Itziar Pequeño y Xabier Bañuelos
TRAS EL TERREMOTO

Haití. Un país en venta

Con vistas al mar Caribe en uno de los enclaves geoestratégicos y políticos más importantes de América Latina, muy cerca de Cuba, a un paso de la costa estadounidense y vecino de la República Dominicana. Con prometedoras reservas de petróleo y oro. Mano de obra barata, muy barata. Población empobrecida y con uno de los mejores sistemas de seguridad para aplacar a la sociedad, la ocupación militar. País de ocasión. Razón: Haití.

Si mostráramos el anuncio de arriba a cualquier haitiano o haitiana, a buen seguro nos miraría de reojo y con cierta sorna nos diría: «El anuncio es viejo; hace tiempo que el país se vendió». Lo hemos oído con otras palabras en decenas de ocasiones, charlando con un campesino en Artibonite o entrevistándonos con un profesor universitario en Puerto Príncipe, compartiendo un piscolabis con mujeres que luchan por sus derechos o riendo con vendedoras en cualquiera de los mercados que pueblan las calles de Cabo Haitiano.

Pero si es así, no ha habido un comprador único. La propiedad la comparten los dirigentes estadounidenses y europeos, diferentes órganos económicos mundiales como el Fondo Monetario Internacional e incluso ventajistas particulares que aterrizan para hacer negocios no siempre limpios. Muchos de estos últimos son personas haitianas, la selecta elite política y económica del país, a quienes vemos pasear en grandes coches de visita en casa, Pétionvile, su bastión tradicional, antes de regresar a sus mansiones en Estados Unidos o Canadá.

El cuadro lo completan empresas multinacionales que fabrican camisetas pagando sueldos ínfimos, corporaciones turísticas que construyen hoteles de lujo en guetos para turistas, agencias gubernamentales de cooperación que esconden intereses comerciales y grandes ONGD (Organizaciones No Gubernamentales para el Desarrollo) más preocupadas por su imagen y por la captación de fondos que por atender a las necesidades reales de la población. Y es que no podemos olvidar que, paradójicamente, la miseria es campo abonado para hacer mucho dinero.

El terremoto de los pobres. El pasado 12 de enero se cumplieron seis años del terremoto que tuvo lugar en Haití. A las 16.53 un temblor de magnitud 7,0 sacudió el departamento del oeste con su epicentro a quince kilómetros de la capital, Puerto Príncipe. Provocó más de 300.000 muertes, supuso la pérdida de su hogar para casi dos millones de personas y originó la destrucción de gran parte de unas ya precarias infraestructuras.

Si buscamos las causas de la gran magnitud del terremoto hemos de acudir a la geología. Nos hablará de la confluencia entre placas tectónicas, de fallas y de epicentros poco profundos, pero nada de ello explica la otra magnitud, la del desastre.

Sismos similares en lugares como Estados Unidos o Japón se han saldado con daños infinitamente menores. Entonces, ¿por qué afectó de tal manera a la población haitiana? ¿mala suerte para el país más empobrecido de América? Puede que el origen del fenómeno esté en la naturaleza, pero sus consecuencias son responsabilidad humana.

El impacto que ocasionó la sacudida está íntimamente ligado a la fragilidad económica del país, a la dejadez de sus políticos, a las desigualdades y a la exclusión social, a la corrupción, a la pobreza endémica, a los intereses de potencias extranjeras y a las permanentes injerencias externas que dificultan su desarrollo y lo mantienen en un estado de eterna dependencia; en definitiva, a causas estructurales que obedecen a decisiones políticas.

Una nube gris. Las personas supervivientes atestiguaron que Puerto Príncipe se convirtió, con la caída de los edificios, en una nube de polvo que invadía la ciudad. Hoy esa nube gris sigue presente. Aparentemente, las consecuencias del terremoto apenas se aprecian, calles y solares han sido desescombrados y, en muchos casos, como el del Palacio Presidencial, presentan soledades inmensas, vacíos que nos indican que hubo un tiempo mejor. Pero los mayores impactos se encuentran en las historias de vida de las personas. Las huellas de la calamidad están en los entresijos que tejen la existencia de miles de personas.

