Maider Eizmendi
Entrevista
joan subirats

«Tenemos que aceptar que el error y el conflicto son fuentes de mejora»

Doctor en Ciencias Económicas por la Universidad de Barcelona y catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de la Ciudad Condal, Joan Subirats (Barcelona, 1951) es especialista en temas de gobernanza, gestión pública y análisis de políticas públicas y ha trabajado sobre temas de exclusión social, problemas de innovación democrática y sociedad civil. A partir de enero, pasará a formar parte del equipo de Ada Colau en el Ayuntamiento como comisionado de Cultura. Conversamos con él en torno a la globalización, los procesos de participación, la desigualdad, las tecnologías de información, el conflicto... Y también sobre los ejes de la política cultural que quiere aplicar en la ciudad que le vio nacer.

Vivimos en un mundo globalizado, pero usted insiste en la importancia de lo micro, en la trascendencia de las ciudades.

Sí, aparentemente la globalización nos indica que pasa lo mismo en todos los lugares, porque el mercado es global, Internet es el mismo en todos los lugares... Incluso cuando viajamos y acudimos a alguna ciudad, las tiendas son casi las mismas en todos los lugares. La lógica de la globalización indica un aplanamiento del mundo, pero también es más puntiagudo en ciertos sitios, porque este proceso ha hecho que los problemas se concentren en espacios que tienen especifidades. No es lo mismo vivir esa globalización en un pueblo perdido de Euskadi que en Nueva York, en Barcelona, en Sevilla o en Hong Kong. La especifidad de lo local es lo que acaba convirtiendo la vida en propia. Digamos que tú puedes llevar las mismas prendas que lleva alguien que vive muy lejos de aquí, pero, en cambio, tu relación con tu entorno, tus vínculos, tus lazos, el hecho de despertarte cada mañana y viajar hasta tu trabajo, de llevar a tu hijo a la escuela, de cuidar a tu madre en el hospital... eso es específico, local y concreto. Por lo tanto, la calidad de vida se nos ha hecho más cercana a lo local, a lo específico.

Hay un libro de Benjabin Barber, un politólogo norteamericano que murió hace unos meses, titulado “If Mayors Ruled the World: Dysfunctional Nations, Rising Cities” (Yale University Press, 2013), en el que el autor insistía en la importancia de lo local y decía que si se juntasen cinco alcaldes o alcaldesas de cualquier punto del mundo en un evento, al cabo de cinco minutos estarían hablando de los mismos temas: transporte, residuos, escuelas, envejecimiento de la población... Eso convierte curiosamente a lo local en lo más global. En cambio, decía Barber, que si tú pones a cinco jefes de Estado de esas cinco ciudades a discutir, van a tardar mucho más tiempo en saber si el sistema político es presidencialista o parlamentario, si la constitución les va a permitir hacer esto y lo otro... Es decir, lo nacional-estatal, que hasta ahora era el eslabón de gobierno más importante, tiene más dificultades para adaptarse a lo global que el ámbito local. Es más fácil conseguir alianzas entre ciudades que padecen los mismos problemas, que alianzas entre países que padecen los mismos problemas.

¿Se convierten así en los principales agentes de cambio?

El problema grave que tienen las ciudades en ese aspecto es su nivel de incumbencia. Cito una frase del exalcalde de Vitoria José Ángel Cuerda, que decía ‘donde acaban mis competencias empiezan mis incumbencias’. Es una frase muy reveladora de lo que ocurre con los municipios. Las incumbencias de los pueblos y las ciudades van más allá de sus competencias y de sus recursos. Puede haber ciudades o pueblos, o alcaldes o alcaldesas que simplemente quieran gestionar lo que tienen. Pero si hay voluntad de servir a la gente y de intentar resolver problemas con la gente, eso es un elemento de cambio, porque hay un contraste muy fuerte entre lo que pueden hacer y lo que deberían hacer. Ahora, además, con la Ley Montoro ese aspecto aún es más evidente. Incluso hay ciudades que tienen situaciones de superávit que no pueden utilizar los recursos que tienen porque tienen que pagar la deuda.

Habla de ciudades, ¿lo dicho se puede extrapolar también a los pueblos?

Los pueblos pequeños tienen ventajas e inconvenientes. Una de sus principales ventajas es que probablemente no han de inventarse una palabra que en las ciudades es muy importante: la transversalidad. Es decir, no tiene que pensar cómo negociar los distintos problemas que requieren una abordaje conjunto desde negociados administrativos distintos. En las grandes ciudades todo está muy distribuido. Pero es cierto, también, que en los pueblos aún es más grave la diferencia entre competencia e incumbencia, porque los recursos son muy limitados. Yo creo que se debería favorecer, cosa que han hecho algunos estados, el que los ayuntamientos se agrupen. En Euskadi tenéis las diputaciones.

