IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Ya no tienes 15 años

Cuántos padres y madres de adolescentes creciditos no habrán formulado esa reflexión en alto como toque de atención ante conductas aparentemente impropias de su edad? Habitualmente, se habla de la adolescencia como una etapa complicada tanto para los chavales y chavalas como para los adultos a su alrededor por la desestabilización general que produce, a menudo con una pregunta en mente para ambas partes: ¿cuánto va a durar esto?

Tampoco es excepcional pensar que con el paso a los 18 años, la adolescencia y sus cambios van a llegar a su fin –al fin y al cabo, la ley dice que a partir de esa edad la persona ya “debe ser” considerada como adulta–, y de forma más o menos consciente pensar que todos descansaremos de los vaivenes de la construcción de la identidad de ese chico o esa chica al día siguiente de su 18 cumpleaños. Y al mismo tiempo, sabemos que esto no funciona así y que los cambios biológicos y psicológicos de esta etapa llevan un ritmo interno que no atiende a legalidades.

Y es que, aún en lo que los estudiosos de estos procesos de desarrollo llaman adolescencia tardía (más o menos entre los 18 y los 22), las personas siguen teniendo una tarea pendiente: saber quiénes son. Lo que sí es cierto es que esto sucede de una manera diferente a como lo hacía cuando la persona tenía 15 años. Para empezar, la persona ha tenido tiempo para que sus cambios físicos se vayan asentando, e ir haciéndose a la idea de que «este/a seré yo físicamente», lo que no quiere decir que no sigan siendo fuente de inquietud o inestabilidad, si bien la imagen está más o menos fijada tras el vuelco de los años anteriores.

Es por ello que los aspectos psicológicos y sociales inundan ahora la experiencia del o la adolescente al borde de la edad adulta. Y es precisamente esa nueva etapa la que ahora ven de forma más nítida y cercana. Ya la fabulación de los primeros años de adolescencia sobre quiénes serán y cómo será la vida ha ido dando paso a una visión más realista e inmediata, basada en la evidencia tanto en el cuerpo como en las nuevas responsabilidades y tareas que se colocan sobre la mesa.

Por este “aterrizaje” empiezan a surgir preguntas y revisiones de gran calado: ¿Quién soy realmente? ¿En qué creo yo, no mis padres? ¿Puedo asumir la responsabilidad que me espera? ¿Qué pasa si no escojo los estudios adecuados? ¿Podría tener pareja? ¿Seré padre o madre? ¿Cómo puedo contribuir al mundo y a otras personas?… (En entrevistas a adolescentes de estas edades llevadas a cabo en las investigaciones de Jane Kroger, psicóloga e investigadora, han surgido estas preguntas y otras similares).

En resumen, este afrontamiento de las responsabilidades y la duda sobre la propia capacidad, el poder encontrar un modo significativo de vida o el miedo a fallar marcan en ellos y ellas esta etapa. Se trata, concretamente por esta integración de lo que antes era irresoluble y este surgimiento de la capacidad de análisis existencial, de una fase enormemente fructífera y con gran potencial (si las anteriores han tenido éxito –diferenciar de haber sido fáciles o sin conflicto–), aunque, de nuevo, no exenta de idas y venidas, de pruebas y errores, de volubilidad y creciente condensación. Y quizá por esa razón los adultos la encuentran más relajada, más conocida, a pesar de todo.

Si bien hasta ahora la tarea de los padres y madres estaba marcada por el vaivén, esta nueva estabilidad les permite una implicación más cercana a lo que conocen, quizá a la tan ansiada “conversación normal”, una rareza en los años anteriores. Sin embargo, acompañarles en esta etapa implicará, a veces, volver a revisar lo anterior, y la honestidad, seguridad y cercanía serán imprescindibles para que ellos puedan implicarse consigo mismos. Así, el marcaje debe ir dando paso a la confianza en que encontrarán su camino si pueden ir encontrando respuestas suficientes a las preguntas anteriores.