Monique Cesar tiene cuarenta y ocho años. Cada día descarga el cesto que lleva en su cabeza, extiende su manta y coloca cuidadosamente los productos que ha comprado y prevé vender. Se gana la vida mercadeando. Hoy no tiene mucho dinero, por eso lo que vemos en su puesto son sólo algunos alimentos básicos como leche en polvo, sal, alubias y algunas especias. Además de trabajar en el mercado, también trabaja la tierra. Pero como la tierra no da nada, porque hace meses que no llueve, tiene que encontrar alternativas.

Micillious Kenson es un joven de 20 años que vive en Puerto Príncipe. Se ha visto obligado a buscarse la vida y ha aprendido a arreglar móviles y aparatos electrónicos. Ha montado un puesto de madera en la calle, cerca de la catedral. Nos muestra con orgullo su trabajo. De su tienda cuelgan infinidad de cables, carcasas de móviles y un buen puñado de clavijas y piezas en miniatura. «Sigue habiendo gente en campamentos, pero, sobre todo –comenta–, la prioridad es el hambre. El precio de la comida sube y sube, prácticamente no hay trabajo y por eso se ve tanta gente en la calle, vendiendo lo que puede».

La base de la alimentación es el arroz, la alubia, el pollo y el cabrito. También algunas verduras y frutas como el pimiento, el tomate, el aguacate, la zanahoria, el coco o el banano. Lo normal es hacer dos comidas: un desayuno sencillo y una cena temprana con lo que se haya conseguido ese día, si es que ha habido suerte. Un 80% de los niños y niñas sufre de malnutrición.

Esa es la realidad de la mayoría de las personas en Haití, vivir de la economía informal y de subsistencia. En algunos casos se hace mediante trueque o intercambio de productos. En otros, la gente logra sobrevivir a través de las llamadas mutuas de solidaridad, grupos autogestionados de microcréditos donde acceder a un préstamo para, por ejemplo, comprar los productos que luego venderán. Es la única manera de salir adelante cuando el 75% de la población está desempleada.

Especialmente crítica es la situación del sector agropecuario. En un país donde el 65% de la población es campesina, el Estado apenas le dedica un 6% del presupuesto y no existe ninguna política institucional de desarrollo. «Está abandonado –afirma Assancio Jacques, presidente del Movimiento Reivindicativo de Campesinos del Artibonite–, por eso no cejamos en nuestras reivindicaciones, por eso pedimos planes de regadío, soporte técnico, semillas, subvenciones y crédito agrícola a bajo interés pero, sobre todo, proteger el medioambiente y un plan de reforestación». Este último es un punto clave ya que Haití apenas conserva un 2% de su masa boscosa, y a ello vienen asociadas la falta de lluvias y la pérdida de suelo.

Ante esta situación es fácil comprender que la soberanía alimentaria sea un tema candente en el país. Candente y difícil de lograr cuando al propio campesinado le sale más barato comprar arroz traído de EEUU que cultivar el suyo. Hasta la década de los 80 el país producía suficiente como para alimentar a su población, pero debido a la presiones de Clinton, el Gobierno haitiano se vio obligado a aceptar las medidas de ajustes estructurales propuestas por el Fondo Monetario Internacional. Las tasas aduaneras se rebajaron en un 94% y el arroz que se producía subvencionado en EEUU empezó a ser más barato que los costes propios de producción agrícola. «No es normal –protesta airada Destine Pierre, vendedora y agricultora de la zona de Jacmel– que un país con capacidad para producir lo que consume acabe importando la mayoría, así es muy difícil que la economía avance. No puede ser que este país dependa de lo que otros le dan».

¿Estado fallido? Toda persona con la que hablamos nos describe sistemas de clientelismo y corrupción donde quien llega al poder lo hace para lucrarse. Los sistemas político y judicial en Haití no gozan de buena fama y la ciudadanía está cansada e insatisfecha. Pierre Espérance, director de la Red Nacional de Defensa de los Derechos Humanos de Haití, asegura que todo está podrido, que el dinero compra a muchas personas en un país donde la pobreza está tan presente. «El sistema judicial en Haití –nos dice– es casi inexistente, hay corrupción en muchas esferas de la actividad política y los abusos policiales normalmente quedan impunes». La Misión de Estabilización de las Naciones Unidas para Haití –más conocida como Minustah–, tampoco goza de aceptación. Para la población es un elemento más de control, algo que vive como una ocupación militar. Ya en los momentos posteriores al terremoto, la Minustah acumulaba tras de sí 225 casos de denuncias por abusos y explotación.