Es partidario de impulsar procesos de participación para que la ciudadanía se implique en la toma de decisiones. Pero las críticas a este tipo de intervenciones son numerosas. En su opinión, ¿cuáles son los mayores errores?

Creo que la crítica a las formas de participación que se han ido haciendo hasta ahora es justa, porque han puesto de manifiesto que esos procesos han sido muy funcionales, muy operativos. Alguien ha pensado cuál es el problema, alguien ha pensado cuál es la solución y es entonces cuando se abre el proceso de participación. La ciudadanía tiene que decidir en un marco en el que ya está todo muy pensado y acudir a sitios en los que solo se les pide levantar unos cartones. Ahora más que de participación se habla de coproducción de políticas y esto es un paso muy importante. Hablar de coproducir una política significa que las instituciones y los electos locales tienen que aceptar que no son, junto a sus técnicos, los únicos que van a decidir cuál es el problema, sino que tienen que ponerse más o menos de acuerdo con los sectores que se van a ver afectados sobre cuál es la cuestión a abordar. Se debe introducir la participación en la definición misma del problema, lo que condiciona todo el proceso posterior. Por consiguiente, los electos pierden poder, porque asumen que no son los que saben más de cualquier tema y deben asumir que la gente también puede tener sus propios saberes, como decía Pablo Freire. Es más complicado, sí, pero si lo haces así, a la hora de poner en marcha las conclusiones habrá más consenso y la gente lo verá como algo más compartido y, probablemente, se implique más. Y es que, en ocasiones, si tú quieres ir muy rápido en la definición del problema y en la decisión te encuentras la dificultad de que, a la hora de ponerla en práctica, tienes muchos obstáculos porque no has tenido en cuenta lo que la gente padece.

La participación de la ciudadanía no es tan masiva como se querría.

Los formatos de participación están muy pensados para una forma de participar que exige reunirse, discutir, estar sentado, saber intervenir... y muchas veces la gente participa haciendo. ¿Cómo combinar ambos aspectos? Hay muchas experiencias de acción comunitaria en barrios que funcionan muy bien y que parten de la propia realidad. Es cierto que a la gente le cuesta participar, porque cree que no tiene suficientes recursos o porque simplemente tiene otras prioridades.

Las desigualdades aumentan en Europa, no todos están en la misma situación y tienen las mismas prioridades a la hora de participar en la toma de decisiones.

Si las necesidades y los procesos de desigualdad aumentan, significa que aumenta la obligación de que las políticas atiendan más esos aspectos. Si la gente no participa porque tiene otras prioridades, ¿por qué no se atienden más esas necesidades? Por poner un ejemplo, en Barcelona hay escuelas muy innovadoras en las que las asociaciones de padres y madres son muy potentes. Normalmente son sectores de clase media y gente con ciertos recursos. Llevan a sus hijos a centros públicos, pero piensan que si se implican más en esa escuela, esta funcionará mejor. En cambio, hay escuelas públicas en barrios con rentas muy bajas donde no hay este tipo de asociaciones, porque los padres y las madres no tienen tiempo para organizarse. Existe una diferencia de participación basada en capacidades económicas, en capacidades cognitivas... Podemos pensar que en esa escuela no hay innovación y que los padres están despreocupados..., pero yo creo que los maestros o las entidades de las que depende ese centro pueden tener algo que decir. Sus prioridades sí que son otras, pero el hecho de que haya gente con más necesidades no desautoriza la idea de que la participación es importante, entre otros aspectos, porque también puede ayudar a cambiarlas. Hay que entender que se está impulsando la participación en los sectores que más interesan, en los sectores más cómodos, en los más organizados.

La situación ahora es muy complicada, porque el mundo está cambiando muy rápido. Nunca había pasado, al menos en Barcelona, que un 20% de quienes acuden a los servicios sociales del Ayuntamiento a pedir ayuda sea gente que trabaja. Son personas que tienen trabajo, pero aun así no llegan a fin de mes y necesitan ayuda. Esto es muy grave. Para dar solución a este problema, el Ayuntamiento podría impedir, por ejemplo, que se abriesen empresas que no aceptaran pagar a los trabajadores un mínimo de 1.000 euros. ¿Esto es participativo? No, esto es establecer prioridades para que la gente luego pueda participar.

Ciudades como Barcelona tienen una importante porcentaje de población flotante. ¿Cómo implicar a esos hombres y a esas mujeres que se puede decir que están de paso?

