Andrea Olea
a la espera de la reconstrucción

Yarmuk, el corazón roto de la diáspora palestina

El campo palestino de Yarmuk, en Damasco, fue el hogar de 160.000 refugiados, un tercio de los palestinos residentes en Siria. Su destrucción en una sangrienta guerra que dura ya más de siete años ha provocado un nuevo éxodo que hace tambalearse la identidad y el futuro de esta comunidad en el exilio.

De Yarmuk recuerda su vida, su gente, la importancia de la comunidad... «Mi madre, por ejemplo, tenía visitas todos los días. Yo les servía el café. Tengo ese recuerdo: mujeres charlando, tomando café en casa». Sentada en una cafetería de Beirut, en Líbano, Nour Owiss, abogada palestina de 30 años, se transporta a su infancia y juventud en el campo de Yarmuk. Antes de que la guerra lo alcanzara y los bombardeos y los combates lo arrasaran hasta los cimientos, era el enclave palestino más grande de Siria.

Esta barriada de apenas dos kilómetros cuadrados situada a las afueras de la capital siria llegó a albergar a 160.000 refugiados. El campo, levantado de manera informal en 1948 por miles de palestinos que huían de la Naqba (la creación del Estado de Israel), se formalizó en 1957, y con el tiempo se había convertido en un populoso barrio comercial de clase trabajadora. El veterano periodista Fawaz Turki, autor de “Los Desheredados: Diario de un exilio palestino”, que visitó el campo en innumerables ocasiones, lo describía así: «Gente fumando pipas de agua en sus cafés y escuchando a poetas locales recitar sus versos, activistas políticos lanzando sus diatribas, músicos y contadores de cuentos junto a vendedores ambulantes, artesanos, sastres, tenderos, albañiles y zapateros... (…) Incluso en medio de la pobreza y la indigencia, la vida en Yarmuk latía con salvaje alegría».

En los primeros meses de guerra en Siria, Yarmuk se mantuvo neutral y, de hecho, acogió a miles de desplazados sirios provenientes de otras partes del país. Por esa época llegaron a habitarlo 900.000 personas. Sin embargo, la creciente tensión con el Gobierno en otros campos palestinos desembocó en el levantamiento abierto de Hamas y otras facciones palestinas contra Damasco a finales de 2012, fecha de los primeros bombardeos del ejército sirio sobre Yarmuk.

Posteriormente entrarían en el campo las dos principales fuerzas opositoras al régimen, el Ejército Sirio Libre y el frente Al Nusra, y más tarde el Estado Islámico, que llegó a hacerse con la práctica totalidad del enclave. El asedio por parte de Damasco a partir de 2013 con el fin de recuperar el control de la zona provocó una crisis humanitaria de dimensiones épicas, con decenas de muertos por hambruna, miles de personas atrapadas y decenas de miles más expulsadas de sus hogares, amén de la destrucción total de la infraestructura. La familia de Nour hizo las maletas y se despidió de Yarmuk «el 16 diciembre de 2012. Tengo grabada esa fecha».

División total. A diferencia de otros países árabes, Siria siempre se ha mostrado generosa con los palestinos. La población refugiada gozaba de mayores derechos que en otros países de acogida como Egipto o Líbano, alcanzando lo más parecido a un estatuto de ciudadanía plena. Los Asad se han postulado tradicionalmente como baluartes de su causa y han provisto a la resistencia de infraestructura, armas y entrenamiento durante años. Las facciones de izquierdas, baathistas y nacionalistas palestinas gozan desde hace décadas de un trato de favor por parte del Gobierno de Damasco y, a partir de los años noventa, grupos islamistas como Hamas y la Jihad Islámica también empezaron a recibir, por su acercamiento con Irán, apoyo del régimen sirio. De hecho, apuntaba recientemente un artículo en “The Economist”, hasta antes la guerra Khaled Meshal, el líder de Hamas en Siria, tenía mayor acceso al presidente Asad que la mayoría de su propio gabinete.

Durante la Primavera Árabe, los palestinos también salieron a las calles contra la corrupción de sus políticos en Gaza y Cisjordania (aunque se aplacarían rápidamente) y con el inicio de las protestas en Siria, muchos se posicionaron a favor de quienes demandaban democracia. En 2012, el 80 % apoyaba a la oposición y a los manifestantes sirios, según un sondeo del Palestinian Center for Policy and Survey Research. Sin embargo, pronto se vieron decepcionados por no encontrar respuesta a sus intereses. «Yo apoyé y participé en la revolución en un principio... pero la revolución no me apoyó a mí», lamenta Nour Owiss, considerando que «la gente de la revolución no estaba interesada en la causa palestina».

En el plano político, las facciones de izquierda como el Frente Popular de Liberación de Palestina se posicionaron a favor de Damasco y Fatah (partido mayoritario de la Autoridad Palestina, enfrentado desde hace años al régimen sirio) mantuvo silencio, pero el posicionamiento de Hamas contra el Gobierno y el apoyo de parte de la población a la revuelta popular volaron por los aires la entente cordiale, desencadenando una sangrienta respuesta por parte del régimen sirio.

