Carolina Gamazo
menores retenidos en centros de EEUU

La espera de Ovidio

Decenas de familias centroamericanas separadas hace cuatro meses en la frontera entre México y Estados Unidos aún no han sido reunificadas y continúan internadas en centros de retención en los departamentos fronterizos de Estados Unidos. Esta es la historia de Ovidio Batres y su hija Ashly, una pequeña de 7 años a quien su familia espera en Guatemala.

Ovidio Batres Morales, de 34 años, llegó a la base de la fuerza aérea de Ciudad de Guatemala hace cuatro meses, un jueves de junio. Venía en el cuarto avión con deportados guatemaltecos que llegaba ese día desde Estados Unidos al país centroamericano. Salió de las instalaciones militares en una fila de hombres en sus mismas condiciones, con la mirada desconcertada, zapatos sin cordones y cargando una bolsa de plástico con sus pertenencias. Cuando le vio salir, lo primero que hizo Claudia Isabel González, su ex esposa, de 27 años, que le esperaba entre el amplio grupo de personas apostadas en la parte exterior de las instalaciones, fue empezar a increparle con enfado: «Yo te puedo meter preso, por haber dejado a mi hija allá sola». Ovidio tenía los ojos vidriosos pero no lloraba; Claudia, en cambio, lloraba a mares.

Ovidio, que no sabe leer ni escribir, y tiene un retraso en el habla no diagnosticado, fue separado de su hija Ashly Batres, de 7 años, hace ya más de cuatro meses, el 7 de junio de 2018, por las fuerzas migratorias de El Paso, en Texas, cuando fueron entregados a migración de este municipio fronterizo en su ruta hacia Estados Unidos. Después de trasladarlos a la hielera, un lugar con el aire acondicionado muy alto donde introducen a los migrantes deportados y que es descrito como un castigo, Ashly salió de la mano de un agente migratorio y Ovidio no volvió a verla más. El guatemalteco permaneció dos meses en EEUU, retenido en dos albergues, hasta que finalmente fue deportado a su país sin ninguna noticia de su hija.

Ovidio y Claudia Isabel son solo unas de las más de 3.000 familias centroamericanas que se vieron afectadas por la política de “Tolerancia Cero” iniciada por la Administración Trump en abril. Según este cambio de criterio, los padres que eran retenidos junto a sus hijos a la frontera dejaban de permanecer juntos durante el tiempo de espera de su trámite migratorio. Mientras los adultos eran trasladados a albergues, los menores fueron reubicados en casas-hogares de estados fronterizos con México, como Texas, Nuevo México o Arizona.

Esta medida fue finalmente suspendida a mediados de junio por las fuertes críticas recibidas, cuando se viralizaron las imágenes que mostraban a niños y niñas muy pequeños solos en albergues fronterizos.

A pesar de que el Gobierno estadounidense paralizó estas separaciones e inició procesos de reunificación a partir de junio, centenares de niños que fueron repartidos por casas-hogares no han logrado todavía volver a ver a sus padres y madres. Mientras, el riesgo de que sean adoptados es cada vez más alto.

Evan Ajin, hijo de migrantes guatemaltecos y vicepresidente de operaciones de la asociación estadounidense Nexus, que facilita los procesos a los migrantes, y les ayuda con el pago de las fianzas y la asistencia jurídica, dice que todavía hay cientos de familias separadas. «Cuando dijeron que iban a reunificar a todos los niños con sus papás, esto ya era imposible, porque el Gobierno de Estados Unidos no está lo suficientemente organizado para mantener datos de dónde están los papás y dónde están los niños. Estaríamos hablando de cientos de niños», explica Ajin vía telefónica.

Una investigación publicada por la agencia de noticias AP en octubre, basada en centenares de documentos y archivos judiciales, mostró agujeros en el sistema judicial que habían permitido adopciones de niños mientras estos esperaban sus procesos migratorios.

Muchas de las familias centroamericanas actualmente no saben dónde están sus hijos, y el aislamiento derivado de la pobreza en el que viven, con niveles educativos muy bajos –muchos de ellos monolingües mayas y en aldeas muy alejadas de la capital–, dificulta los procesos de reunificación.


