Enrike Zuazua
matemático
cons-ciencia www.enzuazua.net

Asincronía

Globalmente progresamos, no cabe duda, pero ese avance no se produce en armonía y sincronía completa, de forma simultánea y por igual y, mientras muchos pedalean hacia delante, no pocos lo hacen hacia atrás.

Sincronía hace referencia al hecho de que fenómenos de naturaleza distinta ocurran y transcurran al mismo ritmo, a la vez, acompasados. Asincronía es, por tanto, lo contrario, la ausencia de esa conexión y armonía.

Los humanos somos animales de costumbres y desde pequeños nos hemos habituado a que el devenir sea rítmico: los días y las noches, el sol y la luna, las mareas, las estaciones del año… Tanto es así que hemos conseguido medirlo casi todo, con tecnología de alta precisión: un día son 24 horas; un año, 365 días; una semana, 7, etc. Debemos, eso sí, ajustar periódicamente nuestros contadores pues el universo es caprichoso y no acaba de adaptarse plenamente a nuestras simples reglas numéricas. Y eso necesita, por ejemplo, de vez en cuando, un año bisiesto.

Somos humanos y, a pesar de que hemos sido educados en la cultura del orden cronológico inalterable, nos equivocamos a veces, como en aquel cartel que decía: “Abrimos los 395 días del año”.

Vivimos en un universo tan bien sincronizado que, con frecuencia, ha sido uno de los principales argumentos para postular y defender que todo tuvo que ser obra de un sabio creador.

Sin embargo, la sincronía del mundo en que vivimos no excluye que, de vez en cuando, se produzcan eventos raros o incluso catastróficos, como si la sincronización perfecta fuera imposible. Y, cuando esto ocurre, como en el caso del equilibrista, es imprescindible un riesgoso salto mortal para retomar la senda del equilibrio.

A semejanza de ese universo síncrono, hemos inventado un mundo tecnológico, perfectamente acompasado: los relojes, los ordenadores, las redes de comunicación, de transporte, las bolsas y mercados financieros… Todo se sincroniza.

Y, como en un reflejo especular de la naturaleza, a pesar de esa codiciada y casi alcanzada perfección sincrónica, también en el ámbito tecnológico se producen de vez en cuando singularidades catastróficas que nos dejan accidentes aéreos o crisis financieras.

La sincronía del entorno natural y tecnológico en que vivimos es sin embargo tan robusta que, habiéndola observado y experimentado durante tanto tiempo, ninguno de esos acontecimientos inesperados que de vez en cuando rompen el ritmo de lo previsto nos hace dudar de su inminente retorno.

En el ámbito de lo social, el orden y la sincronía son mucho más difíciles de alcanzar por el mero hecho de que se trata de acompasar millones de voluntades y dinámicas individuales, a muy distintas escalas, desde la familia, hasta la más alta esfera internacional. La falta de armonía parece ser la regla.

Hay, por ejemplo, países y continentes en los que la paz y prosperidad global resultan en apariencia imposibles. Al mismo tiempo, algunos de los países más avanzados nos sorprenden eligiendo gobernantes y representantes que se comportan más como agresivos hombres de negocios de otra época que como cultivados y carismáticos líderes del siglo XXI.

En Europa nos sobran también ejemplos. Lo que debía ser una unión fraterna cada vez más estrecha, se ve cuestionada por el Brexit.

Globalmente progresamos, no cabe duda, pero ese avance no se produce en armonía y sincronía completa, de forma simultánea y por igual y, mientras muchos pedalean hacia delante, no pocos lo hacen hacia atrás.

También en el Estado español parece dominar el orden asíncrono. Hace un tiempo que no contamos con un gobierno estable y, a pesar de ello, las cosas funcionan como si, en el fondo, la estabilidad fuera una cuestión más de percepciones que de datos objetivos.

Finalmente, en lo que a la formación de gobierno se refiere, se impone de nuevo el “no es no”, pero aplicado esta vez de manera recíproca. Tal vez por eso de entre las tres leyes de equivalencia que nos enseñaron en aquellas matemáticas abstractas de primaria de principios de los setenta, la propiedad reflexiva fuese siempre la primera. Era algo así como el clásico “ojo por ojo”.

