Marc Herman
AFRICA RISING

Tour de Rwanda, una fuga al pasado

Veintidós años después del genocidio, Rwanda es un modelo de éxito y su vuelta ciclista uno de los eventos deportivos más prestigiosos del continente africano. Pero, ¿es la carrera un celebración del futuro o un acto de propaganda para el presidente ruandés Paul Kagame?

El pasado mes de noviembre volé desde mi casa en Barcelona a Kigali para cubrir una escasamente conocida competición deportiva: el Tour de Rwanda. Esta carrera ciclista, de una semana de duración y a través de un paisaje montañoso muy parecido al de Euskal Herria, puede ser un evento menor en el circuito internacional, pero tiene una importancia capital en el ciclismo emergente de este pequeño país de 12 millones de habitantes. Ya por su séptima edición, se ha convertido en uno de los pilares del calendario de la Unión Ciclista Internacional y se encuentra entre las carreras de mayor prestigio del continente.

Como muchos de los eventos deportivos, el Tour de Rwanda también es un reclamo publicitario y, sinceramente, eso es lo que me atrajo de él. Paul Kagame, presidente de Rwanda durante dos décadas, ha desarrollado una especial preocupación por la floreciente cultura deportiva de la nación. Su Gobierno ha comprado para el equipo del país carísimas bicicletas de alta tecnología, empezando por la Pinarello Dogma –a 6.000 dólares–. También ayudó a dos estadounidenses a poner en marcha un centro de formación, donde gente de otros países africanos desarrolla sus aptitudes competitivas.

El equipo de ciclismo de Rwanda no solo se ha convertido en un éxito deportivo, sino que ya aparece en el radar de organizaciones internacionales de desarrollo, para las que conseguir sus objetivos –en este caso, convertir a los hombres y a las mujeres jóvenes, la mayoría de origen humilde, en atletas de clase mundial– es una cuestión de gran interés. También ha sido el tema elegido para un documental (“Resurgiendo de las cenizas”, de T.C. Johnstone), para un perfil en la revista estadounidense “The New Yorker” y como el argumento de un excelente libro (“La tierra de las segundas oportunidades”, del escritor británico Tim Lewis, editado en castellano por Libros de Ruta).

Una mano muy firme. Paul Kagame compró las bicicletas, pero no por eso dejaba de ser un dictador. Este escurridizo personaje, implicado en la misteriosa muerte de sus oponentes y repudiado por los observadores de Derechos Humanos, se muestra reacio a dejar el cargo, a pesar de que lleva en el poder más de dos décadas. Su manera de gobernar era la mano dura, como él mismo reconoce en sus discursos: «Pero valoren las alternativas: el pasado de Rwanda podría justificar una figura paternal al estilo de Singapur, con mano firme y unos buenos padres que dicten las normas».

Sus partidarios aseguran que consigue resultados y afirman que cuentan con gran cantidad de pruebas: Rwanda ha combatido la corrupción mucho más que la mayoría de las naciones de la región. Su capital, la frondosa Kigali, tiene la tasa de crímenes violentos más baja del continente y los registros medioambientales más reseñables en energías alternativas. El pasado noviembre, el diario británico “The Guardian” informaba sobre un proyecto solar que había sido puesto en marcha en menos de un año tras haber sido propuesto; unos niveles de eficiencia con los que ni las naciones más ricas podrían soñar.

En Kigali las calles están limpias y el alcantarillado funciona. Internet es rápido, no hay barriadas pobres y el aire, que en muchas naciones con perfiles económicos similares apesta a desagüe, huele a la cosecha del té.

En abril, seis meses antes de la carrera, Kagame asistió a una conferencia de cuatro días en Los Ángeles organizada por el prestigioso Milken Institute, una especie de conferencia Davos del Pacífico en la que se codeó con Tony Blair y Patricia Arquette, y en la que lideró un discusión «sobre las medidas necesarias para hacer que un mundo mejor para las mujeres y las niñas», así como una mesa redonda sobre el futuro de la exploración de África, según fuentes gubernamentales. Bill Clinton se refirió a él como «uno los líderes más grandes de nuestro tiempo» y Ban Ki-Moon, secretario de Naciones Unidas, confiaba en que «muchos países africanos emulen lo que Rwanda está haciendo».

Kagame, que ha liderado Rwanda desde poco después del final del genocidio de 1994, no ha escatimado palabras sobre la importancia de la carrera ciclista para la imagen internacional de su país. En varias ocasiones se ha referido a los ciclistas de Rwanda como «embajadores» y a la carrera anual como una forma de disociar la identidad del país con el terrible genocidio de hace veinte años. Muchos de los ciclistas eran niños cuando ocurrió; hoy son atletas milagrosamente fuertes que escalan imponentes montañas y atraviesan los bosques de Rwanda a 40 y 50 kilómetros por hora, mientras niños descalzos corren junto a ellos entre risas y aplausos. Las manos de los campesinos hacen una pausa en la cosecha de café para aplaudir a los héroes de la Rwanda unida. Los mismos bosques que fueron reducto de asesinos son hoy campo de pruebas de los niños huérfanos de sus víctimas, cuyos rituales diarios por esas pistas los han hecho más poderosos de lo que los genocidas jamás pudieron imaginar.

