IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Amablemente

En los tiempos que corren, y particularmente en las ciudades en las que el hacinamiento nos acerca mucho, a veces más de lo que nos gustaría, el espacio vital se ve reducido e incluso los movimientos restringidos. Convivir se convierte en un acto de tolerancia espacial, entre otras cosas. Los traslados en coche, el transporte público, las miradas, los gestos al caminar, los tonos de voz en estas circunstancias, se vuelven agrios, cortantes, rotundos y autocentrados; parece que dicen algo así como «apártate que paso». Parece un cliché, pero mantener la identidad cuando el contacto es más que el que nos gustaría, cuando parece que nos vamos a disolver en una masa, pasa por tratar de mantener el espacio individual, el ritmo propio, las necesidades propias cubiertas y los objetivos. Y a veces, en según qué circunstancias, esto lo hacemos a costa del otro, nos guste o no, sea justo o no.

Sin embargo, no necesitamos pensar en el agolpamiento de personas en una gran urbe para sentir este impulso de preservación. También sucede en relaciones de amistad o familiares, en las que la tendencia a la uniformidad parece a veces amenazar nuestra unicidad como individuos. Cuando es a la inversa y alguien se comporta con nosotros de la manera arriba descrita, en general solemos pensar que algo no está bien en él o ella, que «es» una desagradable, un egoísta o una insolidaria, pero no nos paramos a pensar de qué manera nosotros estamos contribuyendo a esa reacción.

Puede servirnos pensar en nosotros mismos como un estímulo que genera en esa persona concreta una reacción que no necesariamente tiene que ver con lo concreto de lo que le hemos dicho o hemos hecho. A menudo no sabemos cómo influyen ciertos comentarios en otras personas, ni cómo eso puede estar despertándole a ese individuo concreto una señal de alarma de algún tipo; quizá por acumulación, quizá porque su umbral de tolerancia es más bajo, quizá porque está harto o harta de mantener la tensión por dentro sin que nadie lo sepa –y por tanto, le ayude a rebajarla–, quizá porque está poniendo en nosotros una película que corresponde a otros protagonistas de su vida.

Sea como fuere, recibimos una mala contestación, un desplante o una reacción inesperada que nos confunde e incomoda. Podemos entonces, como decíamos, cerrar el asunto categorizando, o podemos volvernos locos intentando buscar explicaciones, deshaciéndonos en disculpas o tratando de evitar que se muestren así con nosotros; pero quizá cualquiera de las dos opciones esté exenta de una comprensión real de lo que le pasa al otro o de un contacto que pueda cambiar algo. Evidentemente, a pesar de que puede que queramos una convivencia más relajada y abierta a los demás, no podemos hacer este ejercicio de comprensión y evaluación con los miles de personas que nos rodean, o los cientos o decenas –aunque quizá sí con las personas importantes que nos bufan–, pero sí podemos llevar con nosotros otro filtro que nos ayude por lo menos a estar relajados ante el desaire de otros, algo así como «algo pasa en él o ella, que yo he podido estimular, pero que realmente no tiene que ver conmigo».

Esto no significa que no vayamos a poner límites si se propasan o que no nos vayamos a enfadar, pero sí evitará que nos enganchemos y contagiemos de ese estado (estimulado entonces por una asociación o por ideas propias, no del otro), y al hacer esto posible, podamos acercarnos si nos apetece y preguntar qué está pasando, como quien se acerca a un niño que llora porque se ha hecho daño pero se muestra agresivo, aunque no sabe muy bien por qué. Y es que, aunque pasen los años, las personas seguimos manteniendo esa reacción de morder cuando nos duele o cuando tenemos miedo. Entonces, igual la tolerancia se pueda aderezar con amabilidad.