Jaime Iglesias
Entrevista
John Irving

«La memoria es un monstruo: uno cree tenerla y realmente es ella la que te posee a ti»

Existe un intangible que distingue a los grandes narradores y es el gozo que procura en ellos el simple hecho de contar una historia. Ese empeño a la hora de ofrecer un relato fluido y prolijo donde, más allá de acertar en el uso de unas determinadas estrategias, lo que prevalece es el deseo de compartir el entusiasmo por lo que se está contando, es el que parece definir a John Irving tanto en su faceta de novelista como a la hora de conversar con él.

Nacido en Exeter (New Hampshire) en 1942, Irving es un prodigio de locuacidad que disfruta explicando los pormenores de su trabajo de creación casi tanto como escribiendo. Acaba de publicar “Avenida de los misterios”, su decimocuarta novela en un itinerario que comenzó en 1968 con “Libertad para los osos”, pero que no se consolidó hasta diez años después con la publicación de “El mundo según Garp” y de un modo más específico hasta bien entrados los años 80, en los que aparecieron las tres obras que lo consagrarían definitivamente como una de las voces más singulares de la narrativa norteamericana: “El Hotel New Hampshire”, “Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra” (que sería llevada al cine bajo el título de “Las normas de la casa de la sidra”) y “Oración por Owen”.

Hasta la publicación de estas tres obras Irving no se dedicó profesionalmente a la literatura, sino que compaginó su labor como escritor con su actividad como coach de lucha libre. De aquella época mantiene un físico fibroso que, a sus 74 años, sigue ejercitando con una rutina atlética matinal a la que no renuncia ni enfrascado en los rigores de la promoción de su último libro. Llega a la entrevista, en un hotel madrileño, en pleno estado de forma y luciendo tatuajes. Algunos recuerdan sus años en el ring, otros se los hizo mientras se documentaba para escribir “Hasta que te encuentre”. Irving reconoce ser obsesivo en la búsqueda de fuentes que legitimen la validez de aquellos temas que aborda en sus novelas: «No me gustan los errores», dice. Delante de un par de cafés empieza la charla.

Es curioso que, mientras la mayoría de los personajes de sus novelas dirigen su mirada al pasado, usted reconozca ser poco amigo de las nostalgias.

Bueno, es que mis personajes tampoco lo son. Es verdad que para muchos de los protagonistas de mis novelas el pasado, asumido como territorio, tiene una importancia tremenda, hasta el punto de quedar afectados por sucesos que vivieron siendo jóvenes, pero su compromiso no es con el pasado sino con el presente. Hay una novela de L.P. Hartley que se llama “El mensajero” que comienza con una frase maravillosa: «El pasado es como un país extranjero, allí las cosas se hacen de otra forma». En este sentido, creo que mis personajes acuden al pasado justamente de visita, no es que vivan instalados en él. Y a mí me ocurre lo mismo, pero creo que es algo comprensible si atendemos a la naturaleza misma de mi trabajo. Cuando empiezo a escribir una novela tengo muy claro cuál va a ser el devenir de la historia, conozco de antemano lo que va a suceder. Visto así no tengo mucho apego psicológico al pasado, en la medida en que siento que entorpece cualquier tentativa de progreso y narrar, a fin de cuentas, exige progresar.

¿Pero no se siente tentado siquiera de volver al pasado de visita como, según usted, hacen sus personajes?

