Raúl Martínez
ENSAYOS MÉDICOS

ENTRE EL ALTRUISMO Y EL BENEFICIO PROPIO

En una sociedad que busca un nivel máximo de seguridad, las pruebas clínicas realizadas sobre voluntarios son objeto de unos controles tan exhaustivos que prácticamente descartan cualquier tipo de riesgo. El beneficio es evidente tanto para los voluntarios sanos como para los voluntarios enfermos, que tienen así acceso a fármacos experimentales muy costosos que pueden llegar a salvarles la vida. Sin embargo, la cesión voluntaria del propio cuerpo para la experimentación plantea cuestiones en las que la ética y el provecho pueden llegar a chocar.

Natalia Lanciego lleva nueve años participando con cierta regularidad en las pruebas clínicas organizadas por el Hospital de Sant Pau de Barcelona. «Empecé casi por casualidad: una amiga mía enfermera me habló de estos ensayos y me pareció una forma fácil de ganarme un sobresueldo», señala. Tras haber participado en cinco pruebas, esta licenciada en pedagogía de 41 años no ve más que ventajas en esta actividad, ya que se ha limitado a probar bioequivalencias; es decir, medicamentos con fórmulas que ya están en el mercado, pero que se comercializan a través de otra marca, sin más efectos secundarios posibles que los que pueden existir con cualquier medicamento. Otra ventaja considerable son los chequeos exhaustivos que le realizan antes y después de cada prueba. «Es como tener un seguimiento médico personalizado y gratis».

Marta C., fotógrafa de 33 años, solo realizó una prueba cuando todavía era estudiante en la facultad de Bellas Artes. «Lo hice porque realmente iba muy mal de dinero y al principio me parecía hasta divertido. Quizás el error fue decírselo a gente de mi entorno. No sé por qué, pero empecé a sentirme casi como si me vendiera y me daba la sensación de que tarde o temprano me podía pasar algo malo a nivel de la salud, aunque lo único que probé fueron diuréticos», precisa.

Un control máximo sobre el procedimiento. Aunque el riesgo cero no exista, la seguridad en los ensayos clínicos es máxima. Como apunta Rosa Antonijoan, responsable de los ensayos clínicos en el Hospital de Sant Pau, «incluso cuando el producto ha salido al mercado pueden ocurrir cosas imprevistas, porque no se pueden reproducir todas las condiciones bajo las cuales ese medicamento se va a tomar. El paciente puede haber tomado alcohol, o ser alérgico a uno de los componentes del medicamento, por ejemplo…». El celo y el rigor con el que se llevan a cabo estos ensayos es tal que, según Rosa Antonijoan, «si la aspirina tuviera que salir al mercado ahora, quizás no pasaba el corte».

El proceso se divide en tres fases. La fase 1 de las pruebas se dirige a voluntarios sanos y su único objetivo es comprobar la seguridad del medicamento, no su eficacia. En la fase 2 participan ya pacientes que sufren la patología que el fármaco trata de eliminar, pero en número reducido. Finalmente, la fase 3 trata a personas afectadas, pero los tests se realizan ya a gran escala, con un número importante de pacientes. Si en la fase 1 el beneficio del voluntario no va más allá de una compensación económica y un control médico, las fases 2 y 3 representan una auténtica oportunidad para personas con patologías graves.

La duración de las pruebas y el dinero que reciben los voluntarios de la fase 1 pueden variar mucho según el fármaco estudiado, pero podemos hablar de una cantidad que oscila entre los 100 y 150 euros diarios, dependiendo de las molestias que puedan causar las pruebas. El Estado español se ha convertido en uno de los países más activos en la realización de ensayos clínicos, un sector que mueve actualmente en torno a 500 millones de euros anuales.

La posibilidad de un tratamiento privilegiado. El caso de Franciscu Carrasco (productor de televisión de 45 años) es de los que mejor reflejan los beneficios que pueden obtener los afectados con graves patologías. Carrasco quedó infectado por el VIH en otoño de 2012 y enseguida pasó a formar parte de un ensayo con una vacuna experimental. En su historia se cruza la de Timothy Brown, el famoso «paciente de Berlín», el primer caso de sida curado desde que la terrible enfermedad surgió hace ya cuatro décadas. A Brown, que también sufría leucemia, se le aplicó una fuerte dosis de quimioterapia, se le hizo un trasplante de células madres y acabó finalmente curándose, tanto del VIH como de la leucemia cuando apenas le quedaban esperanzas de vida.

Aunque ningún caso es extrapolable y resulta imposible saber exactamente qué salvó al «paciente de Berlín», los médicos que tratan a Franciscu Carrasco procuraron ponerlo en una situación lo más parecida posible a la de Brown. Aunque todavía es pronto para sacar conclusiones, va por buen camino y lo cierto es que se siente un privilegiado por participar en este ensayo. «La investigación en la que participo me genera mucha confianza, estoy infinitamente más controlado que cualquier otro afectado de VIH. A mí me hacen controles completos, con una analítica por semana, cuando a un paciente normal solo se le analiza una vez al año», explica.

