IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Confundidos

La confusión es un estado mental en el que notamos cierta desconexión con alguna parte de nosotros mismos, principalmente en términos de pensamiento. Es como si, con los mismos datos que hemos utilizado otras veces para guiarnos por el mundo, ahora de repente no podemos llegar a esas conclusiones que “cerraban” la duda, el problema o la situación. Se nos queda por concluir un razonamiento, o el resultado del mismo está diluido, y es frágil. Nos embarga entonces una sensación incómoda de vulnerabilidad excesiva, de incomprensión y cierto temor, ya que lo que hacemos a partir de ese razonamiento “blando”, puede llevarnos por derroteros que, de algún modo, pueden resultarnos inciertos, ajenos.

La confusión puede darse en múltiples situaciones y tener diferentes formas. Una de ellas es la propia de cruzar dos informaciones que nos resultan incoherentes y son importantes a la hora de tomar esas decisiones de las que hablábamos al principio; en ese caso la propia confusión intelectual nos deja un poco aturdidos, sin saber a qué atenernos –quizá ésta sea la versión más conocida de la confusión–. Otra fuente de confusión es la que produce un estado físico deteriorado por una nutrición deficiente, un cambio brusco en las condiciones ambientales o, incluso, una tensión física sostenida que termina por convertirse en una situación muscular general de presión que afecta a la capacidad de pensar. Otro de los detonantes de la confusión es un gran estímulo emocional que nos sobrepasa, una cantidad de estimulación provocada por algo repentino, o desafiante que hace que nuestros circuitos cerebrales –relacionados con la amígdala, el hipocampo y el tronco cerebral principalmente– desencadenen respuestas de supervivencia más extremas. En ese caso, el pensamiento racional y superior queda relegado o silenciado temporalmente. Pero también la acumulación de pequeños abusos, negligencias emocionales y muestras de ignorancia de nuestra presencia y necesidades de forma sostenida puede derivar en una experiencia enorme de confusión, quizá más aguda a veces que recibir el impacto intenso del párrafo anterior.

Si la fuente de la confusión son las figuras de referencia o aquellas a las que nos hemos abierto íntimamente y de quienes estamos dispuestos a tomar sus palabras o gestos como “genuinos” –al fin y al cabo, ¿cómo nos van a descuidar aquellos que siempre han dicho estar ahí para nosotros?–, entonces, tenemos que lidiar con la incongruencia. Por un lado, escuchamos o incluso experimentamos que nos cuidan y, por otro, notamos su “maltrato”, entonces, para mantener esa relación en lugar de cortarla –y quedarnos sin la parte buena– nos decimos algo así como «no puede ser, debe de ser algo mío», así que termina por condensarse una sensación interna de inadecuación que nos hace entonces dudar de nosotros mismos, de nuestros recursos y de lo que sabemos y lo que podemos conseguir. Nos confundimos no solo en lo intelectual, sino también en lo emocional, precipitándonos a una incapacidad que cursa con nebulosa, por decirlo así.

Pero la confusión también puede ser un recuerdo, apagamos la mente cuando viajamos espontáneamente a un momento anterior de la vida, y nos sentimos de nuevo como adolescentes o niños y niñas ante un desafío que nos sobrepasa. E incluso la confusión puede darse entre la fachada que utilizamos y lo que vivimos internamente, llegando a confundir también a los demás como el objeto, sujeto, o receptáculo de intenciones que no les corresponden.

En cualquiera de los casos, necesitamos anclarnos, quizá también de maneras coherentes, por partes: recopilando información lo más certera que podamos, siendo conscientes de lo que pasa en nosotros, cuidando de nuestro cuerpo, manteniendo la autonomía de reconocer lo que queremos y una distancia lo más corta posible entre nuestras fachadas y nuestro mundo interno.