IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Palabras de...

Las palabras tienen poder, crean realidades mentales, emocionales e incluso corporales para quien las escucha, para quien las dice y para quien las guarda. Entre otras razones porque las palabras son una emanación de nuestro mundo interno, de lo que creemos y de las intenciones que tenemos hacia los demás.

Curiosamente, al igual que un olor que surge de una flor, una cazuela con un rico guiso o un animal en descomposición a la vereda del camino, estamos constantemente abiertos a su influjo. No existen “párpados” para el olor que eviten que entre, del mismo modo que no existen párpados para las palabras que se forman en nosotros o las que nos llegan.

Así que, una vez que su presencia se nos impone, una vez dentro de nosotros, lo que hagamos con ellas será crucial para dirimir su efecto. Por sí mismas no son más que fonemas juntos con un significado concreto, una definición y un uso concretos; sin embargo, su poder evocador es el que termina teniendo influencia en nosotros, de forma similar a como una cápsula de medicamento se deshace y eclosiona su contenido químico. Si voy por la calle y alguien grita desde el otro lado «¡Gerardo!», puede que el sonido me llame la atención pero yo no responderé porque sé que ese no es mi nombre y, aunque me mire, pensaré que debe de estar refiriéndose a otra persona. No sucederá así si oigo algo más parecido como «¡Aitor!».

Cuando otras personas –o nosotros mismos– nos definen con palabras que usan para apelarnos, somos nosotros quienes tenemos el poder de legitimar o no su significado aplicado a nuestra persona, independientemente de la convicción o autoridad del otro. Si bien esto no es ni mucho menos fácil en algunas ocasiones, todo depende, como de costumbre, de la relación.

Por un lado, depende de la relación con nosotros mismos; si internamente solemos ser bondadosos con nuestro sentir y pensar, nos damos crédito, nos arengamos y respetamos nuestras propias vulnerabilidades, las palabras duras de fuera no encontrarán fácil colaboración dentro, por lo que podremos verlas como algo que pertenece al otro. Si, por el contrario, solemos deslegitimarnos, cuestionar lo que pensamos más allá de la crítica constructiva, o usamos como definiciones propias las que nos quitan poder, cuando oímos palabras de fuera que se parecen a las propias –como cuando a mí me llaman Aitor–, será más difícil no usarlas para engordar una mirada propia que ya nos deslegitima. Aunque también es importante recordar que en modo automático no toleramos mucho la disonancia: si las palabras de fuera son disonantes, aunque nos pudieran llegar a ayudar, también encontrarán oposición por dentro.

Por otro lado, el poder de las palabras depende de quién sea quien las emita, quién sea para nosotros. Si oímos esto o aquello de alguien a quien admiramos o de quien dependemos, su poder de incisión en nosotros será mucho mayor, porque no solemos cuestionar esencialmente sus intenciones o capacidad. Del mismo modo, si el otro no es considerado como interlocutor válido, sus palabras pueden llegar a convertirse en mero ruido, despojándolas de todo significado emocional para nosotros; entonces, no escuchamos, independientemente de la relevancia en sí de los mensajes.

Las palabras crean realidades dentro de nosotros, del individuo y la relación, pero también lo hacen fuera, en lo social. Lo hacen por sí mismas, pero sobre todo por sus evocaciones, por su esencia intencional y la historia que llevan consigo, y a pesar de que aspiramos a que forma y fondo tengan coherencia para que la comunicación sea efectiva, con mucha frecuencia estas dos caras están más alejadas de lo que estarían en una misma moneda. Las palabras pueden construir “presas” de pensamiento que nos mantienen dentro de unos límites pero esas mismas palabras pueden llevar el potencial de abrirlas y dejar por fin salir lo que estaba retenido.