Sin ninguna información sobre Ashly. La aldea de Ovidio Batres, Monteverde, está asentada sobre una montaña de pinos, en Quezada (Jutiapa), en el oriente del país. Al igual que el resto de las comunidades de Guatemala, la carretera de acceso no está asfaltada y se encuentra en muy malas condiciones; tiene un centro de salud desabastecido y solo cuenta con educación primaria.

Mientras vamos entrando en la parte urbanizada, Víctor, el padrastro de Ovidio, va señalando diferentes propiedades. «Esa casa la construyeron con el dinero que mandan sus hijos, que están en EEUU», cuenta mientras muestra una casa de color granate y en visibles mejores condiciones que otras construcciones. «Esa camioneta la compraron sus hijas, que también están en EEUU», explica mostrando una pick up Toyota Tacoma.

Para Víctor, la única salida o el único futuro es marcharse a Estados Unidos. De hecho, dos de los tres hermanos mayores de Ovidio viven en este país mientras que el otro reside en Belice. «Antes ni teníamos acceso. Esta carretera nos la puso Manolito Castillo», explica Víctor mencionando a un narcotraficante de la zona, Manuel Castillo, actualmente en prisión acusado de asesinar a tres diputados salvadoreños en 2007.

Las condiciones de esta comunidad son una constante que empuja anualmente a miles de centroamericanos a salir de sus países en busca de empleo. Según datos oficiales, existen 3 millones de guatemaltecos viviendo en Estados Unidos, y solo en 2018 han sido deportados 25.000 desde allí.

«Teníamos el sueño de ir a vivir a Estados Unidos, Ashly estaba muy ilusionada», dice Ovidio al regresar a su casa por primera vez desde su salida frustrada al destino soñado. «Nosotros no somos delincuentes, no vamos a robar, vamos a trabajar». Un rato después, un poco más tranquilo, narra su travesía.

Ovidio y Ashly salieron en autobús desde Ciudad de Guatemala el 7 de mayo, pagaron al coyote en total 35.000 quetzales (3.800 euros) por el traslado de los dos, a cambio de que los dejara en el puesto fronterizo de El Paso, Texas. El migrante menciona que durante la travesía por México los trataron «muy mal». El grupo estaba compuesto por unas sesenta personas, todas centroamericanas. Se desplazaban en autobuses y metían a los niños en el compartimento de las maletas. Menciona que en un momento de la ruta casi los atropella un tren.

Ovidio no recuerda la ciudad ni el estado en el que estuvieron retenidos y solo dice que pasó por dos cárceles, acompañado de hombres de muchos países, sobre todo de El Salvador y de Honduras. Entre estos, había otros migrantes a quienes también les habían quitado a sus hijos. En su celda, recuerda, había un hondureño al que habían separado de su hija de 2 años, y que estaba todo el día llorando.

Ovidio no quiere que Ashly regrese a Guatemala. Tiene un hermano en Estados Unidos, Juan Antonio, que lleva nueve años viviendo en Maryland y tiene ya tres hijos. Se ha ofrecido a quedarse con Ashly. Toda la familia de la niña prefiere que ella se quede viviendo con su tío en el país norteamericano.

Sin embargo, los trámites migratorios en Estados Unidos son muy costosos y tediosos, y su tío Juan Antonio ya se ha gastado 800 dólares en abogados. Lo cuenta Víctor, a quien le informó de que no iba a emplear más recursos económicos en la gestión.

En los siguientes días al retorno de Ovidio al país, tanto Claudia Isabel como sus padres le buscan ayuda psicológica. La derrota de los deportados, para este migrante, está acompañada de una losa aún más pesada; la de una niña indefensa y desprotegida en un país desconocido. Y su frustración también aumenta por haber firmado, sin saber lo que ponía, los papeles en los que autorizaba al Gobierno de Trump a deportarlo sin ella. «Dice que se quiere quitar la vida», explica Claudia Isabel, pidiendo ayuda.

«Cuando llegan los padres a buscar a los niños están muy angustiados, con mucha ansiedad por verles y saber qué pasó», explica Sara Arévalo, psicóloga y consultora de los Misioneros Scalabrinianos en el Hogar Nuestras Raíces de Guatemala, al que llegan los niños deportados no acompañados.