A la luz de este tipo de imágenes, el genocidio se me antojaba como una sombra injusta sobre el país. Si en vez de 2015 hubiera sido 1965, y si en vez de volar a Rwanda lo hubiera hecho a Alemania para escribir sobre una carrera ciclista, ¿me habría sentido obligado a mencionar al campo de concentración de Buchenwald? ¿A pensar si quiera en ello? Creo que sería injusto, cuando menos contraproducente.

Una semana subiendo y bajando montañas. El ciclismo es un deporte de equipo. Una travesía por escarpadas colinas a alta velocidad durante horas es un esfuerzo demasiado exigente para que un corredor solitario pedalee a toda máquina. En su lugar, un compañero de equipo más débil ayudará a otro, marcando el ritmo o llevándole a rebufo para que el favorito reserve la energía mental y física para el momento decisivo.

Y dichas tácticas son visiblemente necesarias en el Tour de Rwanda. A excepción de la pista de aterrizaje del aeropuerto internacional de Kigali, Rwanda parece carecer de un solo metro cuadrado de tierra llana dentro de sus fronteras. La mayor parte del país se encuentra por encima de los 1.500 metros. Es un país de colinas y montañas verdes.

La carrera consistiría en una semana subiendo y bajando montañas, para luego subirlas de nuevo. Y así una y otra vez durante siete días. Los 69 hombres jóvenes (no había categoría femenina) serían tratados como dromedarios: los organizadores de la carrera habían trazado una ruta con el máximo de dramatismo, que, por lo general, significa dolor para los corredores. Los ciclistas que no hubieran entrenado en la altura adecuada pronto se verían abocados a abandonar. Tras dos días de carrera quedaban 65; luego 61, 54… El sexto día quedaban 47.

Había contratado a un conductor local llamado Fabian y un fotógrafo durante el tiempo que durara la prueba. En lugar de hablar de deportes, Fabian se pasaba las horas en el coche contándonos que el presidente Kagame le aterrorizaba; que las calles de Kigali estaban impecables porque la multa por tirar basura equivalía a tres meses de salario, lo mismo que la de exceso de velocidad. Y que cualquiera que critique a Kagame acaba encerrado en una prisión sin nombre a seis kilómetros de la Embajada de EEUU.

Excesos y contrapesos propagandísticos. Una estrategia habitual para un reportero es citar a un taxista como si él o ella fuera el oráculo de Delfos. No es una herramienta fiable para conseguir la verdad, pero resultó acertada con Fabian. Lo excesivo de los castigos en Rwanda habían llamado la atención de los observadores internacionales: «Esta imagen positiva de una ciudad brillante y segura es, en gran parte, resultado de una práctica deliberada por parte de la Policía Nacional de Rwanda de rodear a personas ‘indeseables’ y detenerlas arbitrariamente en el Centro de Tránsito de Gikondo, una cárcel no oficial en el barrio residencial Gikondo, en Kigali».

En un informe del pasado mes de setiembre, Human Rights Watch señala que los retenidos en dicho centro están expuestos a abusos de los derechos humanos, incluido un trato inhumano y degradante, antes de ser puestos de nuevo en las calles, a menudo con la orden de abandonar de la capital.

Ante la evidencia de los excesos de Kagame, eventos como la carrera ciclista se habían convertido en un contrapeso esencial para el Gobierno de Kigali. En 2014, después de que un equipo de Rwanda hiciera un buen papel en la carrera, el presidente Kagame invitó al fundador del equipo, el estadounidense Jock Boyer, un exciclista profesional, para hablar en un evento de Estado.

«La gente decía que si alguien se iba a dirigir al presidente, era mejor pedirle algo», en palabras de Kimberly Coats, quien dirige el equipo ahora llamado Africa Rising (África Resurgiendo). Coats me había invitado al centro de entrenamiento de su equipo después de la segunda jornada de competición. «Pedimos bicicletas y este lugar, el centro de formación». Y Kagame accedió. «Yo llamo a este lugar ‘pequeña América’», decía Coats desde el interior del complejo de cabañas de ladrillos a una hora de Kigali. «Sinceramente, no necesito salir fuera demasiado», agregaba. Coats reconocía que era capaz de abstraerse de la política, que solo le interesaba el proyecto deportivo. Junto con Boyer, han llevado el proyecto a Eritrea, otra sociedad cerrada. «Solo quiero que mis chicos lo hagan bien», insistía.

