Jaime Iglesias
Presencia vigente en una ausencia eterna

Tras las huellas de Ana Mendieta

Los enigmas acostumbran a resultarnos tan fascinantes que muchas veces, buscando la respuesta a algo que nos inquieta o atormenta, corremos el riesgo de obviar las evidencias, aun cuando estas resulten tanto o más sugestivas que el más inexplicable de los misterios. En la memoria de muchos, la artista cubana Ana Mendieta (La Habana, 1948) dejó más huella por su muerte que por su vida y obra cuando el 8 de septiembre de 1985 cayó al vacío desde el piso 34 de un rascacielos neoyorquino tras haber mantenido una fuerte discusión con su esposo, el también artista Carl Andre. Aunque en un principio se sospechó de él como autor de su muerte, un juez determinó finalmente que no había indicios suficientes, estimando que lo más probable es que la artista se suicidara. Lejos de zanjar la controversia, esta se ha ido animando con el paso de los años ante las zonas oscuras que tuvo aquel proceso y hoy en día rara es la muestra dedicada a Carl Andre que no sea cuestionada (y boicoteada) por colectivos de artistas ligadas al movimiento feminista que no dejan de reivindicar la memoria de Ana Mendieta. Y, sin embargo, esa reivindicación de su condición de víctima y el ruido mediático que siguen generando las circunstancias que rodearon su muerte lo que han conseguido es ir progresivamente borrando su huella, un concepto que vertebra toda su producción artística.

«Una huella es el testimonio de una ausencia, de algo que ha estado en un lugar y ha desaparecido, pero la propia huella es también una presencia y esa tensión es la que nutrió la obra de Ana Mendieta». La frase es de Cristina Spinelli, asistente de la galería Nogueras Blanchard que estos días recupera, en su sede de Madrid, parte del legado de la artista cubana a través de una selección de catorce dibujos (de los doscientos que se conservan) y tres películas de las casi cien que rodó. La muestra está comisariada por el artista cubano Wilfredo Prieto, uno de esos creadores a los que el trabajo de Ana Mendieta les dejó una huella real: «Yo tenía apenas 19 años y era estudiante de Bellas Artes. Uno de nuestros profesores organizó una excursión para llevarnos a ver las cuevas de Jaruco. Aquella visita me resultó impactante, cambió mi concepción del arte y me llevó a cuestionar la esencia de mi trabajo», comenta Prieto a la hora de evocar su primer encuentro con la que, sin duda, fue la obra más emblemática de la artista cubana, el conjunto de esculturas rupestres que Ana Mendieta realizó en este paraje natural ubicado a unos 40 kilómetros al Este de La Habana. Hoy en día la huella de aquella intervención sigue ahí, pero corre el riesgo de desaparecer devorada por la maleza y la dejadez institucional, aunque si hemos de hacer caso a Cristina Spinelli, el destino de su obra no parecía preocupar mucho a Mendieta: «Muchas de sus intervenciones en la naturaleza las hizo con la idea de que fueran reabsorbidas por esta. En el fondo, sus esculturas rupestres siguen un poco el mismo principio al que apelaba Miguel Ángel cuando hablaba de sus ángeles y decía: ‘El ángel ya estaba dentro de ese bloque de mármol, yo me he limitado a sacarlo de él’».

Contra el desarraigo. La exposición que estos días acoge la galería Nogueras Blanchard bien puede asumirse como un diálogo entre Ana Mendieta y Wilfredo Prieto. Este insiste en que, lejos de comisariar la muestra con un espíritu de curador al uso, «organizar esta exposición ha sido un pretexto para reestudiar la obra de Ana confiriéndole un carácter intimista porque, más allá de la dimensión física y espiritual de sus trabajos, lo que para mí define su arte es esa entrega que la hacía concebir cada una de sus obras como si fuera un ritual. En todas sus creaciones hay un intento por encontrarse a sí misma, un deseo de explorar sus orígenes». Una vez más, se impone hablar de huellas, ya que fue ese deseo por investigar sus propias raíces el que definió la producción artística de Ana Mendieta, confiriendo a su obra una extraña coherencia. En casi todos los artistas existe esa pulsión por confrontarse con la esencia de su ser, pero en el caso de Ana Mendieta se trató de una necesidad acuciante cuya lógica se entiende a poco que uno se adentre en su biografía. En 1961, cuando apenas contaba con doce años, formó parte de las sacas de niños cubanos expatriados a Estados Unidos a través de la “Operación Peter Pan”, una maniobra coordinada por el Gobierno de Washington (a través de la CIA), la Iglesia católica y el lobby de cubanos exiliados en Miami, para conceder asilo político a menores de edad cuyas familias autorizasen su traslado a territorio norteamericano ante el afianzamiento de la revolución en Cuba. «El hecho de ser arrancada a tan corta edad de su país, de su entorno familiar, creó en Ana un sentimiento de desarraigo muy acusado hasta el punto de convertir su cuerpo en su propia patria», explica Wilfredo Prieto.

