IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Ritualizar

A pesar de la ilusión de control de lo cotidiano que nos afanamos en tener para desenvolvernos en el día a día, la realidad es que somos seres vulnerables, expuestos a las múltiples vicisitudes de la vida y, como se ha dicho mil veces, llegamos a donde llegamos. Esto hace que en múltiples ocasiones nuestras intenciones y nuestros intentos de atajar una situación determinada, de adaptarnos, o de tener una conversación “antes de que...” se vean frustrados; algo se interpone sorpresivamente y no concluimos lo que habíamos planeado hacer en nuestras cabezas.

En algunas ocasiones esta interrupción no supone grandes frustraciones pasado un tiempo y, como en otros contratiempos, también estas las digerimos y seguimos adelante. En otras ocasiones, sin embargo, la inercia se extiende más allá de la molestia o la frustración iniciales, nos encontramos recordando y sintiendo más intensamente de lo que nos parece razonable, o todavía reproduciendo en la mente las conversaciones inconclusas o que no nos hemos atrevido a tener. En estos casos, gestionar el límite que la naturaleza impone a nuestra voluntad nos requiere a menudo más energías de las que querríamos emplear, incluso llegando a obstaculizar el inicio de actividades o relaciones nuevas. Pero, ¿cómo cerrar ese capítulo para seguir adelante cuando el interlocutor ya no está, cuando la situación ha cambiado por completo, cuando nuestra planificación queda en el aire sin sustento palpable más allá de nuestra imaginación?

Antes de despedirnos necesitamos sentir que lo que buscábamos, queríamos o pretendíamos se ha acabado, y atravesar esa punzada de frustración o hambre aguda que no puede ser saciada. Las personas encontramos mil maneras para no sentir y seguir esquivando lo finito; duele, claro, o molesta, incomoda. Sin embargo, cuando ya hemos tenido bastantes recordatorios de que esas maniobras no hacen que aquello que deseábamos vuelva, nos vemos movidos a dar otro paso. Es entonces cuando necesitamos algún tipo de ritual. Cuando hablo de ritual no me refiero necesariamente a una ceremonia formal, con su liturgia o sus oficiantes, sino más bien a dedicarle un tiempo y un espacio a hacer lo que no se pudo, aunque sea en nuestra imaginación. Quizá se trata de escribir una carta a esa persona que ya no está diciendo las verdades, quizá es un último paseo por aquel camino que hacíamos juntos, quizá una despedida del lugar de trabajo al que iba a ir... Esa representación nos sirve de manera similar a la que, para un amputado, verse mover la mano que le queda ante un espejo, simulando con el reflejo la existencia del miembro amputado. Calma el dolor del miembro fantasma. Es un espejismo, nunca mejor dicho, pero nos alivia y eventualmente nos descansa decir lo no dicho, hacer lo no hecho.

Y, si llegamos a algún tipo de cierre, si ponemos en la imaginación, en esa escena que nos hemos inventado, un punto final, ese nudo empezará a deshacerse y podremos empezar a destinar de nuevo esa energía a otro lugar, a otra relación. Los finales abruptos nos arrebatan el derecho a réplica, bien para agradecer lo vivido, bien para quejarnos por la injusticia o lo inadecuado de un final –de etapa, de relación, de trabajo–. Y de la misma manera que una relación o una actividad pueden ser importantes pero lo son para nosotros, en nuestro mundo, en nuestra subjetividad, es precisamente en ese reino donde necesitamos “actuar” cuando un final es tajante. Los rituales tanto personales como grupales no son ñoñerías, ni son mística en sí mismos, sino que, desde la escenificación, cumplen funciones de digestión o de preparación, y eso sucede en el mundo de la imaginación. Y la imaginación no deja de ser el medio ambiente de nuestra mente, de nuestro yo.