IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Todas mis luchas

La convivencia con los demás se caracteriza, entre otras cosas, por lo imprescindible de un equilibrio entre reivindicar y ceder; entre luchar por el poder y dárselo al otro. Dicho equilibrio nos permite nadar y guardar la ropa en lo que al mantenimiento de las relaciones personales se refiere. Lo que es evidente es que las necesitamos como comer o cobijarnos, es decir: prescindir de ellas no es una opción y, a pesar de saberlo en el plano teórico, social o político, en lo personal (unidad mínima de los encuentros social y político) no siempre resulta fácil o incluso posible promover ese equilibrio debido a las desavenencias.

Las desavenencias entre personas que se quieren son el pan de cada día en pequeños y en grandes terrenos –si conseguimos manejarlas en el momento con finura y consciencia, lo pequeño no llega a hacerse grande–, pero cuando estas diferencias son antiguas, profundas y se han acumulado, empiezan a adquirir vida propia, dando forma a la vida emocional entre dos personas más allá de lo controlable. Llega un momento entonces en que la sensación emocional es circular; sin poder darse cuenta han comenzado una danza conjunta hacia un resultado conocido en el que ninguna de las partes queda satisfecha, por mucho que defiendan sus posturas y crean hacerlo con total pertinencia argumental.

Cuando esto sucede se empieza a levantar un muro, o más bien una celosía que funciona como filtro. El enrejado sólido se vuelve una barrera que deja solo atravesar el contenido emitido por el interlocutor que confirma mi postura, mientras que aquello que la desmiente queda atrapado en las filigranas de mi celosía. Por ejemplo, si en esa relación viciada yo he llegado a la conclusión de que «nunca se me tiene en cuenta», recogeré y recordaré aquellas ocasiones nuevas en las que esa persona no me tenga real o imaginariamente en cuenta; mientras que los detalles que tenga conmigo, las ocasiones en las que se preocupe por mí o en las que yo le haga impacto quedan enredadas en la celosía y ni siquiera llegan a mi consciencia, no las registro. Si a su vez mi interlocutor ha llegado a la conclusión de que, en la relación conmigo, «siempre se siente oprimido y exigido», las ocasiones en las que yo me muestre juguetón o comprensivo quedarán igualmente atrapadas en su filtro, y no serán nada en comparación.

Este pensamiento binario sobre el otro es el que no permite encontrar una tercera vía, ni mucho menos resolver esos asuntos antiguos. Entonces conviene ponerse un poco más analítico y pensar que es estadísticamente poco probable que el otro se convierta de repente y del todo en una persona que solo nos trata de una manera excluyente, cuando en el pasado eso ha sido diferente. Sin duda, existen conflictos muy difíciles de resolver, con cantidad de pelusas debajo de la alfombra como para hacer con ellas una nueva, pero entonces tenemos un dilema que en estos casos no podemos resolver: ¿Por qué nos mantenemos en esa relación tan poco apetecible, en la que no nos sentimos comprendidos, complementados o respetados? Y si no nos vamos por esas razones, ¿Qué nos hace quedarnos? ¿Qué tiene de bueno? Es más, si nos quedamos pensando solo en las circunstancias negativas, entonces ¿qué estamos obteniendo de mantener el conflicto así? o ¿qué sucedería con mi orgullo, identidad, vulnerabilidad si yo cediera? Y si no pudiera, ¿qué batallas merece la pena ser libradas y cuáles sirven solo para mantener la situación tal cual está?

A menudo anticipamos el riesgo de que la relación estalle del todo y se rompa si ponemos encima de la mesa lo que todos ya sabemos pero, por otro lado, la estamos llenando de amargura si no lo hacemos. Y si no nos hemos ido, seamos honestos y reconozcamos el valor que tiene para nosotros la relación con el otro aún en esas circunstancias; igual solo con eso la rueda interminable empieza a girar en otro sentido.