IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Cuando guardarse el odio es revolucionario

Quien más y quien menos ha tenido que afrontar situaciones de conflicto, bien desde dentro o como testigos (que es más dentro que fuera). Todos hemos escuchado en estas ocasiones a las dos partes y lo que es común en estos casos es que tanto una como otra usen expresiones del tipo “no me quedó más remedio”, “se lo estaba buscando” o “cualquiera habría hecho lo mismo”.

Sea cual sea la situación y siempre y cuando haya cierto equilibrio en las fuerzas, cualquiera de las partes puede llegar a justificar su actuación por la inevitabilidad de esta. En algunos de esos casos podemos evaluar esta desconexión de la elección en función de la intensidad de la emoción, es decir, si el temor o el enfado son intensos, el asesoramiento de la situación y las opciones se estrecha y se vuelve inmediato y reactivo, pero cuando hay una ventana de seguridad, la reacción se convierte en responsabilidad individual. También es evidente que cuando lo que está en conflicto es lo mío, lo nuestro, las opciones que nos alejen de conseguir la integridad o el beneficio de esto, van a presentársenos como opciones que generan vulnerabilidad o incertidumbre, por lo que no serán las primeras en las que pensemos –nadie quiere sentirse vulnerable en un conflicto–.

Y probablemente esta sea una de las razones por las que ante un conflicto, tener razón se convierte en algo más importante que resolverlo. Sería interesante preguntarse si en los conflictos que vivimos o presenciamos por la televisión, hay una voluntad de afrontar el tema en cuestión, de arreglarlo hablando llanamente, o si la pelea tiene más que ver con vencer al otro. Por alguna razón, incluso, escuchar realmente lo que el otro tiene que decir –pausando por un momento la réplica que imaginamos y ensayamos de antemano– lo vivimos como una cesión, o mejor dicho, como si eso nos hiciera “seguidores” o “poco firmes”. Por alguna razón hemos perdido la confianza de aprender algo de la visión distinta, de la diversidad –y la de verdad es la que difiere drásticamente, no la que tiene que adaptarse a nosotros–, lo que nos deja en una encrucijada mental y emocional que llega a secuestrarnos.

Cuando miramos a los conflictos como una cuestión personal, el motivo deja de importar bastante pronto, incluso se olvida que este surge de la necesidad mutua de compartir un espacio (personal, laboral, de recursos…) y de la confluencia de dos potencialidades que buscan lograr algo pero que al mismo tiempo dependen del otro.

Supongo que es un esfuerzo relajarse en los tiempos que vivimos, en los que parece que todo tiene una tremenda trascendencia, lo que termina generándonos un temor constante, como de ruido de fondo, poco a poco; relajarse para hacer hueco a creer –y elijo esta palabra porque también la imposibilidad es una creencia– que es posible que tú tengas algo que a mí me sirva para estar mejor y viceversa. Cuando nos adentramos en el conflicto-guerra de pequeña escala, debemos saber que estamos renunciando, lo queramos saber o no, a una parte de nosotros y lo hacemos en teoría para lograr algo importante. Sin embargo, cuando salimos de ese túnel, si notamos que no ha merecido la pena, probablemente sea porque nos dejamos a nosotros mismos a la entrada, nos olvidamos de que éramos capaces de ponernos de acuerdo, de lograr, y de crear algo que antes no existía, y que nos hace ir no ya un paso más adelante, sino en una nueva dirección en la que el otro sea una riqueza y no una usurpación. Quizá entonces nos estemos levantando contra la dictadura del temor.