Alfons Rodríguez
país de contradicciones

Etiopía, los orígenes amenazados

Viajar por el sur de Etiopía hasta alcanzar el Valle del Omo es como viajar al pasado. Una tierra anclada en los albores de la civilización. Paisajes donde poco cuesta imaginar los primeros pasos de los homínidos y etnias actuales que se resisten a la globalización que avanza inexorable y amenazante.

Hay que imaginar una pradera fértil, donde las gramíneas y los arbustos crecían frondosos y altos. Hay que imaginar grandes manadas de herbívoros pastando apaciblemente entre la hierba fresca. Unos pastos que servían a la vez de alimento y de refugio. Un refugio que, por desgracia para los herbívoros, también se empleaba para que los depredadores se ocultasen y avanzasen sigilosos hacia sus presas. Hay que imaginar una especie animal a cuatro patas que deja de habitar los árboles para bajar a esas praderas infinitas y que, con el tiempo, por su inteligencia, adaptabilidad e instinto se yergue sobre sus patas traseras para otear el horizonte en busca de alimento y de sus potenciales enemigos.

A estas alturas, el lector ya imagina que esa especie de la que hablamos, de Homo Habilis primero y Homo Erectus después, es la antecesora antigua del Homo Sapiens. O sea, aquella a la que pertenecen los y las que ahora leen estas líneas. O el que las escribe.

Hoy, aquellas praderas del este africano no son lo que eran. La desertización ha avanzado, y mucho, en estos varios millones de años. Pero entre arbustos, extensos territorios áridos y cursos de agua escasos, además de aldeas, ciudades, carreteras, puentes, presas y aeropuertos, quedan grupos de humanos que aunque hayan evolucionado genéticamente igual que los suecos, peruanos, chinos o franceses, mantienen unas costumbres y modos de vida anclados en el pasado, como pocos otros conjuntos en el mundo. Hablamos de las etnias que habitan el sur de Etiopía. Algo que debería verse como un tesoro y no, como para algunos, una molestia que hay que erradicar.

Cuando se deja atrás la capital del estado, Adís Abeba, y sus innumerables edificios de nueva factura destinados a albergar grandes superficies comerciales, hoteles y oficinas, no se tarda en olvidar la ciudad más poblada de la nación, con casi ocho millones de habitantes. Etiopía es un país de tristes contradicciones, pues, a pesar de albergar la sede de la Unión Africana y de acabar de elegir como presidenta a la primera mujer de la historia de esa nación, además de la única en todo el continente en la actualidad, es uno de los países más pobres del mundo con grandes carencias sociales y humanitarias.

Al entrar en la región oficial sureña llamada, literalmente, Naciones y Pueblos del Sur, uno enseguida entiende este esclarecedor nombre. La región está dividida en etnias tan diversas como orgullosas y singulares. Algunas de estas fueron convertidas al cristianismo y al islamismo por parte de misioneros, pero otras permanecen fieles a sus tradiciones, culturas y religiones animistas. En realidad, han hecho del sincretismo su forma de vida y su base espiritual, conformando un híbrido entre el pasado y el presente. Un binomio indisoluble a estas alturas.

 


Riqueza ancestral. Al sur de Adís Abeba nace el río Omo y, 760 kilómetros después acaba transformándose en el lago Turkana, un lago repartido entre Etiopía y Kenia y acogido por el Gran Valle del Rift. Multitud de pueblos-nación emigraron a lo largo de la historia hacia las fértiles tierras del Valle del bajo Omo y las aguas perennes de su río. Otras etnias se forjaron allí mismo, provenientes de los primeros hombres y mujeres que ya habitaron la región en los albores de la humanidad. Sociedades que ya eran antiguas cuando los primeros europeos se adentraron en aquella tierra ignota a finales del siglo XIX. Debido en parte a la dureza del medio, estas etnias se han mantenido aisladas, al margen de invasiones o colonizadores europeos. Hasta ahora.

