

Pero poco a poco vamos aprendiendo. Tras las últimas elecciones, hemos visto cómo aquí y allí emergían acuerdos y coaliciones, nuevos en algunas ocasiones, reediciones de viejas fórmulas en otras.

A los ciudadanos nos cuesta un poco entender cómo quienes hasta hace poco eran contrincantes y rivales, defendiendo proyectos distintos, opuestos en algunos casos, pueden en un plazo tan breve ponerse de acuerdo y comenzar a compartir responsabilidades y el ejercicio del poder.

Pero en eso reside precisamente una de las virtudes del noble oficio de la política. Los pactos siempre serán bienvenidos en la medida en que reducen el riesgo del fuego amigo y del fratricidio.

El cainismo pervivirá, pero, como dijo el sabio Séneca, su vigilancia nos hará mejores, ya que «la existencia de Caín nos hace amar a Abel».

El paraíso escapó a Adan y Eva con la pérdida de Abel, pero, como nos recuerda Mariasun Landa en su reciente libro “Elsa eta paradisua/Elsa y el paraíso”: «Paradisuaz galdetzen duena hurbilago dago hartatatik / Alguien que pregunta por el paraíso está muy cerca de él».

¡Interroguémonos!