En Barcelona hay un 1.600.000 habitantes. Luego tenemos un promedio de 150.000 turistas diarios y unas 500.000 personas que vienen a la metrópoli a trabajar o a visitar la ciudad cada día. Hay problemas que tienen un carácter metropolitano y deben abordarse de esa manera, por ejemplo, el transporte, los residuos... U otros temas sociales, porque como se está encareciendo mucho el alquiler, hay gente que se está trasladando y llevando estos problemas sociales hacia otros ayuntamientos que no tienen los recursos que hay en Barcelona. Por lo tanto, hay cuestiones que necesitan ser abordados en una escala superior a la de la ciudad. Y en cambio, hay otros que necesitan ser abordados a una escala de barrio. Si tú encuentras la escala adecuada, el hecho de que haya gente de Erasmus u otra que está para un par de años no supone ningún problema. La cuestión es que las personas que son más o menos transeúntes se deben implicar en relación a los problemas que también tienen ellos. La carestía de los alquileres o la falta de vivienda pública son cuestiones que afectan a los turistas, a los visitantes, a los residentes... El hecho de que haya una población más flotante, que la hay, no problematiza las cuestiones de más recorrido.

Ha citado el turismo. En su opinión, ¿es en estos momentos unos de los principales problemas de la ciudad?

En Barcelona, el 20% del PIB proviene del turismo. La ciudad es turística, lo que hay que hacer es gobernar, en la medida de lo posible, ese turismo. Yo creo que una de las claves de Ada Colau en las elecciones es precisamente su idea de recuperar la ciudad para la ciudadanía. No se ha resuelto el problema, pero se han hecho cosas, como el PEUAT (Plan Especial Urbanístico de Alojamiento Turístico), un plan de organización de los apartamentos turísticos que distingue áreas de la ciudad en las que se pueden abrir apartamentos de este tipo y construir hoteles. Hay que intentar evitar que se concentre aún más la oferta turística. Es evidente que el turismo es beneficioso para la ciudad, pero no debe superar un cierto margen, porque, de lo contrario, solo son costes, perdemos la ciudad. Debemos redistribuirlo en la ciudad, pero también en el área metropolitana y evitar que en ciertas zonas de la ciudad sea más difícil comprar una botella de leche que un souvenir. En definitiva, aceptando que Barcelona es una ciudad turística, debemos evitar que se convierta en un parque temático, como Florencia o Venecia. La ciudad pierde todo su sentido si solamente está pensada para el turista, porque creo además que la gente visita Barcelona porque le gusta que sea una ciudad.

En los últimos tiempos se habla mucho de la «Smart City». Parece que la tecnología tiene soluciones para todo.

Existe una mirada muy instrumental hacia la Smart City. Su lógica es resolver los problemas colocando sensores, creyendo que la ciudad funcionará mucho mejor si utilizamos la tecnología digital. Por ejemplo, si tú pones un sensor en el contenedor de la basura, el camión de recogida no tendrá que ir a vaciarlo hasta que esté lleno. Por lo tanto, ahorraremos gasolina, emitiremos menos CO2... y sería más eficiente. O si en Bilbao hay una App que te indica dónde hay aparcamientos libres, no sería necesario estar dando vueltas buscando aparcamientos, por lo que ahorrarás gasolina, tiempo... Pero en los casos que he citado se está utilizando la tecnología no para replantear el tema de los residuos o la movilidad; no se utiliza la capacidad innovadora que tiene la tecnología para que haya menos residuos o para que el sistema de movilidad sea distinto. No es una perspectiva disruptora.

Además, se debe tener en cuenta la parte negativa de la tecnología. Tú estás utilizando Google maps porque es gratis, pero normalmente cuando algo es gratis es porque tú eres la mercancía. Aguas de Barcelona está colocado contadores digitales de agua, porque su negocio va a ser más el control de quién gasta agua, cuándo y dónde, que no hacer pagar el recibo. Esto le da un gran poder. La utilización del Big Data aparentemente resuelve problemas, pero ¿de quién?, ¿quién es el que controla esos datos? El control de esos datos es clave. Hablamos muchas veces de soberanía y de autodeterminación, pero la soberanía digital, la soberanía alimentaria, la soberanía energética... esas soberanías nos afectan directamente y son tan importantes o más que la otra. El cambio tecnológico puede ser un factor positivo, pero puede no serlo. Hemos de politizar el cambio digital y discutir quién gana y quién pierde con cada una de las aplicaciones.

Los avances tecnológicos también nos auguraban una mayor acceso a la información, pero el pronóstico se ha cumplido en parte. La ciudadanía está informada, pero lo están más las grandes plataformas.

Es evidente que la información antes era mucho más unilateral. Ahora la gente hace de periodista con sus móviles. Genera mucho ruido, sí, pero evita que haya una sola dirección en la información. Todo ello representa una democratización de la información, pero tiene sus desventajas, porque hay mucho bulo, mucha postverdad... Pero es cierto lo que dices, porque ¿quiénes son los nuevos amos del mundo?: el GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft). Son esas empresas las que controlan todas las carreteras por las que discurre la información y, por lo tanto, son muy capaces de condicionar totalmente la vida de la gente. Estamos en un nuevo tipo de capitalismo, que es el capitalismo de plataforma.