Segunda visita. Han pasado ya dos meses desde que Ovidio fue deportado a Guatemala y desde que Ashly se encuentra en Estados Unidos. Esta, según le cuenta por teléfono, fue trasladada a un albergue en Arizona. Habla con su padre a menudo y Ovidio, gracias a la ayuda de una psicóloga de la Casa del Migrante, ya se encuentra con mejor ánimo. Por su parte, Víctor, el padrastro de Ovidio, cuenta que se lo lleva a trabajar al campo, «para que se airee».

Ovidio comenta que su hija va a la escuela y está aprendiendo inglés. «Se sabe los números», y además, tal como narra Carmen, su abuela, «va a misa». Al ser preguntado por los trámites migratorios, explica que está a la espera de que su hermano Juan Antonio envíe unas huellas, aunque ya lleva varias semanas de retraso.

Claudia Isabel González, la madre de Ashly, tuvo que dejar el trabajo como cocinera en un comedor de Ciudad de Guatemala cuando se enteró de que su hija estaba sola en Estados Unidos, porque «por los nervios» le temblaban las manos. Ahora vive en la aldea El Amatón, en casa de unos familiares. Muestra su preocupación por la situación de su hija. Claudia dice que preferiría que ella regresara pero que «si es por su bien», permitirá que se quede con su tío.

«Yo no sé leer ni escribir, y en mi vida me han discriminado mucho por eso. Viví en mi infancia en mucha pobreza y, si mi hija puede estudiar y puede tener un futuro mejor, prefiero que se quede con su tío Tono», explica esta joven de cara redonda y cabello largo y castaño oscuro.

Claudia Isabel no vive con su hija desde que esta tenía 2 años, cuando tuvo que irse de la aldea por amenazas. En ese momento Ashly se quedó con su padre. «Ella estaba muy unida a él y cuando Ovidio dijo que se iba para Estados Unidos, ella dijo que se quería ir con él».

El Estado de Guatemala no está ofreciendo ningún tipo de asistencia a las familias que fueron separadas de sus niños. Las únicas ayudas que reciben son de organizaciones de migrantes y abogados que comenzaron a ayudar de forma voluntaria desde que se dio a conocer esta tragedia.

Según las cifras de la Dirección General de Migración, de enero a setiembre han sido deportados vía aérea desde EEUU 172 niños no acompañados; 120 desde junio, lo que hace un promedio de 40 niños al mes.

Los menores llegan en vuelos comerciales y son trasladados a un hogar estatal, llamado Nuestras Raíces, que acoge a los niños deportados hasta que sus familiares acuden a recogerlos. Este lugar, ubicado en el centro histórico de Ciudad de Guatemala, y que no permite a nadie la entrada, ve llegar semanalmente cerca de diez niños que han sido separados de sus padres en los meses anteriores.

Silverio Gómez se encuentra esperando en el exterior del Hogar Nuestras Raíces con su esposa y su hija pequeña. Llega desde Unión Cantinil (Huehuetenango), un pueblo cercano a la frontera con México, para recoger a su hijo de 10 años, Kevin Ariel Gómez.

Silverio viajó hacia EEUU en noviembre de 2017 con su hijo. A él lo capturaron y a los 25 días lo deportaron, mientras que su hijo se quedó en un albergue de menores de Houston, Texas. No volvió a saber nada de él durante los siguientes meses, hasta la llamada recibida la víspera de la conversación con 7K, realizada a las puertas del centro. El Consulado le había comunicado que su hijo llegaría en un vuelo ese día. Kevin ha permanecido ya seis meses retenido.

«Desde que estuve preso en EEUU ya no lo vi. Hasta que me llamaron ayer, y me dijeron que lo fuera a recoger a las 9 en punto, pero no llegó. Me dijeron que no pudo abordar el avión», expone Silverio Gómez.

Sara Arévalo, psicóloga del Hogar Nuestras Raíces, explica que las consecuencias psicológicas para los niños permanecen a largo plazo. «En los pequeños, una de las consecuencias de la separación es que hay sensación de abandono. Hemos visto que, cuando regresan, han pasado de seis a ocho meses desde que los separaron de los padres y, aunque están contentos y ansiosos de ver a sus papás, el reencuentro es difícil», señala.