Partiendo de ahí, resulta asumible ese carácter telúrico que impregna sus búsquedas como artista y también esa doble necesidad, primero por investigar su cuerpo como si se tratase de un lugar físico convirtiéndose, a la vez, en sujeto y objeto de sus representaciones y, más tarde, a raíz de ser autorizado su regreso a Cuba en 1980, por fundir su propio ser en aquel entorno natural donde ella localizaba sus raíces. «En la obra de Ana Mendieta hay una reafirmación de su propia individualidad, pero también un deseo por articular reflexiones colectivas sobre cuestiones ligadas a la identidad de género, de ahí su representación del cuerpo de la mujer como territorio, aunque eso es algo que quizá también tenga que ver con el deseo de explorar sus propias raíces», comenta Cristina Spinelli mientras nos guía por la exposición que dedica la galería a la obra de la artista. «Ella siempre decía que, si pudiera reducir su cuerpo a una forma básica, elegiría una hoja, y eso es algo que percibimos en el modo en que evoluciona la representación del cuerpo humano en sus bocetos: con el paso de los años, las extremidades en sus dibujos silueteados se van plegando hasta dar lugar a una forma compacta pero a la vez grácil que, en cierto modo, representa el perfil de una hoja de árbol», nos explica Spinelli delante de uno de los dibujos que abren la exposición de la Nogueras Blanchard donde, efectivamente, se percibe esa yuxtaposición entre lo humano y lo vegetal.

Conciencia de género. Wilfredo Prieto, sin embargo, no cree que esas búsquedas en el caso de Ana Mendieta puedan vincularse a la expresión de una conciencia feminista, por mucho que durante años la artista fuese vinculada a dicho movimiento, sobre todo atendiendo a las películas que rodó mientras estudiaba Bellas Artes en la Universidad de Iowa: «Ella tuvo contactos con el arte conceptual y también con el arte feminista, pero su línea de trabajo fue lo suficientemente amplia como para que su obra no quede reducida a una colección de tópicos particulares que lo que hacen es limitar su alcance. Dicho lo cual, también es cierto que su propuesta es lo suficientemente rica como para ser asimilada desde diversas perspectivas, pero yo creo que justo por estar centrada en esa interacción entre sociedad y naturaleza, se trata de una obra que si merece algún calificativo es el de humanista». Sin embargo, es bastante probable que su experiencia en EEUU y esa sensación de desarraigo que nunca la abandonó, contribuyesen decisivamente a una toma de posicionamiento que, con el paso del tiempo, fue encontrando reflejo en su arte: «Ser una mujer de origen hispano en aquel contexto, fueron circunstancias que seguramente la marcaron –apunta Cristina Spinelli–. Muchas de sus obras están inspiradas por una voluntad de denunciar la discriminación racial y el machismo. De hecho, uno de sus primeros trabajos fue una pieza de vídeo denunciando una violación que había habido en su universidad. Lo que ocurre es que, aunque es cierto que de entrada se relacionó con el arte feminista, pronto se distanció de él porque enseguida descubrió que el feminismo era blanco. Desde hace unos años el feminismo ha empezado a plantearse que debe ser transversal, pero en aquel momento era una reivindicación de mujeres blancas y eso es algo que Ana Mendieta ya problematizó en su día».

Esa tensión entre conciencia individual y conciencia colectiva es una de las muchas que enriquecen la obra de Ana Mendieta, cuya fuerza está en las paradojas que la sostienen. Otra sería la que puede darse entre ausencia y presencia, dos conceptos que terminan por solaparse a la hora conferir significado a la idea de huella, tal y como dijimos al inicio de este reportaje. Los dibujos que se exhiben en la galería Nogueras Blanchard ponen el acento justamente en esa dicotomía. Muchos de ellos son bocetos para obras de mayor envergadura, pero en sí mismos contribuyen a darnos la suficiente información sobre la artista como para reconstruir su personalidad y sus búsquedas a través de ellos: «Todas las obras que exponemos aquí son como pistas que ella iba dejando, gracias a las cuáles podemos conocer su proceso creativo», comenta la asistente. Cristina Spinelli nos explica que «se trata de una serie de dibujos realizados entre 1983 y 1985 que son los años que Ana pasó becada en Roma. En ese período ella se empezó a plantear cómo trasladar esas intervenciones que solía hacer en la naturaleza a un espacio expositivo sin perder esa potencia que las caracterizaba. Desde ese punto de vista, lo que muestran estos dibujos son esbozos preparatorios para esculturas y para performances». Es decir, se trata de obras donde emerge la personalidad de su autora pero sin que llegue a manifestarse en plenitud.