Es que cada vez que visito mi propio pasado me siento a disgusto conmigo mismo. Te pongo un ejemplo: ahora mismo estoy enfrascado en la redacción de los guiones de una miniserie que está preparando HBO a partir de “El mundo según Garp”. Como soy muy metódico a la hora de escribir, los seis primeros meses desde que recibí el encargo me los pasé fragmentando la novela en bloques de cara a obtener material para cada uno de los seis capítulos que me habían encargado y, al acometer esta operación, fui consciente de lo mal escrito que estaba aquel libro. Su construcción está plagada de errores que, vistos hoy, me sonrojan. Por eso digo que no soy nostálgico, porque, sinceramente, pienso que cada una de mis novelas es superior a la anterior y es que, ahora mismo, creo ser bastante mejor escritor que cuando empecé. Y no solo eso sino que, hoy por hoy, me dedico por entero a hacer lo que me gusta. Cuando escribí “El mundo según Garp” apenas tenía dos horas al día para sentarme a escribir, la literatura no me daba para vivir y tenía que compatibilizarla con otros trabajos. Hoy escribo ocho horas diarias seis días a la semana y eso me hace inmensamente feliz. Sin embargo, cuando echo la vista atrás, sin experimentar nostalgia alguna respecto de mi persona o de mi obra, sí que echo de menos cuando mis hijos eran más pequeños, lo cual resulta curioso ¿no?

Quizá porque, en ese sentido, le traiciona la memoria, algo que también resulta un tema muy recurrente en sus narraciones, ya que sus personajes cuando evocan su pasado perciben que sus recuerdos se antojan más vivos que su propio presente.

La memoria es un monstruo. Yo siempre digo que uno cree tener memoria y realmente es la memoria la que te posee a ti. En mi opinión, las experiencias personales no valen para nada, lo que sirve de verdad es aquello que uno aprende con esfuerzo. Mira, una de las cosas que más satisfacción me procuran de este oficio es la posibilidad de explorar realidades ajenas a mi ámbito de conocimiento. Como soy muy riguroso y odio cometer errores, lo que hago es llevar a cabo un proceso de documentación exhaustivo buscando información aquí y allá, contrastando fuentes y solicitando el asesoramiento de aquellos que conocen en profundidad el tema sobre el que me dispongo a escribir. Antes de comenzar “Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra” hice un curso de obstetricia. Yo no tengo formación médica y tenía necesidad de saber acerca de esos procesos y de cómo habían evolucionado en el tiempo. Cuando terminé el manuscrito se lo pasé a un grupo de ginecólogos para que me advirtieran de los posibles errores y no había cometido ninguno, y eso que me había aventurado a escribir de un ámbito completamente nuevo para mí. En esa misma novela hay una parte en la que evoco el trabajo agrícola en un molino donde se fabrica sidra. Yo, desde los 15 a los 19 años, estuve trabajando en una granja donde se recolectaban manzanas, conducía un tractor y me ocupaba del uso de abonos. Para relatar aquellas experiencias me fié de mi memoria, estaba muy seguro de lo que estaba escribiendo. Un amigo de juventud, con el que coincidí trabajando en aquella granja, me pidió leer el manuscrito más que nada por curiosidad, se lo entregué y leyéndolo me hizo ver hasta seis errores en mi evocación de las labores que desarrollábamos entonces.

Pero entonces ¿qué valor da a la memoria como fuente de conocimiento?

La memoria es muy ingrata y, aunque los recuerdos muchas veces se antojan más reales en nuestra mente que aquello que nos rodea, conviene no hacerles mucho caso. Este es un conflicto que se da en muchos de mis personajes pero, como venía a decir en mi novela “Oración por Owen”, siempre puedes aprender mucho más acerca de la vida de otras personas de lo que te puedes fiar de ti mismo. Digamos que ese es el valor que concedo a la memoria.

A riesgo de que le traicionen los recuerdos me gustaría que tirara de memoria para contarnos cómo fue el proceso de escritura de «Avenida de los misterios». Tengo entendido que esta novela que ahora presenta lleva en su cabeza más de dos décadas. ¿Es así?

