Zigor Aldama
El oficio de Jingdezhen desde hace dos mil años

El corazón de la porcelana china late con fuerza renovada

Artesanos que recuperan técnicas ancestrales y jóvenes que apuestan por nuevas tecnologías y el comercio electrónico reviven Jingdezhen, cuna de la porcelana más apreciada en el gigante asiático.

El aeropuerto se asemeja al cuello de un jarrón, la flamante estación del tren de alta velocidad se ha diseñado con la forma de dos manos sujetando una taza, y las farolas blancas de toda la localidad están adornadas con clásicos dibujos chinos en el característico tono azul. Da igual que a Jingdezhen se llegue por aire, sobre raíles, o por carretera, es imposible obviar de qué vive este pueblo de la provincia sureña de Jiangxi: la porcelana. «Creo que es el único lugar que ha logrado sobrevivir durante 2.000 años haciendo una sola cosa», ríe Xiong Jianjun, fundador de la prestigiosa fábrica que lleva su nombre.

Las estadísticas oficiales le dan la razón: en 2019, casi el 15% de los 1,1 millones de residentes urbanos estaba empleado de forma directa por alguna de las 6.700 empresas de porcelana del lugar, y la industria representaba casi la mitad de su PIB. Por su parte, el pintoresco Museo Folclórico deja claro que siempre ha sido así: señala diferentes estudios arqueológicos para afirmar que Jingdezhen fue la primera ciudad industrial del mundo, porque fue pionera en la producción en cadena a finales de la dinastía Han, hacia el año 150.

En la imagen de la izquierda, Xiong Jianjun frente a uno de los hornos que ha reconstruido siguiendo los parámetros exactos de dinastías antiguas. Chen Qianjun posa con esculturas de buda de su empresa Zhen Rutang.

 

Eso sí, no comenzó a producir las finas piezas que demandaban los emperadores hasta la dinastía Song, al final del primer milenio. «La porcelana de Jingdezhen fue uno de los primeros productos globalizados de China y su mayor exportación», señala con orgullo el diario oficial “China Daily”. «Desafortunadamente, con la reforma económica que abanderó Deng Xiaoping en la década de 1980, la industria se hundió en el caos. Todo el mundo quería hacer dinero rápido, la calidad cayó en picado, y muchas de las técnicas exclusivas de Jingdezhen se llevaron al borde de la extinción», explica Cheng Peng, uno de los muchos emprendedores jóvenes que están intentando inyectar savia nueva al pueblo con la empresa que ha creado, Yuanlaishini. «Ahora el Gobierno ha entendido que la innovación es la única vía para competir con la porcelana barata que se fabrica en Dehua o Chaozhou, y los dirigentes están impulsando la recuperación de técnicas ancestrales y el desarrollo de diseños más vanguardistas», añade.

Xiong se ha centrado en lo primero. «En 1998, el Museo del Palacio [conocido en todo el mundo como la Ciudad Prohibida] contactó con nosotros y nos pidió que reprodujéramos fielmente algunas de las piezas de porcelana que se habían perdido o que el Kuomintang se había llevado a Taiwán tras la Guerra Civil. Invertimos muchos recursos en revivir las técnicas tradicionales de esmaltado y logramos completar seis diseños en 2006», cuenta mientras muestra los tres hornos que ha construido reproduciendo fielmente los que se utilizaban en las dinastías Yuan, Ming y Qing. «Es imprescindible utilizar los mismos materiales y las mismas técnicas», indica.

En un país como China, que abraza la automatización y la inteligencia artificial como catalizadores de una ambiciosa transformación tecnológica con el objetivo de producir en masa cualquier tipo de producto, sorprende ver cómo trabajan los artesanos de Xiong. El proceso comienza en el patio en el que se guardan montículos de la mezcla mineral necesaria para producir la porcelana. Su ingrediente principal es la kaolinita, que se extrae de las montañas de la cercana localidad de Gaoling. «Bueno, que se extraía», puntualiza Xiong. «Porque la minería provoca un grave problema medioambiental que las Autoridades han atajado restringiendo al máximo la actividad», añade.

Dos artesanos de Xiong Jianjun dan forma a jarrones.