El Valle del Omo está hoy habitado por unas 200.000 personas, aunque ese número aumenta si empezamos a contabilizar más al norte, una vez dejamos atrás el área de influencia de la capital y empiezan los grupos tribales. Son etnias agricultoras y de pastores seminómadas, como los hamer, dassanetch, nyangatom, mursi, o banna entre otros, todos ellos de creencias animistas. Hasta 17 etnias habitan el Valle del Omo, aunque antes de alcanzarlo otros pueblos ocupan el territorio. A esas etnias externas pertenecen, por ejemplo, los dorze y los gurage, de religión cristiana ortodoxa, además de los konso y los alaba kulito, los primeros más sincréticos, y los segundos, musulmanes.

Cada grupo tiene su propia lengua y en base a ella se les clasifica dentro de tres grandes divisiones: los nilo-saharianos, los omóticos y los cushitas. El pertenecer a tribus diferentes, con distintas lenguas, tradiciones, ritos y costumbres ha propiciado que una de las características sociales de la región sean las luchas entre etnias. Se compite por los pastos o por el agua pero también por cuestiones de heroísmo, venganza o por la posesión de la tierra. Antaño con armas ancestrales que propiciaban más heridas y exaltación del honor que otra cosa pero hoy en día con armas de fuego que resultan mucho más peligrosas y mortíferas. Cada etnia tiene sus aliados y sus enemigos y es común establecer alianzas para luchar unos contra otros.

Otro de los factores que les hace diferenciarse entre ellos es la forma tradicional de vestirse o de decorar sus cuerpos con escarificaciones, perforaciones o piercings, elementos que determinan su identidad y singularidad, además de exaltar la estética o ciertos hechos relevantes en la vida del individuo, como el matrimonio o el haber matado a alguien en combate. Los ritos ancestrales como el matrimonio, la ablación o el paso de niño a hombre, como en el caso de los hamer y su ritual del Ukuli Bula o salto de las vacas, son propios de cada grupo desde tiempos lejanos. Previo al salto ceremonial del Ukuli Bula, las mujeres hamer se hacen azotar con varas por los hombres, hasta sangrar, para demostrar al clan su valía y su entrega. También hay ritos más religiosos, sobre todo entre musulmanes o cristianos ortodoxos. Entre estos últimos está, por ejemplo, la exaltación de la Vera Cruz o Meskel. Esta celebración conmemora el momento en que la emperatriz Elena (Santa Elena) de Constantinopla, en el siglo IV y tras una señal divina en forma de sueño, hizo arder una hoguera (demera) para que el humo la guiase hasta los restos de la cruz en la que había sido crucificado Jesucristo.

Pero no todo es lo que ve el ojo del visitante esporádico. Para estas etnias, a pesar de la persistencia de sus identidades y culturas a lo largo de los siglos, la globalización, lo bueno y lo malo, también ha irrumpido en sus vidas.

 


El ocaso del pasado. Estas formas de existencia están sufriendo profundos cambios en realidad. Son diversas pero casi siempre peligrosas las influencias que vienen de fuera. Se podría decir que una de las mayores amenazas proviene de la construcción de grandes presas en el río Omo. Estas han anegado tierras y desviado el curso del río, como el caso de la presa Gilgel Gibe I, la II o la polémica III. Están en fase de construcción la IV y la V. Etiopía necesita esa producción de electricidad para vender a estados vecinos y aliviar su mermada economía. Además, el desvío de aguas del río Omo sirve y servirá para irrigar enormes extensiones de cultivo intensivo de biocombustibles y caña de azúcar. Tierras que son explotadas por empresas extranjeras, por supuesto. Hace apenas dos años se inauguró la Gibe III, construida por la multinacional italiana Salini Impreglio. Esta presa ha roto el ciclo natural de inundaciones del río, crecidas de las que dependen 100.000 personas directamente y otras 100.000 de forma indirecta.