Muchos de los niños, además, han permanecido durante meses inmersos en el proceso migratorio de acogida por familias estadounidenses. «Hemos visto que los niños pequeños, menores de 10 años, vienen con maletas grandes, con obsequios de lugares a los que les han llevado a pasear. Pero, en general, están contentos de ver a sus papás. Dicen ‘voy a ver a mi mamita o a mi papito’», concluye la psicóloga.


Ashly se hiere las manos tratando de escapar. La tercera vez que vemos a Ovidio han pasado dos meses y medio, y la familia está preocupada. Juan Antonio no ha enviado las huellas y los documentos al albergue. Ashly ha hablado solo dos veces con él en el último mes. Su madre cuenta que le llamaron desde la casa hogar en la que se encuentra Ashly, en Arizona, para decirle que se estaba empezando a portar mal. «Me dijeron que se abalanzó sobre las verjas porque quería salir, y ella pensó que con su peso las iba a tirar, y se hirió las manitas y se las tuvieron que vendar», explica Claudia Isabel, que ya volvió a conseguir trabajo. «Me llamaron porque dicen que otros niños pueden imitar su comportamiento y que yo tenía que decirle que no hiciera eso», añade. Según detalla, Juan Antonio llevaba varias semanas diciendo a la niña que ya había enviado sus huellas e iba a sacarla del centro la semana siguiente. La niña se había desesperado al ver que las promesas nunca se cumplían.

Lograr que los niños y niñas salgan de estas casas hogares implica largos y costosos trámites. Los migrantes, según explica Evan Ajin, de la organización Nexus, no tienen derecho a un abogado de oficio, por tratarse de temas migratorios. «Si un niño de 5 años tiene que comparecer ante un juez y no tiene dinero para un abogado, entonces comparece solo», explica. «El Gobierno no quiere liberar a los niños. Siempre pone más y más barreras, simplemente para mantener a los niños retenidos por más tiempo», agrega Ajin.


El negocio que hay detrás. «Lo que sucede es que en este país hay mucho dinero detrás de la detención de los migrantes, porque las compañías privadas son las dueñas de estos centros de detenciones, y tienen contratos con el Gobierno federal para mantener a los niños. Reciben millones de dólares por día. Ellos dicen que los niños tienen problemas mentales y muchas cosas más. Y muchos niños, efectivamente, están sufriendo problemas mentales, porque fueron separados de sus papás», añade el vicepresidente de operaciones de Nexus.

Mauro Verzeletti, de los Misioneros Scalabrinianos, y director de la Casa del Migrante en El Salvador y Guatemala desde hace veinte años, acusa directamente al Gobierno de EEUU de esta situación. Verzeletti se encuentra en Ciudad de Guatemala, en las instalaciones este hogar acondicionado para el paso de migrantes desde Centroamérica a Estados Unidos.

«Hay niños en procesos de adopción y hay niños desaparecidos, que los padres no saben dónde están, que viven en una situación de desaparecidos y Estados Unidos va a tener un problema serio en el futuro por el mal procedimiento», alerta el religioso, que explica que la Casa del Migrante acompaña a cuatro familias guatemaltecas que fueron separadas de sus hijos y que actualmente no saben nada de ellos.

«Estados Unidos está violando la Constitución de la República y los convenios internacionales de la niñez, y no está respetando el derecho superior de los niños y las niñas. Hoy, el Gobierno norteamericano está reproduciendo el nazismo», añade Verzeletti.

La última vez que veo a Ovidio, el 10 de octubre, este todavía no se ha reencontrado con su hija. Nos espera en su casa de adobe, junto a sus cuatro hermanos y hermanas menores. Hasta el momento, según lo que le ha contado Ashly por teléfono, su hija ya ha comparecido tres veces en el juzgado. «Ella dijo en la Corte que quería regresar y el Tono (Juan Antonio, su tío) ya no la quiso», explica Ovidio.

Así, después de cuatro meses, separada de su padre y retenida en diferentes albergues de Estados Unidos, esta niña de 7 años finalmente puede que regrese a Guatemala a reencontrarse con su familia. O, al menos, eso es con lo que ellos sueñan.