El celo que las autoridades ponen a la hora de establecer sus estándares de funcionamiento trae sin embargo algunas consecuencias deplorables. En una sociedad en la que se busca la quimera de la seguridad absoluta, un accidente en el ámbito precisamente de la prevención de la salud resulta inaceptable.

Y eso precisamente es lo que ocurrió el pasado mes de enero en la ciudad francesa de Rennes, cuando murió un participante sano durante un ensayo clínico del laboratorio portugués Bial. Pese a que el fármaco experimental BIA 10-2474, destinado a los trastornos neurológicos, no presentaba a priori ningún riesgo para la salud de los voluntarios, seis personas tuvieron que ser ingresadas de urgencia y una de ellas falleció. Las autoridades francesas lanzaron duras acusaciones contra el laboratorio portugués, considerando que el procedimiento contenía errores inadmisibles.

Pero la magnitud del escándalo no hace más que subrayar la absoluta excepcionalidad de los accidentes en este tipo de procedimientos: en el Estado español la normativa vigente exige la aprobación de la Agencia del Medicamento y el Comité de Ética antes de la puesta en marcha de cualquier ensayo. De los 1.600 ensayos presentados en 2015, solo la mitad obtuvo la autorización necesaria para seguir adelante.

Subcontratas y guerras comerciales. Sin embargo, este rigor puede llevar paradójicamente a efectos contrarios, con la realización de miles de pruebas en países con economías emergentes, donde resulta más fácil eludir los controles. Así, la farmacéutica india GVK BIO recibió una fuerte sanción de la Unión Europea en 2015, cuando una investigación reveló graves irregularidades en las pruebas que estaba realizando en su planta de Ahmedabad, en el sur del país. Nada menos que 700 medicamentos fueron así prohibidos por la UE, lo que supone una auténtica catástrofe para la pujante industria farmacéutica india, que debe tratar de mantener una reputación intachable para ser aceptada en territorio europeo.

La farmacéutica india, por su parte, aduce que la sanción responde en realidad a intereses económicos y que la UE quiere así deshacerse de un competidor molesto por su enorme potencial en el mercado farmacéutico.

La cuestión clave aquí es determinar hasta qué punto estas compañías pueden resultar rentables cumpliendo con una normativa tan exigente. Una empresa farmacéutica tarda entre diez y quince años en sacar un nuevo fármaco al mercado y, frente a los enormes gastos que esto supone, hay una tendencia cada vez mayor a subcontratar estos servicios en países emergentes.

La planta de Ahmedabad ha convertido los ensayos clínicos en una auténtica especialidad local y la extrema pobreza empuja a gran parte de la población a participar en unos ensayos clínicos sin saber muy bien qué sustancias están probando, con efectos secundarios rápidamente puestos en evidencia.

Una contribución al bien general. Esta perspectiva económica y de necesidad difiere de las motivaciones que empujan a miles de profesionales de la salud y a los voluntarios a participar en este tipo de pruebas. «Participar en estos tests es una prueba de gran generosidad, porque estos pacientes quizás reciban placebo y no se beneficien del medicamento, pero sí van a permitir que otros pacientes lo hagan años después», recuerda a este respecto Rosa Antonijoan.

Para los voluntarios que participan en las fases 2 y 3, en efecto, las posibilidades de beneficiarse directamente del tratamiento al que están sometidos son remotas. En el caso de Franciscu Carrasco, las durísimas sesiones de quimioterapia a las que se somete son su contribución a un sistema que le ha permitido sobrevivir a una enfermedad que, hasta hace bien poco, tenía unas consecuencias devastadoras sobre el organismo.

«Más que curarme del todo mi motivación para seguir en esta investigación es contribuir, como otros tantos también han contribuido. Estoy tomando unas pastillas que cuestan unos mil euros al mes y eso me hace sentir responsable», explica. Una postura diametralmente opuesta a la de Marta C. «Yo lo hacía solo por el dinero y en cuanto vi que me hacía sentir mal, aunque fuera a nivel sicológico, lo dejé», manifiesta esta fotógrafa.

La postura de Franciscu Carrasco es diametralmente opuesta. «Considero que tenemos cierta responsabilidad en este mundo. ¿Cuánta gente está muriendo todavía hoy en día en África por el VIH? ¿Y cuánta gente murió en España en los años 80? Esa gente tomó una mierda de medicación que les destrozó, y gracias a todos los esfuerzos que se hicieron por salvarlos, yo ahora desde el primer día he podido tomar una medicación sin ningún efecto secundario. Esto lo tengo que pagar de alguna manera», sentencia el productor de televisión.