No solo está amenazada la cuenca del Omo y sus habitantes sino también la existencia del lago Turkana (el más grande del mundo en un entorno desértico y declarado por la Unesco como Patrimonio Mundial en Peligro) y los 300.000 habitantes de sus orillas. Río y lago se encuentran en serio peligro, así como su fauna y aquellos que dependen de sus aguas para sobrevivir ya sea por la pesca o por la agricultura. Muchos de estos grupos tribales están sufriendo hambrunas provocadas por dichas consecuencias y, lo que es más grave si cabe, han sido expulsados de forma violenta por negarse a ceder sus tierras o por denunciar la situación y los abusos que padecen. La respuesta que el Gobierno etíope y sus socios da es construir más presas río arriba. En 2015 la organización Survival International denunció que el Gobierno británico intentó encubrir expulsiones forzosas de indígenas del Omo con la intención de favorecer al gobierno etíope y, por consiguiente, a sus socios privados. Survival consiguió que se hicieran públicos unos informes ocultados y que se denunciaran las violaciones de Derechos Humanos que, todavía hoy, se siguen perpetrando en la región.

Por otro lado tenemos el alcohol, que ha hecho estragos entre los estados de ánimo y la salud sobre todo de los hombres, y que suele ser origen de actos violentos y trifulcas entre vecinos. Otro de los problemas del que hablan los expertos es el contacto con comerciantes y turistas. Hoy día las etnias locales pueden adquirir todo tipo de productos, desde linternas a bombas de agua, pasando por herramientas, ropa, armas o radios. Esto crea unas necesidades de consumo antes inexistentes. En los mercados de la región se puede conseguir buena parte de esos artículos, pero para eso hace falta dinero; o sea, la moneda etíope, que es el birr, y no cabras, verduras, pescado o carbón, que eran la tradicional moneda de cambio en su sociedad. Ese dinero viene en parte proporcionado por los turistas, que aumentan en número de forma constante. Sabedoras del interés fotográfico que suscita su forma de vestir y de decorarse el cuerpo, las tribus hacen pagar de forma casi ineludible a todo aquel que quiera realizar fotos de personas en las aldeas o caminos del valle. El choque ético que les provoca esto a muchos visitantes es legítimo, pero tal vez haya que reflexionar sobre lo que los propios protagonistas de las imágenes opinan al respecto. En conclusión, amenazas que auguran un futuro incierto y confuso, que anuncian el ocaso de un pasado esplendoroso a su manera.

 


Choque de culturas. Para quienes visiten aquellas realidades, algo que debe prevalecer es el respeto por sus culturas y sus tradiciones, por ajenas que parezcan. Dicen los antropólogos que las etnias del Omo saben perfectamente que los turistas, al menos una buena parte de estos, les consideran salvajes y atrasados. Y eso es algo que, obviamente, no les gusta y que les hace sentirse incómodos ante los grupos organizados por los tour operadores. Que duda cabe de que con respeto y empatía estos encuentros podrían ser una experiencia positiva para ambas partes, en vez de un choque de trenes.

En el barrio de Arada, uno de los mejores de Adís Abeba, y junto a la universidad, se puede visitar el Museo Nacional de Etiopía. Allí se encuentran los restos fosilizados de Lucy. Esta Australopithecus afarensis, según dicen, está guardada en una caja fuerte, aunque otros aseguran que los reales son los 52 huesos que se exponen en una vitrina del museo a la vista de todos, algo poco probable. En cualquier caso, este ancestro nuestro de 1,10 metros de altura y 20 años de edad en el momento de su muerte por accidente, según demuestran estudios recientes, habitó una región cercana a la mitad sur de Etiopía hace 3,2 millones de años. Lucy fue hallada en 1974 por el estadounidense Donald Johanson. Aquel ser, más parecido a un Pan trogloytes, es decir, un chimpancé común, que a un Homo sapiens, o sea un humano corriente actual, es la prueba de lo que hemos evolucionado y de lo que hemos conseguido en todo este tiempo como especie. De movernos por instinto y por cuestiones básicas como alimentarnos, procrear y huir de los depredadores, hemos pasado a crear conciencia, ser racionales y a utilizar una inteligencia única en el planeta, basada en el conocimiento científico y filosófico profundo de nuestro mundo y de nuestra especie. De todas formas, poco nos tendría que envidiar Lucy. Ella y los de su especie, con toda probabilidad, jamás habrían llegado al punto de autodestrucción y de involución racional al que hemos llegado nosotros.