Para 2016, con la escalada total de la guerra en Siria, el 40 % de los palestinos seguía apoyando a la oposición liderada por el Ejército Sirio Libre, un 13 % era partidaria de El Asad, un 5 % prefería a a la oposición religiosa extremista como Dahesh y un 23% no apoyaba a ninguno de los tres bandos.

«Los palestinos en Siria son como los sirios y, como ellos, se dividieron», apunta el activista Wessam Sabaaneh, director de la organización local Jafra, que trabaja para los campos palestinos de Siria, Líbano y otros países.

El desplazamiento forzado de miles de habitantes provocó una crisis humanitaria sin precedentes. En la actualidad, más de nueve de cada diez palestinos en Siria dependen de las ayudas de la UNRWA, la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, que antes de la guerra se ocupaba casi exclusivamente de proporcionar a la comunidad servicios de sanidad y educación.

«En este momento, los palestinos necesitan asistencia en forma de dinero en efectivo y acceso a créditos o préstamos que les permitan reconstruir sus casas. Actualmente no tienen ningún tipo de ayuda oficial para reconstruir. Tras ocho años de guerra son más vulnerables que nunca», alerta el director de la UNRWA en Siria, Mohamed Abdi Adar, desde la sede de la agencia en Damasco, recordando que su organismo se encuentra en una situación de debacle presupuestaria por la retirada de fondos de Estados Unidos.

La educación, orgullo de los palestinos, también se ha visto seriamente perjudicada por la guerra. La UNRWA cuenta que, durante el asedio a Yarmuk, muchos niños atrapados en el campo se subían a los tejados desafiando a los bombardeos y los francotiradores para tener cobertura y bajarse las lecciones que les mandaban sus compañeros desde escuelas situadas en el exterior, memorizarlas y borrarlas, porque luego el Estado Islámico chequeaba los teléfonos. Cerca de ochenta colegios del organismo en Damasco debieron reconvertirse en albergues para los desplazados y otros fueron destruidos por los bombardeos o los yihadistas. La escolarización ha caído un 30 % entre los niños palestinos, de los cuales un 95 % asistía a la escuela antes de la guerra.

En la actualidad, miles acuden a colegios gubernamentales haciendo el turno de tarde para no perder el ritmo escolar. Niños desplazados como Amal Hajjo, de 14 años, que también recibe clases de apoyo escolar en el centro de la UNRWA en Damasco. «Antes venía los sábados, pero ahora vengo cada día», explica. Esta niña, la más joven de cinco hermanos, ahora vive con su familia en Maddamieh, otro suburbio de Damasco, pero no ve la hora de regresar: «El campo es mil veces más bonito», suspira. Como muchos niños obligados a crecer demasiado rápido, sus comentarios pueriles se intercalan con otros que denotan una madurez inusual para su edad. «Quiero ser periodista para hacer conocer la causa palestina. Fuera de la UNRWA, a nadie le importa lo que nos pase».

Minimizar el daño. En la actualidad, Yarmuk es una ciudad fantasma en la que solo se escucha el ladrido de los perros callejeros que vagan erráticos entre las ruinas. Las tareas de desescombro y acondicionamiento comenzaron en septiembre y avanzan con lentitud; muchas partes de campo esconden aún explosivos dejados por los yihadistas en su huida.

Los pocos habitantes que se quedaron parecen perdidos en la inmensidad de sus calles vacías, de edificios y comercios de los que, con suerte, aún queda el esqueleto. Con su kufiyya roja atada en torno a la cabeza, Hussam Din Taleb avanza empujando su carro de madera por la avenida principal, al tiempo que anuncia su mercancía a gritos; su potente voz de vendedor ambulante debió imponerse un día en medio de la cacofonía de voces y ruidos de Yarmuk, pero hoy solo hace eco. Cuando se le pregunta a quién vende ahora sus productos, se muestra resignado: «A los chicos», dice apuntando a los militares y milicianos que custodian el campo, antes de perderse entre los callejones en busca de improbables clientes.

Mahmud Derbas llevaba sesenta años viviendo en Yarmuk y acaba de entrar en su casa por primera vez en cinco años. «Al regresar me he emocionado, hay muchos recuerdos allá dentro», dice con una sonrisa triste. «Mi casa está muy afectada, y no queda nada dentro... Me he traído una alfombra y una pelota para mi hijo pequeño», afirma mostrando lo poco que ha rescatado: «No sé cuándo podremos volver definitivamente. Solo espero que el Estado nos permita regresar».

La guerra ha afectado a los palestinos más allá del desplazamiento y la destrucción material: la comunidad considera que la actitud de los sirios hacia ella ha cambiado y se ha endurecido por lo ocurrido durante el conflicto. «Debido a las distintas posturas durante la guerra, se ha producido una fisura entre los sirios y los palestinos. Lo peor es que cada bando considera que los palestinos se encuentran en el lado opuesto», alega un ex habitante de Yarmuk.