Bueno, como novela quizá algo menos porque esta historia, en un principio, iba a ser el guion para una película que iba a rodar mi amigo Martin Bell. El primer borrador lo escribí en 1989 y durante más de veinte años estuvimos trabajando juntos en el proyecto. Desde el principio había un adolescente cojo que tenía una hermana con capacidad para leer la mente, también había un orfanato de jesuitas y un circo donde los protagonistas trabajaban. Pero la acción transcurría en Bombay. Luego había por medio un desertor de la guerra de Vietnam y fue esa pieza la que arruinaba el puzle porque justificar su presencia en un país como la India me conducía, directamente, hacia otra novela.

Y entonces apareció México…

México es un país con el que siempre he estado en contacto. Lo he visitado con bastante asiduidad desde que, a mediados de los años 70, comencé a frecuentarlo. Pero es verdad que fue en 1997, durante una visita a la ciudad de Oaxaca, cuando conocí a los llamados pepenadores, que son los niños que trabajan en el vertedero separando los residuos. Fue entonces cuando pensé que los dos adolescentes protagonistas de mi novela podían ser perfectamente «niños de la basura» y entonces, de repente, todo casó, porque el personaje del «gringo bueno», el desertor, encajaba mucho mejor en México que en la India, ya que, en los años 70, muchos jóvenes estadounidenses que abandonaron el país para no ser reclutados y enviados a Vietnam acabaron huyendo a México o a Canadá. De todas formas, el punto de inflexión para convertir “Avenida de los misterios” en novela no fue ese. Ocurrió bastante tiempo después, cuando de repente pensé «si esto fuera una novela arrancaría cuarenta años más tarde con Juan Diego (el protagonista) viajando a Filipinas para cumplir con la promesa que le hizo al ‘gringo bueno’ y tendría una estructura circular que hiciese que ambos personajes unieran sus destinos». Fue entonces cuando decidí abandonar el proyecto de hacer un guion para una película y comencé a darle forma de novela a esta historia.

Pensé que abandonar el proyecto original de hacer un guion para una película había estado motivado por alguno de sus frecuentes desencuentros con la industria cinematográfica, a los que incluso dedicó un libro: «Mis líos con el cine».

No, en este caso no y tampoco he tenido tantos desencuentros. La mayoría vinieron dados con el proyecto de “Las normas de la casa de la sidra”. El primer director que se iba a hacer cargo de la película murió, a los dos siguientes los despedí yo y, finalmente, con Lasse Hallström conseguí entenderme muy bien y llevamos la adaptación a buen puerto. Ocurre que soy muy riguroso con mi trabajo y me gusta que los demás lo sean también, pero mis desencuentros con el cine no tienen que ver con la típica vanidad de autor ni nada parecido. De hecho, soy perfectamente consciente de que el cine y la literatura son dos medios con su propio lenguaje específico. Si “Avenida de los misterios” fuese finalmente adaptada al cine, sé de antemano que en la película nunca contaríamos el viaje que emprende Juan Diego ya adulto. Esa estructura narrativa en dos tiempos que literariamente es una estrategia poderosa, en un largometraje, sencillamente, no funcionaría.

Volviendo a México, hay un aspecto de la realidad de aquél país que usted explota muy bien a la hora de reflejar las contradicciones que vive el protagonista, y es el sincretismo religioso. Esa convivencia de lo místico y lo profano, de los rescoldos de las culturas precolombinas con el catolicismo...

Sí y en parte fue eso también lo que me hizo reubicar la acción de esta novela. La sociedad mexicana posee un sentido de la espiritualidad muy fuerte, que se manifiesta de diferentes formas. Por ejemplo, en los años 70 en Oaxaca se permitía quemar todo tipo de deshechos en el vertedero y esos fuegos tenían algo de ritual, como lo tiene la peregrinación a la basílica de la virgen de Guadalupe en Ciudad de México a través de la llamada «Avenida de los misterios». Cada una de las veces que cruzaba el DF me sentía impelido a visitar esa avenida y empaparme del fervor, de la entrega, de la pasión de todos esos feligreses. Quería, de alguna manera, sentir los intangibles que laten detrás de ese misticismo.

