IñIGO GARCÍA ODIAGA
ARQUITECTURA

La ética, en juego

Desde hace veinte años, todos los veranos, la arquitectura tiene una cita con los londinenses jardines de Kensington. Allí la Serpentine Gallery construye anualmente un pabellón efímero invitando a un arquitecto para que, desprovisto de los rigores de la arquitectura cotidiana, plantee un edificio manifiesto, capaz de representar un avance ideológico en esta disciplina. Este año el encargo ha recaído en el japonés Junya Ishigami, tal vez el arquitecto contemporáneo que más está aportando a la relación entre lo construido y el paisaje, al hacer de sus edificios territorios, en definitiva, naturalezas transitables.

Pese a esas condiciones ideales de partida, la realidad es que ha sido un año horrible para la Serpentine, que ha tenido que hacer frente a diversos escándalos, como el provocado por haber aceptado fondos de la familia Sackler –envuelta en una trama farmacéutica en Estados Unidos– o por el mismo Ishigami, quien habría desarrollado el trabajo expuesto este año empleando a pasantes no remunerados. Más allá de las explicaciones ofrecidas por los diferentes implicados, la realidad es que la comisaria de la Serpentine Gallery se ha visto obligada a dejar su cargo, y el año que viene habrá una nueva persona encargada de repensar esta cita arquitectónica.

Desde otro punto de vista, hay que reconocer que la propuesta de Ishigami es magnífica. A menudo confundimos justicia con ley y, en este caso, la ética de un arquitecto con su capacidad de hacer arquitectura. Ser un buen arquitecto no garantiza ser una buena persona.

Construido mediante cientos de piezas de pizarra rugosa de Cumbria, la cubierta del edificio aparece como un suave montículo de losetas amontonadas. La pieza ofrece el aspecto del ala de un cuervo negro que se hunde en un hueco del paisaje, como si ofreciese un refugio protector con sus alas extendidas. A medida que uno se acerca, la gran colina pétrea se transforma en una cáscara delgada pero de gran rotundidad. Las 62 toneladas de pizarra quedan suspendidas sin aparente esfuerzo sobre un bosque de esbeltas columnas blancas, creando un espacio en cueva artificial efímera.

Ishigami plantea el pabellón en la misma línea de investigación que sus últimos trabajos, explorando las construcciones antiguas y primitivas para traducirlas en paisajes. Los techos de pizarra se encuentran representados en prácticamente todas las arquitecturas tradicionales del planeta, por lo que cualquier persona que visite el pabellón podrá sentirse identificada con esa cubierta de forma básica y arquetípica.

La obra también hace referencia a la idea de shakkei o jardín prestado, propia del jardín japonés, donde se pone el valor el paisaje como, por ejemplo, al incorporarlo de fondo al diseño. Al igual que una montaña distante puede proporcionar un telón de fondo para un jardín japonés, las cubiertas de pizarra del edificio de la Serpentine, construidas en 1930, también se asoman detrás de la ola de pizarra de Ishigami.

Puede que el mayor acierto de la estructura de Ishigami sea un cierto acercamiento ideológico a los arquitectos paisajistas del siglo XVIII que planearon los jardines de Kensington, donde se instala hoy el pabellón. Mecanismos como aquel que, dentro de la tradición pictórica, construye avenidas que enmarcan las vistas del agua, o piezas extravagantes estratégicamente ubicadas parecen resurgir con este proyecto.

El resultado final es un pabellón que recupera toda la fuerza conceptual de las mejores intervenciones realizadas anteriormente para este evento. Pero la buena arquitectura no anula los desmanes de aquellos que ignoran la ética más básica de nuestra sociedad. Y este pabellón quedará para siempre grabado en nuestro imaginario colectivo porque ha destapado de cara a la opinión pública el trabajo de cientos de falsos autónomos que hay escondido detrás de los estudios de los “arquitectos estrella”.

Un sistema viciado, tanto como el del propio pabellón de la Serpentine Gallery. Después de casi veinte años de encargar estructuras para organizar selectas fiestas de verano, parece que el formato podría tener un replanteamiento y mirar hacia nuevos horizontes. En las últimas décadas los pabellones han acabado recolocados en las fincas de grandes coleccionistas. Ese juego esnob de dinero y lujo tal vez podría repensarse en un mundo como el actual, más complejo, donde hay colegios sin aulas o refugiados sin casa que podrían aprovechar con mayor gozo la energía y el ingenio dispensado anualmente en estos jardines londinenses.