Las facciones cercanas a Damasco y la sociedad civil tratan de minimizar el daño. El Gobierno de El Asad se halla inmerso en la redacción de una nueva constitución para el país y los palestinos esperan que su estatuto no cambie pese a lo sucedido. Omar Murad, responsable para Siria del Frente Popular de Liberación de Palestina (pro-régimen), se muestra optimista: «Las relaciones entre las organizaciones palestinas y el Gobierno sirio son de alianza estratégica, por eso no habrá cambios en el campo de Yarmuk, ni a nivel legal ni de seguridad. La situación de los palestinos será la misma que antes, si no mejor», alega.

Murad también confía en que el Ejecutivo dará «todo el apoyo» para la reconstrucción de infraestructuras y servicios básicos, además de proveer a las familias «con asistencia y compensaciones parciales por la pérdida y daños de sus viviendas». Otros como el activista Wessam Sabaaneh no lo ven tan claro: «La reconstrucción es una gran mentira; el Gobierno rehabilitará las infraestructuras, pero luego será la gente la que tendrá que rehacer sus casas. Si no tomamos cartas en el asunto y nos limitamos a esperar a los donantes, nadie hará nada», advierte.

Una identidad rota. El cisma, en todo caso, no solo es con los sirios; también existe una herida interna. «Ya teníamos nuestros propios conflictos y esto nos ha fragmentado aún más. Hemos perdido unidad, liderazgo», considera Sabaaneh.

Con la destrucción de Yarmuk y otros campos palestinos la comunidad se ha dispersado, perdiendo el importante capital demográfico, social, político y cultural del que gozaba en Siria. En más de siete años de guerra, miles de palestinos han muerto en los combates, asedios y bombardeos; otros han sido detenidos o desaparecidos, y más de 100.000 han huido del país. Demostraciones de fuerza como las masivas manifestaciones en fechas marcadas, como el día de la Naqba o el aniversario de la Declaración Balfour, que antaño podían congregar a 300.000 personas, difícilmente podrán repetirse.

«En nuestra imaginación, pensar en Yarmuk era recordar las grandes protestas, el poder político, la dignidad... pero ahora también recordaremos el asedio, los niños hambrientos, la gente muriendo de malnutrición, la destrucción. De algún modo, nuestra identidad está rota», lamenta el activista de Jafra.

Nour Owiss recuerda cómo añoraba el campo en los primeros meses. «Cuando nos fuimos de Yarmuk a vivir a otro lugar en Damasco, solía coger el coche y conducir alrededor del campo, yo sola, solo para verlo desde fuera. Necesitaba sentir que tenía el control en algún sitio, que pertenecía a algo».

La guerra ha supuesto un nuevo éxodo, una nueva Naqba para miles de palestinos. En la actualidad, Líbano, fronterizo con Siria, acoge en torno a un millón y medio de refugiados sirios, entre ellos miles de palestinos. «Muchos están considerando irse de Siria porque, especialmente los jóvenes, no ven un futuro aquí», advierte el director de la UNRWA en el país.

Doblemente refugiada, Nour Owiss ha debido rehacer su identidad. «A veces siento que no soy de ningún sitio. Tuve que aprender a ser siria, y ahora estoy teniendo que aprender a ser libanesa porque, para que la gente te respete, tienes que ser como ellos», sostiene. Después de tres años, siente que por primera vez desde que llegó a Beirut empieza a encontrar su sitio en el nuevo país de acogida, gracias a su trabajo en una ONG local como asistente paralegal (en Líbano, los palestinos tienen prohibido ejercer más de setenta profesiones, incluida la abogacía), y ha empezado a estudiar Periodismo en la Universidad. Aun así, admite que muchas veces aún se siente sola y aislada. «Ahora mi gente está repartida por el mundo. Mi familia está entre Suecia, Holanda, Alemania; también mis amigos. La mayoría de palestinos se han ido. Aquí en Beirut solo me siento en casa en Sabra y Chatila».

Decía el gran poeta Mahmud Darwish que el pueblo palestino es el único que sabe con certeza que el mañana solo puede ser peor. Con la destrucción de Yarmuk murió una parte de la identidad de la diáspora palestina. «Siria era la capital del mundo para los refugiados palestinos, Yarmuk lo era. Ahora es un cementerio y es como si toda nuestra historia aquí hubiera desaparecido», lamenta Sabaaneh.

Por su experiencia en situaciones posconflicto en varios países, considera imprescindible preservar el statu quo y mantener un perfil bajo. «Si algo hemos aprendido de los errores que cometimos en países como Líbano –donde los palestinos mantuvieron un activo papel en la guerra civil que asoló el país entre 1975 y 1990 y sufrieron una brutal masacre en los campos de Sabra y Shatila–, es que no es nuestro trabajo ni va en nuestro interés portar armas a favor o en contra de nadie. Desafortunadamente, esa no era una postura mayoritaria al principio de la guerra, aunque ahora la mayoría sí piensa así».

Pese a todo trata de mostrarse positivo: «Aunque no podamos recuperar lo que perdimos, al menos podemos intentarlo». El director de la UNRWA también apunta en ese sentido, recordando que «los palestinos son gente resiliente», opina Abdi Adar. «La gente volverá a reconstruir, cueste lo que cueste».