Las expectativas de Coats para ese año pasaban por las piernas de Jean Bosco Nsengimana, un ruandés de 22 años. Bosco, como él prefiere que se le llame, estaba bien situado en la clasificación general de la carrera tras el segundo día, y sus perspectivas para el resto de la semana era óptimas si era capaz mantener el ritmo.

¿Se puede vivir en Rwanda sin pensar en su política? Fuera del equipo de carreras, el peso de la historia era aplastante. La versión oficial del terrible pasado de Rwanda contada en los libros de texto y los museos habla de una nación pequeña, sin salida al mar y cruelmente dividida por una feroz potencia colonial: Bélgica. Los resentimientos locales habían sido alentados por los belgas para mantener a la población local dividida y, por tanto, incapaz de unirse contra los ocupantes del país. Décadas más tarde, cuenta la historia, son esas viejas divisiones coloniales las que desembocaron en un genocidio. 800.000 murieron en menos de cien días, en un país aislado por la geografía y la altitud, de altas montañas y espesos bosques.

Las zonas relativamente seguras serían las cercanas a la frontera de Uganda y Congo, desde donde un Ejército rebelde encabezado por el entonces general Paul Kagame avanzó hacia al sur para atacar a las milicias armadas con machetes. Tras conquistar Kigali y poner fin a la matanza, Kagame lideraría un Gobierno de transición antes de convertirse en presidente en 2000.

Durante los próximos veinte años, el Gobierno de Kagame contaría su propia historia reconstruyendo una nación traumatizada con pioneros procesos de reconciliación, llevando a miles de asesinos a juicio y, aparentemente, borrando el rastro de las divisiones étnicas. En películas como “Hotel Rwanda”, Hollywood traduciría esta visión del genocidio en la que el heroísmo individual se enfrentaría al mal. Esta es, principalmente, la narrativa general.

La otra versión de la historia de Rwanda sigue más o menos los mismos eventos, pero añade un hecho clave. En 2010, un informe de las Naciones Unidas denominado «Informe del Ejercicio de Documentación de las Violaciones más graves de Derechos Humanos y del Derecho Internacional cometidas en el territorio de la República Democrática del Congo entre marzo de 1993 y junio de 2003» (la ONU no es conocida por su capacidad de síntesis) se filtró a la prensa internacional. Se acusó a las fuerzas ruandesas de dirigir una campaña de asesinatos en represalia y ataques en clave étnica durante años tras el genocidio, muchos al otro lado de la frontera ruandesa, en la República Democrática de Congo. La investigación, resumida entonces por el Instituto Americano de Derecho Internacional apuntaba a la «perpetración de crímenes de guerra contra la humanidad y posible genocidio en la República Democrática de Congo en diferentes periodos». Se documentan atrocidades de forma cronológica y geográfica, que fueron cometidas en un contexto, a menudo fabricado, en el que se entrecruzaban conflictos locales, regionales e internacionales.

En términos muy específicos, se describía un genocidio similar al que se había perpetrado contra el pueblo de Kagame: «Las masacres fueron diseñadas para matar al mayor número posible de gente. Cada vez que veían a un grupo de refugiados, los soldados (a las órdenes de Kagame) disparaban indiscriminadamente contra ellos con armas pesadas y ligeras. Luego prometían a los supervivientes que les ayudarían a regresar a Rwanda. Tras conducirlos sin rumbo bajo una serie de pretextos, a menudo los mataban con martillos o azadas. Los que trataron de escapar fueron asesinados a tiros». Y luego continuaba con la decapitación de los niños.

Kagame denunció el informe. «La idea de un genocidio en el Congo es falsa», dijo a la BBC entonces.

Espías amateurs. La penúltima etapa del Tour de Rwanda terminó en Kigali, en una avenida de adoquines tan absurdamente empinada que me hizo pensar que estaba en el lugar equivocado. Pero una hora antes de que llegaran los corredores, la gente del barrio comenzó a alinearse a ambos lados de la carretera. Era el 21 de noviembre, la temporada de lluvias, cuando los cielos ecuatoriales de Rwanda se abren todos los días a las dos de la tarde. Justo cuando los 47 corredores alcanzaban las afueras de la ciudad llegó la lluvia. Cientos de aficionados se abalanzaron hacia los pequeños toldos de latón de los humildes negocios a lo largo de la carretera.

Empotrado bajo una marquesina, un hombre que respondía al nombre de Martin me preguntó por mi cámara. Martin siguió haciendo preguntas: ¿Para quién trabajaba? ¿La cámara podía grabar en vídeo? ¿Qué estaba haciendo en Rwanda? ¿Cuál era mi periódico? Martin era mi tercer o cuarto espía hasta el momento.