Los vascos no podíamos ser menos y también tenemos que poner nuestro granito de arena en el montón de la asincronía. Así, mientras el Gobierno del Estado carece de la mayoría parlamentaria suficiente, el Parlamento de Gasteiz aborda, ya desde hace un tiempo, la reforma estatutaria, como si la lista de temas pendientes en Moncloa no fuese ya suficientemente suculenta.

Esta reforma del Estatuto viene de muy atrás, tanto que ya no nos acordamos bien de cuándo surgió, si no es, claro, porque el encaje de Hego Euskal Herria en el Estado español está históricamente sin resolver, como se suele decir, aunque el paso del tiempo haya hecho que, inadvertidamente, se haya colado un nuevo problema, más grave y difícil atajar aún, que es el del “encaje de los vascos en Euskadi”.

La cuestión es que parece haber llegado la hora. Pero tampoco es seguro.

Como ciudadanos podríamos aspirar a que la política fuese un subsistema que reflejase y trascurriese a la par que la sociedad en su conjunto evoluciona, para de ese modo contribuir al bienestar general. Pero hace tiempo dejó de ser así. La política ha adquirido ya vida propia, ha bifurcado, y no será fácil devolverla al cauce del devenir social, por mucho que se nos cree la ilusión de tener la opción de hacerlo con el derecho al voto periódico. ¿Acaso un tren puede dirigirse con el impulso del empujón de los viajeros que esperan en cada apeadero?

Es más que probable que los ciudadanos no estemos del todo bien enterados de lo que se debate en el Parlamento de Gasteiz en relación al nuevo estatuto. Algunos, ya un tanto desilusionados de lo que nuestra reiterativa política puede deparar, dudan de si de ese proceso saldrá algo claro y mediamente definitivo. A veces incluso parece que merma la conciencia de la necesidad de una evolución del modelo actual dado que, al fin y al cabo, todo parece funcionar, aunque sea con sobresaltos y con la salida del país de nuestros propios hijos.

Tal vez los temas más transcendentales de la reforma estatutaria se jueguen en el ring más técnico de las competencias autonómicas, que definen los pliegues del poder y de los recursos económicos que serán asignados a cada administración. Y no sabemos si la discusión del nuevo estatuto incorporará aspectos esenciales relativos a nuestro idioma o cultura, tema de todos modos que está en gran medida en nuestras manos desde hace ya mucho.

La dura y excelsa película “Handia” triunfó contando la historia de un buen vasco que murió, víctima de su propia asincronía y desproporción, grande por fuera, pero consumido de tristeza, pequeño, tierno y frágil por dentro, como todos los demás, pues casi nadie era capaz de verlo y entenderlo como era, prisionero de un cuerpo exageradamente agigantado que él no había elegido.

Mientras se habla, casi en exclusiva, del tamaño del traje del nuevo estatuto, es posible que nuestro futuro se esté jugando más en la dimensión mucho más compleja y sutil del euskara, de su aprendizaje y uso.

Ciertamente, en el futuro las fronteras serán cada vez menos sólidas y solo tendrán relevancia aquellas que el transeúnte pueda percibir al caminar. Aún hoy hay una muy obvia que se experimenta al atravesar los Pirineos, de sur a norte, o de norte a sur, cuando las dos lenguas vecinas, emparentadas, enraizadas ambas en el latín, se pasan el relevo.

Hay voces que nos advierten del riesgo de perdernos justo en ese lugar en el que el cauce del río desemboca en la bahía. Pero los capitanes que dirigen nuestro navío no dudan en acelerar el ritmo, mientras los pasajeros a bordo no dejan de fotografiar el paisaje, como aquellos que aprovecharon la extraordinaria bajada de la marea que anticipaba la llegada del tsunami para recoger conchas, justo antes de ser engullidos por el agua.

En un mundo esencialmente síncrono, a pesar de los eventos extremos impredecibles, la dinámica globalizadora deja poco espacio para la duda: el grande se come al chico. Como explicaba el neurólogo y filósofo austríaco Viktor Frankl, sobreviviente de los campos de concentración y fundador de la Logoterapia, «el sufrimiento se comporta como un gas en una cámara vacía, expandiéndose y ocupándolo todo».

Se puede ser grande en apariencia, como “Handia”, y difuminarse, hasta desaparecer, al perder el espacio que el gas ocupa.