Usted ha comentado que en esta novela quería contar una historia donde los milagros significaran algo. ¿En qué sentido?

Cuando digo que la sociedad mexicana posee un fuerte sentido de la espiritualidad no me estoy refiriendo al modo en que se vive allí la religión, sino la fe, que es un concepto mucho más íntimo y profundo. Los dos protagonistas de mi novela están a la búsqueda de una salida y, dado que el mundo real no les proporciona la respuesta deseada, apelan al ámbito de lo sobrenatural para encontrar esa señal que les oriente, que les guie, y al final la hallan. Ambos son creyentes, pero al mismo tiempo repudian las ideas artificiales que rigen la doctrina católica. Esa manera de afrontar la espiritualidad, plagada de elementos profanos, es común en muchas personas, con independencia de la religión que profesen.

A la hora de evocar esas singularidades que laten en la sociedad mexicana ¿En qué medida fue un desafío luchar contra la amenaza de superficialidad que siempre existe cuando uno se aproxima a realidades ajenas?

Pues, si te soy sincero, en este caso no percibí ese riesgo. México es un territorio que conozco muy bien o, mejor dicho, que me han hecho conocer muy bien. Las muchas visitas que he hecho a aquél país las he realizado acompañado por amigos o por amigos de amigos que conocían de mis necesidades a la hora de buscar información para mi novela. Es así como fui tejiendo una poderosa red de complicidades que me sirvieron de mucho en mis sucesivos viajes a Oaxaca, ciudad a la que regresé 2002, 2003, 2008 y 2009 y donde permanecí siempre entre dos semanas y un mes. Además mi hijo Everett, que habla perfectamente el castellano, me hacía de avanzadilla visitando orfanatos, hablando con niños de la calle, con médicos, con personas vinculadas al mundo de la prostitución, etc. Y cuando yo llegaba a la ciudad me decía: «Creo que merece la pena que visites este sitio y este y que hables con esta persona. Este lugar, sin embargo, te lo puedes ahorrar». Todos ellos me dieron una visión muy precisa de cómo eran los ambientes que yo quería retratar a mediados de los 70 y de su evolución posterior. Mucho más difícil fue escribir “Hasta que te encuentre”, donde tuve que documentarme sobre todos los estudios de tatuajes que había en una determinada época entre el Mar Báltico y el Mar del Norte (risas).

Pero más allá de esa geografía física está la geografía del alma que define el carácter mexicano donde encontramos, exacerbado, otro de los conflictos que nutren de manera recurrente sus novelas: la confrontación entre la vida imaginativa de los personajes y su experiencia real.

El estado de ensoñación y locura que procura la experiencia real en México resulta difícil de imitar. Muchos de mis amigos hippies que en los 70 viajaban a México pretendían acercarse artificialmente a él a través del consumo de peyote y yo les decía que eso, lejos de conducirles a un estado de alucinación, les iba a conducir a la muerte y en muchos casos así fue, por desgracia. La realidad es demasiado fuerte como para huir de ella, aunque sea estimulando la propia imaginación.

Pero, sin embargo, no deja de ser un tema sobre el que usted reincide con frecuencia en su literatura casi tanto como el de la memoria, al que nos referíamos al principio de esta conversación.

En ambos casos, la clave está en rebelarse contra lo establecido. Del mismo modo que los autores sabemos de antemano cuál será el final de la novela que estamos escribiendo, muchos de mis personajes toman conciencia de cuál es el final que les espera y ya sea a través de la memoria, evocando su propio pasado, o bien a través de su imaginación y de su capacidad para soñar, lo que buscan es revertir el curso de los acontecimientos y, al mismo tiempo, advertir a los demás sobre su destino. Pero esto último no es sencillo, ya que nadie escucha a los profetas. Al contrario, este tipo de personajes al pretender sobrepasar los límites de lo real, están condenados. La clarividencia resulta peligrosa, en primer lugar, para aquél que la posee.