IBAI GANDIAGA PÉREZ DE ALBÉNIZ
ARQUITECTURA

El poder y la arquitectura (II)

Si cogemos una novela de la Modernidad, su argumento siempre nos parecerá bastante lineal; en él aparecerá una persona, hombre o mujer, a la que se le arrojan numerosas situaciones que debe sortear. La historia se desarrolla a medida que sorteamos esas vicisitudes, ya sean escarceos amorosos contra la moral existente en “Madame Bovary”, ya sean las broncas entre las familias Desnoyers y von Hartrott de “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”.

Una vez llegamos a la Posmodernidad, la cosa se complica, comienzan las rayuelas argumentales, y ya no sabemos con certeza quién es el narrador, quién es el protagonista, cuándo se está contando. Con la relación entre arquitectura y poder sucede algo parecido. Hasta la Segunda Guerra Mundial, podría decirse que la arquitectura respondía, en forma, función y estética, a una ideología determinada, ya fuera el Palacio de los Soviets de Stalin, o el Palacio de la Cancillería de Hitler. Con la llegada del nuevo orden mundial de posguerra, y sobre todo desde la caída de la Unión Soviética, los poderes económicos y las políticas neoliberales tomaron el relevo de la ideología en cuanto al panteón mundial del poder, y la arquitectura hizo un reflejo fiel de ese cambio.

Si algo ha representado ese reflejo espacial del capitalismo, han sido los rascacielos. Al comienzo, estos gigantes surgieron casi de modo natural, al juntarse una serie de requisitos e invenciones técnicas: el ascensor, el desarrollo de la técnica del acero, el hormigón armado y el vidrio, las bombas hidráulicas que permitían dar servicio de agua… Pero también se juntó, en el Chicago y el Nueva York de principios de siglo XX, un exceso de liquidez derivado de las burbujas inmobiliarias. Había dinero a espuertas, y el capitalismo detesta que el dinero esté quieto. La edificación –y consecuentemente la ciudad y el territorio– son los objetivos de ese flujo de capital excedente.

De ese modo, si hacemos caso de los economistas William Goetzmann y Frank Newman, el ratio de rascacielos (edificios de más de 70 plantas) construidos en Nueva York desde los 90 del siglo XIX ha precedido las grandes crisis económicas del siglo XX y XXI. Antes del Crack del 29, se construyeron la mayoría de los rascacielos de Nueva York –el Empire State Building se inauguró en plena Gran Depresión, en 1931–, y otros picos de construcción precedieron tanto a la Crisis del petróleo de 1973, como al Lunes Negro de 1987, como a la Gran Recesión de 2007.

Este patrón se repite en Europa en menor medida con los rascacielos, pero se da el mismo patrón con la inversión en infraestructuras –¿alguien dijo Supersur?–, siendo la diferencia entre el modelo estadounidense un mayor gasto público frente a la inversión privada, que prefiere construir rascacielos que se puedan vender a trocitos. En ambos casos, como en las novelas posmodernas, la lectura de lo que está pasando con esto se complica, ya que a la opinión pública se le empieza a vender distintos tipos de moto, como la regeneración urbana, los motores creativos, los rascacielos eco-sostenibles y demás oximorones.

Competición de gigantes. Y claro, en ocasiones, los proyectos quedan en dique seco: un caso famoso ha resultado el del Chicago Spire (la Aguja de Chicago), un diseño de Santiago Calatrava. Chicago ya había librado una guerra de alturas con la ciudad de Nueva York, habiéndole arrebatado la Torre Sears, el techo del país, al World Trade Center, y en esos años 2000 anteriores a la Gran Recesión, el Chicago Spire era una importante apuesta de la ciudad por volverse a colocar en el mapa de las ciudades globales, y contaba con un gran apoyo público –el planeamiento urbanístico estuvo a su merced–.

El edificio subía 609 metros sobre el terreno, en pleno borde con el lago Michigan. Con tamaña altura se debía de realizar un pozo de cimentación gigantesco, un agujero de 24 metros de diámetro y 37 metros de profundidad. Las justificaciones –esas lecturas posmodernas de las que hablamos– durante la venta del proyecto a la opinión pública fueron de lo más delirante y, al mismo tiempo, se nos hacen familiares; el edificio iba a ser una referencia al humo de los antiguos asentamientos indios de la zona, el alcalde de Chicago declaró que iba a ser respetuoso con el medio ambiente… Todo aderezado con una polémica con el por entonces magnate inmobiliario Donald Trump, que estaba construyendo otro rascacielos de similares características.

En 2008, la crisis económica iniciada con las hipotecas subprime paralizó el proyecto que, tras muchas vueltas, se vendió a un “banco malo” irlandés. En el solar, un gigantesco agujero correspondiente a la base de la cimentación hace las veces de testigo mudo.