Presencia vs. ausencia. Esa misma tensión entre ausencia y presencia, entre lo que se manifiesta y lo que se oculta, está también muy presente en las películas rodadas por Ana Mendieta, ejemplificadas en las tres que forman parte de la exposición. «En sus primeros trabajos ella mostraba y exponía su cuerpo pero sin que en ello hubiese ninguna voluntad por generar espectáculo. De hecho, años después, cuando iba a realizar sus intervenciones en la naturaleza, aunque luego las documentaba, no dejaba que nadie la acompañase. Era un momento muy íntimo, muy especial, casi una liturgia que ella prefería experimentar en soledad», explica Cristina Spinelli. De ahí que, con el paso del tiempo, Ana Mendieta resolviese evidenciarse ante el espectador a partir de su ausencia, como lo prueba la película “Flower boy, flower person”. Según Spinelli, esta obra, que puede verse estos días en la galería Nogueras Blanchard, «es una sucesión de imágenes puramente evocativas donde la única presencia que se percibe es una silueta flotando en el agua de un río. Mendieta va siguiendo la silueta remontando el cauce del río, una práctica que entronca con la santería cubana que es algo que a ella le interesaba muchísimo en ese anhelo de reestablecer una conexión con la tierra de donde fue arrancada». Esta película se complementa con otro trabajo audiovisual que también forma parte de la exposición: “X-Rays”. Spinelli nos hace saber la singularidad de esta obra: «Fue realizada por Ana en la Universidad de Iowa, que es donde ella estudió Bellas Artes. Allí, en la Facultad de Medicina, tienen una división de estudios foniátricos muy prestigiosa y Ana se coló dentro de las instalaciones para grabarse como objeto de representación en una suerte de prueba médica falsa. Es una pieza destacada porque, de las 90 películas que rodó Ana en su vida, esta es la única donde ella registró su voz. Al principio, Ana Mendieta documentaba sus performances siendo parte activa de las mismas, pero en un momento dado opta por desaparecer y que sea esa ausencia la que invoque su realidad corpórea, un concepto que definirá toda su obra posterior y que resulta muy evidente en esta película, donde escuchamos su voz, pero lo único que vemos es su esqueleto». Un vídeo que refuerza esa idea de que «para ella su cuerpo era una suerte de objeto de culto», tal y como precisa Wilfredo Prieto.

Curiosamente fue ese cuerpo el que la llevó a ocupar titulares unos pocos años después, al aparecer estrellado sobre el techo de un comercio del Village tras precipitarse al vacío desde el piso 34 del número 300 de Mercer Street, muy cerca de Washington Square, punto neurálgico de la bohemia neoyorquina. ¿Fue un asesinato? ¿Un suicidio? La familia de Ana, que durante los años que siguieron a su muerte se posicionó activamente en la defensa de la primera de estas hipótesis, hoy en día ha abandonado la lucha, un poco por frustración y otro poco porque son conscientes de que cuanto más se habla de las circunstancias que rodearon la muerte de la artista, menos espacio se dedica a comentar su vida y su obra. El propio Wilfredo Prieto es de esa misma opinión: «Cuando uno se enfrenta a sus creaciones y percibe la riqueza que hay en ellas, no se deja influir por los ecos de su muerte. Puede que exista un tipo de público que decida adentrarse en su obra alentado por las circunstancias de su fallecimiento, y al revés, quien no lo haga atendiendo a esas mismas razones, pero yo creo que, en ambos casos, se trata de una minoría de personas. Los prejuicios no suelen funcionar como coartada en estos casos». Para Prieto, volver a tomar contacto con la obra de su compatriota casi tres décadas después de haberse confrontado con ella por primera vez, le ha hecho reafirmarse en que «la obra de Ana trasciende un contexto concreto, su arte es un arte esencial, está más allá de toda coyuntura y eso es lo que le confiere vigencia».

Queda, no obstante, la duda, de saber cómo hubiese evolucionado ese talento de no haber muerto tan joven, con apenas 36 años, y en circunstancias tan escabrosas: «¿Si hubiese seguido viva hubiera ocupado un papel igual de relevante que el que ahora mismo se la reconoce en el contexto del arte contemporáneo? Eso nunca lo sabremos, aunque mi opinión personal es que sí», concluye Cristina Spinelli, quien nos anima a «acercarnos a la práctica artística de Ana Mendieta olvidándonos un poco de su vida y, sobre todo, del final que tuvo». Porque más allá de eso, sus huellas, indudablemente, permanecen.