Los rumores que uno escucha antes de visitar Rwanda, que nunca parecen otra cosa que rumores, avisan de informantes de barrio amateurs que buscaban información de bajo nivel para vender a la Policía por una propina. Martin cumplía el perfil, pero era tan torpe que costaba creer que fuera en serio. «Eres periodista», me susurró entre la lluvia. «Dime lo que quieres escribir de Rwanda y te diré qué escribir». Estoy casi convencido de que se estaba riendo de mí y que disfrutaba de la parodia. Su gesto se torció cuando la lluvia cesó y me excusé para volver a mi puesto.

A porrazos con el público. Al otro lado de la carretera, donde la multitud era más compacta, estalló una conmoción. Un hombre gritó que otro le había tratado de robar la cartera. Dos policías se abalanzaron hacia aquel hombre y lo doblegaron sobre su estómago en el medio de la carretera. Un tercero corrió con una porra levantada y empezó a golpear al presunto ladrón en la parte posterior de las piernas. La agitación era cada vez mayor. Unos pocos hombres jóvenes y una mujer de mediana edad saltaron a la calle de entre la multitud para participar en la refriega gritando en kinyarwanda, la lengua franca de Rwanda, y dando patadas. La Policía los dejó hacer durante un tiempo antes de esposar al supuesto ladrón y hacerlo andar agachado hasta una pared cercana, donde se sentó con tristeza sangrando por la boca; luego desapareció de la vista de todos.

Los corredores se acercaban y los policías trataron de contener a la masa que se abalanzaba sobre la carretera. En lugar de pedir a la gente que se echara atrás, los oficiales alzaron sus porras para golpear arbitrariamente a la multitud como el que corta las malas hierbas. Como no funcionó, se decantaron por golpes secos, de arriba abajo. Cada pocos segundos alguien resultaba seriamente golpeado, pero era una masa compacta y alguno tuvo más suerte que otro. Al otro lado de la carretera, una porra crujía en la parte posterior de la rodilla de un niño de unos 14 años. A nuestro lado, alguien fue alcanzado en la nuca; el hombre se desvaneció y dos amigos lo arrastraron dentro de una tienda. Llegados a este punto hay que insistir en que no era un acto político, ni una protesta o disturbio. Era una carrera ciclista.

No se golpeaba a los blancos, de los cuales vi cuatro. Yo era uno de ellos. Es más, el oficial de Policía con el que había hablado anteriormente pareció decidir que otra persona que no era del barrio y yo necesitábamos una vista mejor, así que se dio la vuelta y golpeó en la rodilla a un espectador que estaba delante. El joven se desplomó contra mí por un momento, luego se incorporó y, antes de echarse atrás, me dijo que no me preocupara. Que estaba magullado, pero que se encontraba bien. Tras unos diez minutos de golpes, el primer corredor fue avistado subiendo a través de las últimas gotas de lluvia. La Policía interrumpió su carga para comprobar si Bosco, su favorito, estaba cerca de los líderes.

¿Cómo interpretar esto? La gente es golpeada continuamente en todo el mundo. Unas pocas semanas después de la carrera, la Policía francesa cargó contra los manifestantes durante la Cumbre sobre el Clima en París. En los EEUU, el abuso con las porras ha pasado a un segundo plano debido a la extralimitación policial, con armas de fuego de por medio. En Rwanda, es fácil asociar toda la violencia con 1994. La colina donde los corredores se exprimían al máximo está a menos de dos kilómetros del Museo del Genocidio, y una porra traza el mismo arco que un machete. La tarea de Kagame de hacer que el resto del mundo mire hacia otro lado se complica por la tendencia de gente como yo, que, al encontrarse en un escenario de violencia excesiva por parte de la Policía, le venga a la mente el genocidio.

Los espectadores de la carrera no se fueron. Esperaron, y cuando Bosco, el campeón ruandés, trepaba por la empinada y resbaladiza colina, lo animaron con fervoroso patriotismo. Bosco ganó el Tour de Ruanda al día siguiente. La ceremonia de la victoria se celebró bajo los paraguas. «Gracias, presidente Kagame», rezaban las pancartas junto al podio. Unas semanas más tarde, un equipo francés ofreció un contrato profesional al campeón ruandés.

Unas semanas más tarde, el Parlamento de Rwanda, dominado por el partido político del presidente Kagame, anunció la celebración de un referéndum en el que se pedía a los ruandeses que aprobasen un cambio en la Constitución. Su finalidad era la de permitir que Kagame, cuyo segundo y último mandato concluye en 2017, pueda presentarse a un tercer mandato de siete años, y a otros dos mandatos de cinco años después. El 18 de diciembre del 2015 el cambio fue aprobado con el 98,4 por ciento de los votos. Paul Kagame cumple los requisitos para seguir siendo el presidente de Rwanda hasta 2034.