 

Un trabajo minucioso. Xiong sabía que esas restricciones iban a llegar en algún momento, porque la kaolinita es una materia prima escasa y muy difícil de reproducir en otras condiciones, y se preparó a tiempo. «Hemos estado almacenándola durante muchos años y tenemos guardadas 200 toneladas de mineral», confiesa con una sonrisa de orgullo. En el interior de una nave camuflada bajo las formas de los antiguos templos budistas, un pequeño grupo de artesanos corta bloques de esta mezcla mineral y le da forma con velocidad sorprendente. Uno hace jarrones, otro se especializa en tazas que tienen un peso controlado al gramo. «Son técnicas que lleva mucho tiempo aprender y que muy pocos controlan a la perfección», explica Xiong. Por eso, los artesanos son especialmente valorados.

Feng Donghai es uno de ellos. Trabaja en la cercana empresa Zhen Rutang y también da forma a tazas tan delicadas que, una vez horneadas resultan traslúcidas. Lleva 24 años en el oficio, y utiliza una cuchilla para dejar la superficie «como el culo de un bebé». No obstante, se queja de algo que salta a la vista en los diseños que salen de sus manos. «Se apuesta poco por la innovación», critica. Su jefa, Chen Qianjun, reconoce que la mayoría de las piezas de mayor valor en Jingdezhen son las que reproducen motivos y formas antiguas. Algunas de las que ella vende se cotizan por encima de los 100.000 euros, pero hay otras incluso más lucrativas. «Las que más beneficio dejan son las falsificaciones que se venden en subastas. Solo los mejores artesanos las pueden hacer», cuenta Chen.

No obstante, la empresaria es consciente del daño que este tipo de productos hacen a la reputación china y ella prefiere diversificar el negocio dejando espacio a otras culturas. Zhen Rutang cuenta con un taller para artistas extranjeros que se ven atraídos por un hecho incontestable: «En Jingdezhen tienen todo lo necesario para producir piezas de todo tipo y tamaño a una velocidad sin parangón y a un precio mucho más económico que en sus países de origen».

Cheng Peng posa con uno de los artesanos cuyas piezas vende en su tienda de Internet.

 

Chen considera que esa interacción entre culturas ha sido siempre enriquecedora para todos, y recuerda que, originariamente, los mercaderes introdujeron la porcelana en Europa y, luego, los propios chinos importaron técnicas que se habían desarrollado en el Estado francés u Holanda. «Los diseños de los occidentales son más abstractos, y los artistas son capaces de realizar todos los procesos de la porcelana. Los chinos, sin embargo, tienen técnicas más refinadas, pero se centran únicamente en unos pocos de los 72 pasos que hay que dar para hacer una pieza de porcelana», explica. Eso último se aprecia claramente en el estudio de pintura, donde media docena de sus empleados copian al último detalle los antiguos dibujos de jarrones imperiales que aparecen en las pantallas de sus tabletas o teléfonos móviles. Cada trazo requiere de la máxima concentración, y muchas obras terminan en la basura por un descuido. «Algunas llevan meses de trabajo», señala Chen.

 

Zhu Simin con uno de sus juegos de té, en cuya producción emplea cenizas vegetales. En medio, Ran Xiangfei tras las baldas en las que se secan sus piezas de porcelana; a la derecha, Li Siqi y Ouyang Ningyuan venden sus piezas de bisutería en el mercado nocturno  de Jingdezhen.

 

La juventud pide paso. Aunque lo tradicional predomina, las tendencias del diseño global van calando poco a poco en Jingdezhen. Y Xiong es un magnífico ejemplo de ello. Porque sus dos hijos estudian diseño en Pekín y Hangzhou, pero se han distanciado por completo del estilo de su padre. «Odian lo que hago», reconoce Xiong con una punzada de pena. «Están muy influidos por las corrientes internacionales y es evidente que hay una gran brecha generacional entre nosotros», afirma mientras muestra en su teléfono móvil algunos de los diseños minimalistas y en tonos oscuros de sus retoños. A pesar de que los mira con cierto desdén, Xiong reconoce que en esa modernidad está el futuro del mercado. «Yo soy el pasado, y a la juventud no le atrae la historia que exudan nuestros jarrones. Así que hemos decidido trabajar juntos para sumar fuerzas y para asegurarnos de que la empresa sigue siendo familiar», dice señalando el nuevo edificio que está levantando para albergar el taller en el que sus hijos darán forma a una nueva línea.