Loidye es una de las voluntarias del Colectivo de Mujeres para el Desarrollo Económico y Social, y lo tiene claro: «El Estado –dice– suele insistir en que quiere que el país avance, pero no hace nada. No podría conseguir que todo el mundo tenga el máximo, pero sí podría actuar para que todos tuviéramos el mínimo para vivir. Pero el Estado contribuye cero».

Por su parte, François Kawas, director del Centro de Reflexión, Formación y Acción Social, considera que «la política son luchas de poder para apropiarse de los recursos. La mayoría del pueblo se ha acostumbrado a la falta de cosas, se resigna, y las elites sacan beneficio de la ignorancia, la pobreza y la falta de organización y educación».

Donde sí ha centrado sus esfuerzos el Gobierno ha sido en las zonas francas, lugares libres de impuestos con capital en su mayoría extranjero dedicados a la manufactura textil a costes muy bajos. Sus productos se dirigen al mercado estadounidense. A su creación fue destinado buena parte del dinero llegado para la reconstrucción. Ante la falta de trabajo y de perspectivas, muchas personas ven una tabla de salvación en el contrato y el salario estable que estas maquilas ofrecen. Pero charlando con trabajadores y trabajadoras, se multiplican los relatos de abusos, humillaciones y explotación a los que se les somete. Crear estas zonas ha supuesto, además, la expropiación de terrenos y la expulsión de gente de sus casas con promesas que nunca han sido cumplidas.

Mujer, pobre y negra. Especialmente preocupante es la situación de inseguridad que soportan las mujeres. Pobres entre los pobres, es uno de los sectores de población a los que el terremoto más ha afectado. Primero porque la espiral de violencia en el posterremoto aumentó: dos de cada tres mujeres han sufrido algún tipo de abuso. Y en segundo lugar porque el nivel de empobrecimiento es mayor en ellas y con mayor intensidad, siendo como son las sostenedoras de la economía familiar.

No existen datos institucionales de violaciones o feminicidios, «lo que sí sabemos es que la violencia conyugal y el asesinato de mujeres a manos de su pareja es lo más habitual en Haití», explica Evane, de Cofedes. En el medio rural y en el urbano los problemas a los que se enfrentan son parecidos: abusos sexuales y violencia familiar física y síquica, violencia económica, falta de ocio y menor acceso al sistema educativo.

El movimiento feminista del país, aún incipiente, aboga por sacarlas del papel de víctimas y reivindica un cambio que haga especial incidencia en la educación y en la seguridad. Al mismo tiempo, insisten en deslegitimar la violencia, prevenirla, erradicarla y sancionarla, sensibilizar sobre la problemática y estimular a las mujeres a denunciar. La mujer ha sido ninguneada en Haití, pero es algo que lentamente empieza a cambiar.

Capitalismo del desastre. «Sabemos que parte de la ayuda que se destinó a Haití para el terremoto la han acaparado nuestros dirigentes para llenar sus bolsillos. Y podemos decirlo porque no vemos que hagan nada por nosotros», explica un muchacho en Puerto Príncipe. Se calcula que de todo el dinero entregado sólo el 20% llegó a manos de quienes lo necesitaban. Hoy en día la situación es parecida. De las grandes promesas realizadas en las conferencias de donantes y otros foros tan solo ha llegado en los últimos años un mínimo porcentaje de lo comprometido. Las organizaciones sociales con las que hablamos preguntan dónde están, por ejemplo, aquellos 15.200 millones de dólares que se prometieron en la conferencia de donantes de Nueva York en 2010, de los cuales 346 millones de euros los iba a poner el Estado Español; o los 1.500 millones anunciados por Hillary Clinton en Washington.

A pesar de todo, ha llegado dinero. Pero como denuncia Kawas, «la mayor parte ha retornado a sus países de origen», bien por la participación de empresas extranjeras, que han visto en Haití una buena oportunidad de sacar beneficios con la reconstrucción, bien con los sueldos de los técnicos desplazados a la isla. Prácticamente ninguna empresa haitiana ha participado en las labores de reconstrucción y muy pocos profesionales haitianos han sido contratados para desempeñar labores para las que están cualificados; y cuando estas contrataciones se han dado, los sueldos divergen, de los 6.000 dólares que cobra un norteamericano o un europeo a los 2.000 que, como mucho, se paga a un especialista local.

