IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Mézclate conmigo

Vivir con otras personas nos cambia, eso es un hecho, y nosotros a ellos. Nos influimos de formas tan diversas y complejas que a veces incluso nos es difícil distinguir si lo que pensamos, hacemos o sentimos es cosa nuestra o, por el contrario, es producto de esa interacción. ¿Tenemos ideas originales o las hemos oído antes? ¿Si no hubiera tenido esa conversación esta mañana me sentiría así de irritado todo el día? Ese flujo entre la mente de las personas probablemente constituye uno de los pilares de nuestra esencia gregaria, una naturaleza grupal que, a veces, parece que hemos olvidado pero que sigue condicionando nuestros movimientos internos y externos.

Por fuera, las interacciones y sus resultados parecen objetivas, lineales, casi de causa-efecto. Pero, por dentro, siempre requieren un proceso. Un ejemplo: «Yo no quería pero me has hecho ponerme así cuando me has gritado». Esta frase ilustra ese flujo que se mezcla entre dentro y fuera y, aunque parece lineal e inevitable «ponerme así», hay varios pasos y elecciones hasta llegar allí. Para empezar, está el grito. Esto parece objetivo, pero también cabe otra interpretación: ¿Qué volumen e intención implican que me estabas gritando? En particular, teniendo en cuenta que el umbral de tolerancia es diferente entre unos y otros. Después está la intencionalidad otorgada: gritar puede ser la expresión de una agresión pero también puede implicar defensa o descontrol, o simplemente una cantidad de tensión emocional que se desparrama.

Si buscamos alternativas, según el tema o el momento, este desparrame podría indicar que la persona que grita esté desbordada por la situación o tenga miedo, por lo que el grito, más que intencionalmente agresivo, sea una válvula de descompresión. Con esto quiero decir que los estímulos pueden percibirse de manera diferente entre individuos –por las limitaciones y sensibilidades de cada cual–, cuanto más interpretarse y otorgarle una intención. La segunda parte de la frase, la de «yo no quería pero me ha hecho ponerme así», también tiene su enjundia, que va por dentro.

Para empezar, esta frase implica que quien la dice parece no tener control sobre sí, no tiene la opción de elegir cómo reaccionar ante lo que ya ha interpretado como agresión –descartando otras posibilidades–, o bien está usando la cultura popular y una norma no escrita que dice que ante una agresión siempre hay que contraatacar, para no pensar y solo aliviarse reaccionando.

Más allá de la frase del ejemplo, el argumento de la precipitación inevitable es profusamente utilizado en todos los ámbitos de la vida relacional; políticos, empresarios y trabajadores, amigos, parejas y familiares, usan a menudo este determinismo como excusa para no tener que decidir qué hacer o para engañar al otro y dejarse llevar.

De las formas más sofisticadas, apelando a los más altos valores, el «me he visto» o «nos hemos visto obligados a hacerlo», parece tener el poder y legitimidad de desconectar la capacidad de juicio de propios y extraños, y por supuesto la creatividad. A la hora de dirimir conflictos, si desconectamos estas capacidades, evidentemente hacemos de la contundente reacción la única respuesta posible.

Nuestras mentes se influyen mutuamente pero no estamos mezclados, no necesariamente. Incluso para las decisiones colectivas de grandes implicaciones o las emocionalmente apabullantes a nivel individual, mantener la capacidad creativa es imprescindible porque es la piedra angular de nuestra adaptación. E incluso antes de todo esto, nada sería posible si no podemos comprometernos a mantener nuestra curiosidad. Aquella que sustituye al miedo al otro, la que, gracias también al deseo y la voluntad, hace que nos preguntemos qué hay detrás de lo que parece unívoco en el otro y en nosotros mismos. Preguntaremos, y solo con eso, la reacción no será inevitable.