IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Respeto

Convivencia, comprensión, aceptación, cesión, pacto, negociación, empatía… ¿De qué hablamos cuando usamos la palabra respeto? En otras palabras, ¿qué pedimos realmente cuando lo exigimos? Como tantas otras expresiones que forman parte de ese grupo de palabras que se usan para regular las relaciones humanas, el respeto se ha convertido en algo que todos reconocemos, pero que es imposible describir si no es desde nosotros mismos, desde nosotras mismas. Y no me refiero a su definición o el uso conversacional de la palabra, sino de aquello que la sustenta: la vivencia de respeto –o la falta de él–.

La economía de lenguaje y del pensamiento, los automatismos al fin y al cabo, nos permiten manejar la complejidad del mundo sin tener que estar conscientemente pendientes de todos los detalles para tomar una decisión. Pero al hacerlo, inevitablemente, sacrificamos la finura de los juicios, el análisis histórico o la comparación a diferentes niveles de la misma realidad. Es como si, precisamente por la potencia de nuestra propia mente, para seguir adelante tuviera que existir otro mecanismo que la aligere de sí misma. Pero cuando tratamos de aplicar esta inmediatez a ciertos fenómenos complejos y resolver rápidamente lo que ha tardado tiempo en forjarse en sus distintas facetas, el riesgo de excluir información relevante es alto.

En lo que se refiere al respeto, este es una de esas experiencias en las relaciones que requiere de un poquito menos de prisa; en particular porque, cuando lo ponemos sobre la mesa, esencialmente de lo que hablamos es de la diferencia. Entonces, evaluar lo que es diferente en el otro, antes de actuar al respecto, es un proceso de varios pasos que empieza por uno mismo, una misma. Primero, debemos saber si estamos dispuestos o no a hacer esa evaluación honesta, si queremos o no saber cómo esa persona ve el mundo desde sus ojos –y conocer no implica estar de acuerdo necesariamente–; después, gestionar cómo nos sentimos cuando percibimos esa diferencia, ya que ese mundo ajeno lo pondremos inmediatamente en comparación con el nuestro, de forma que conocerlo de por sí es potencialmente confrontador.

¿Nos irrita ver cómo dos personas del mismo sexo se besan? ¿Nos mostramos críticos cuando una pareja conocida decide separarse? ¿Extrañamente no nos alegramos por la decisión liberadora de un amigo de cambiar de trabajo? Esas reacciones siempre son propias, por mucho que queramos mover la responsabilidad de sitio y ponérsela a la otra persona.

Hay una extendida facilidad para justificar nuestros estados de ánimo a través de las conductas de otros, como si el hecho de que ellos vivan “así” tuviera una incontrolable influencia sobre nosotros, que nos “obliga” a reaccionar con la irritación, la crítica o la falta de entusiasmo anteriores. Y es que, a menudo, la falta de respeto hacia esas maneras de funcionar no es otra cosa que una petición –un tanto brusca y maleducada– para que no nos muevan el mundo de donde lo hemos colocado.

Entonces, merece la pena plantearse al menos si, apelando a la falta de respeto tan extendida en estos días de redes sociales y declaraciones lapidarias, cabe la posibilidad de estar desviando la responsabilidad de manejar las emociones y pensamientos que surgen de la diferencia con el otro. Y sí, la falta de respeto es perceptible y a veces hay que ponerle límite, hay que decir “¡basta!” a lo que no queremos –y probablemente también entusiasmo y voluntad hacia lo que queremos–; pero, de nuevo, para saber cuándo sucede realmente, conviene conocer dónde nos toca la diferencia con el otro, incluso sus intentos de prevalecer, y recordar que solo nos perderán el respeto que nosotros no podemos tener hacia nuestras propias vulnerabilidades.