Asegura que en democracia se sobrevalora el consenso.

Sí, yo soy muy partidario de valorar el conflicto, porque representa una fuente de innovación. Cuantos más conflictos sea capaz de albergar, mejor es una democracia, siempre y cuando estos conflictos no se vuelvan endémicos, violentos... No obstante, tenemos una cultura que nos viene a decir que el consenso es lo mejor. Yo siempre digo que el sitio donde hay más consenso es el cementerio; no se oye nada, todo el mundo se muestra pacífico y tranquilo... Pero una sociedad viva es una sociedad conflictiva. En el fondo, para cualquier político es importante recibir señales de que las cosas van mal y no rodearse de gente que solamente le diga que todo va bien. De esa manera, no tiene la oportunidad de saber qué está ocurriendo. Los conflictos sí le pueden dar pistas de cómo mejorar. Tenemos que aceptar que el error y el conflicto son fuentes de mejora. Cada vez la realidad es más compleja y hemos de evitar pensar que tenemos soluciones para todo. Debemos poner a pruebas las soluciones: si funcionan, ya las haremos más grandes; si no lo hacen, aprenderemos del error. Eso significa aceptar el conflicto y el error.

A partir del próximo mes de enero estrenará el cargo de comisionado de Cultura en el Ayuntamiento de Barcelona. Ha afirmado que pretende emplear la cultura para impulsar la cohesión y la equidad. ¿En qué sentido?

Yo creo que hay una mirada de la política cultural muy funcional y muy instrumental. En ocasiones, pensamos que para que un barrio mejore lo mejor que podemos hacer es colocarle una universidad, para que esta genere una dinámica educativa y cultural y cambie la realidad de esta zona. O para mejorar las dinámicas de una ciudad, simplemente pensamos en poner un museo y para ello llamamos al mejor arquitecto del mundo para que lo construya. Parece que con esto resolvemos los problemas de la cultura, pero realmente lo que estamos haciendo es pensar en la cultura en términos instrumentales.

Si queremos discutir de cultura en términos de una política, debemos hablar primero de qué valores quiere transmitir. Para mí hay tres claves: la capacidad de generar agencia o autonomía, la equidad y la diversidad.

En cuanto al primer punto, creo necesario que una política sea capaz de que la gente tenga las bases culturales suficientes para sentirse con autonomía para emprender proyectos y ser activo. Por otro lado, cada vez más ocurre que personas con el mismo nivel educativo tienen un capital cultural muy distinto. Quizás unos han vivido en una familia en la que los libros son abundantes, van de vacaciones al extranjero, conocen museos... Y otros, a pesar de tener el mismo nivel educativo, no ha tenido todo ese acompañamiento cultural más amplio. Esta realidad nos indica otro factor importante de la política cultural: ¿Cómo trabajar por la equidad para conseguir esos recursos culturales que para alguna gente son naturales y forman parte de su hábitat natural y que para otra gente no lo son? ¿Cómo conseguimos que suceda también en sitios donde no acostumbra a suceder eso? El tercer aspecto es la diversidad. Una de las cosas más importantes que está sucediendo últimamente es que la gente cada día quiere que le reconozcan en su ser distinto. Si queremos construir una sociedad abierta, tenemos que impulsar un tipo de cultura que incorpore la diversidad como un factor clave y que, por lo tanto, reconozca a los otros, los distintos, como semejantes. Esto tiene que ver con la ruptura de esa lógica de cultura hegemónica, de cultura única. Hay que aceptar que una ciudad como Barcelona puede tener muchos relatos distintos y muchas lógicas culturales distintas. Esto requiere jugar con los grandes equipamientos, con los grandes museos, con la aportación tan importante que hacen estos grandes equipamientos y esos grandes operadores culturales y, al mismo tiempo, ser muy conscientes de aquello que no es tan visible y que está sucediendo en los barrios. Es importante acercar esa gran cultura a esas zonas, pero también recoger la innovación que sale de esos grandes operadores culturales emergentes que nos están dando indicaciones de por dónde pueden ir las cosas e incorporar el conflicto como un elemento de innovación cultural.

No es la primera vez que le invitan a entrar en el equipo municipal. ¿Por qué se ha decidido a hacerlo ahora?

Hay un momento en el que simplemente la situación exige un compromiso más directo. Yo estaba muy cómodo como profesor, oficio en el que llevo más de cuarenta años y, más bien, sé que me estoy complicando la vida. No obstante, llega un momento en el que, en vez de hablar de lo que tienen que hacer los demás, hay que ponerse a prueba.