El negocio para muchas empresas y unos cuantos gobiernos extranjeros ha sido redondo, convenientemente secundados por las agencias gubernamentales de cooperación. Hay quien sugiere que Haití es la plasmación paradigmática de la teoría del capitalismo del desastre formulada por Naomi Klein.

El papel de las ONGD tampoco es ejemplar. Tras el terremoto y ante la ausencia de una estado fuerte, Haití se ha convertido en un país donde cualquiera puede campar a sus anchas.

Aproximadamente 5.000 organizaciones desembarcaron para ayudar ante la emergencia, pero la mayoría no conocía la situación ni el contexto sociopolítico y cultural del país, no poseían experiencia ni conocimientos adecuados. Su acción estaba descontextualizada y descoordinada, y el tejido asociativo y los movimientos sociales haitianos fueron ignorados y excluidos. Esto provocó infinidad de actuaciones erróneas que no respondían a necesidades reales; por otro lado, Haití se convirtió en un perfecto escaparate para la captación de fondos y pocas hicieron una labor de denuncia sobre las condiciones previas en las que vivía la población haitiana.

En la actualidad algo se ha mejorado, pero aún quedan en el país unas 2.000 organizaciones, muchas de las cuales siguen actuando de igual manera.

La situación de Haití ha cambiado muy poco. Y muchos de los cambios habidos han sido a peor en sanidad, en infraestructuras, en educación, en sistemas de producción… Porque lo que no ha cambiado son los intereses que potencias como Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea mantienen en esta zona del Caribe. Haití está demasiado cerca de Centroamérica, Cuba y Puerto Rico como para que el boss del norte deje de considerarlo su patio trasero. Eso piensan, al menos, muchas de las personas con las que hemos dialogado.

Recordando que Haití fue el primer país en abolir la esclavitud y el primer país independiente de América Latina, Eduardo Galeano decía que «aquella insolencia negra sigue doliendo a los blancos amos del mundo». Hoy en día los intereses van por otro lado.

En cualquier caso, lo que haitianos y haitianas reivindican es que se deje de mirarles con compasión, que se respete su soberanía y que se confíe en su capacidad de desarrollo. Y que, como adivinábamos en los ojos de aquel viejo en Petite-Rivière, dejemos de ver a Haití como un país en venta.

Techo y dignidad

El terremoto evidenció el problema de la vivienda en Haití. Casas con una construcción de muy mala calidad, muchas de cemento y hojalata, que se derrumbaron al primer temblor. La vivienda era y es muy cara en el país, inasequible para un altísimo porcentaje de la población. Por ello, la mayoría de quienes emigran del campo a la ciudad construye sus casas en los extrarradios, en las inestables y empinadas laderas de los montes que rodean Puerto Príncipe o Cabo Haitiano, formando los llamados «bidonville». Son inmensas barriadas estilo favela sin servicios de ningún tipo, sin agua, sin luz, sin saneamiento ni asfalto y, por supuesto, sin plan urbanístico alguno.

Tras el terremoto, la gente que perdió sus casas se estableció en improvisados campamentos de desplazados, asentamientos que un día fueron provisionales y que hoy siguen siendo el hogar de 80.000 personas. Son grandes extensiones de terreno donde se dibujan callejones imposibles y un laberinto de lonas, tablas y chapas de metal inclinadas y asimétricas dispuestas a modo de casas. La presión internacional hizo que el Gobierno se diera prisa en desmantelarlos, pero sin la existencia de un plan de realojos. Las personas fueron en muchas ocasiones expulsadas a la fuerza, entrando en los campamentos «con maquinaria y Policía, obligando a la gente a salir de manera inmediata», según cuenta Lisantt Antoine, director del Servicio Jesuita de Refugiados. Los proyectos de construcción de nueva vivienda han sido insuficientes cuando no directamente un fracaso, lo cual ha empujado a miles de personas a crear suburbios como el de Canaan, en Puerto Príncipe, auténticos pozos insalubres.

La vivienda supuso un 30% de las pérdidas totales del país por el terremoto. El tiempo transcurrido no solo no ha paliado la situación sino que ha generado todavía más fragilidad y más vulnerabilidad. Según Antoine, es «una política de abandono de los desfavorecidos, la intervención del Gobierno no está cumpliendo las condiciones marcadas por las Naciones Unidas y la habitabilidad debería ser un plan de emergencia nacional». Sigue siendo uno de los problemas pendientes más urgentes del país en 2016.