Tendrán competencia, porque los jóvenes de Jingdezhen están protagonizando una pequeña revolución que deja su impronta en los pequeños talleres y las tiendas ‘boutique’ que salpican las estrechas calles de las afueras. Allí tiene su estudio Zhu Simin, hija de geólogo y apasionada de la experimentación con la porcelana. «Es un material fascinante porque cambia de propiedades cuando se mete en el horno. Yo he estado investigando a fondo para tratar de controlar el resultado cuando mezclo los minerales con cenizas vegetales que crean unos colores verdosos y ocres similares al humo», explica frente a una colección de pequeñas figuras piramidales numeradas. Cada una corresponde a una fórmula concreta que luego aplica a sus refinadas tazas de té. En ellas no hay aves fénix, ni dragones, solo las caprichosas huellas que dejan sus peculiares mezclas de ingredientes. Han conquistado galerías de todo el país, pero no son baratas: de media, cada tacita cuesta unos 200 euros.

Tanto Cheng Peng como Ran Xiangfei están precisamente en contra de esa aura de elitismo que envuelve a la industria. El primero se dedica a vender por Internet los diseños de jóvenes artistas sin pretensiones, mientras que el segundo, ingeniero industrial, explota el carácter más funcional de la porcelana. «Una de las primeras cosas que hice cuando me asenté en Jingdezhen fue crear un laboratorio en el que experimentamos con todo tipo de técnicas y tecnologías. Por ejemplo, utilizamos impresoras 3D, pero también hemos revivido una antigua técnica llamada linglong –porcelana grano de arroz– que consiste en dejar huecos en la superficie de la porcelana y llenarlos luego con esmalte transparente. Eso permite, por ejemplo, ver cómo de llena está una jarra», comenta Ran. Sus diseños son pragmáticos, funcionales, pero también sorprendentes por las curvas imposibles que logra gracias a la tecnología. Pero de lo que está más orgulloso es de que sus piezas sean asequibles.

Artesanas y aprendices pintan jarrones en la fábrica de Xiong Jianjun.

 

Cheng es más humilde en lo técnico porque reconoce que no tiene ni idea de porcelana. Su ambición se centra en el negocio. Este joven, que acaba de estrenar la treintena, tiene un don para identificar a los artistas con talento y lanzarlos con éxito al ciberespacio. Inició el negocio con su mujer hace un lustro y ha crecido a un ritmo del 30% anual –sin coronavirus y con él– hasta alcanzar ingresos de medio millón de euros. En su cuenta de Taobao –la plataforma online en la que comercializa los productos– suma ya más de 800.000 seguidores, y su éxito ha llamado la atención del mismísimo Museo Británico, para el que ahora produce mercadotecnia.

«Al contrario de lo que sucedía con las empresas tradicionales de Jingdezhen, la mayoría de mis clientes son adolescentes y gastan poco en cada pedido (en torno a 10 o 20 euros). Tenemos todo tipo de cosas divertidas, desde figuritas, hasta tazas de café. Los jóvenes queremos algo que nos sorprenda, independientemente del material con el que esté hecho», analiza Cheng. Él, como la mayoría de los nacidos después de 1990, no quiere saber nada de los juegos de té que han hecho famoso al pueblo.

Y algo parecido les sucede a Li Siqi y Ouyang Ningyuan, una joven pareja que se graduó hace un año en la Universidad de Cerámica de Jingdezhen y que busca un hueco en el sector de la bisutería. Con medios muy escasos, trabajando en el apartamento que tienen alquilado, y utilizando los hornos públicos que el Ayuntamiento pone a su disposición, estos veinteañeros diseñan pendientes, broches, y algún que otro plato que venden en el mercado nocturno que hace brillar las calles del pueblo. Cada pieza apenas cuesta el equivalente a 10 euros, y Li reconoce que pasan estrecheces. «A veces pensamos en dejarlo, pero entonces siempre nos llega algún pedido grande que nos devuelve la esperanza», comenta ella con una amplia sonrisa. «Comparado con las grandes ciudades, Jingdezhen ofrece la posibilidad de sacar adelante un pequeño negocio con muy poco presupuesto, pero estamos esperando todavía el empujón que nos haga crecer más», añade él.

 

Líder para 2035. Que tanto Xiong como esta pareja cuente con oportunidades de negocio no es tarea fácil. Pero el Gobierno está empeñado en conseguirlo. Por eso, el año pasado anunció la creación de una nueva zona dedicada a la innovación con el objetivo de que Jingdezhen sea más que el corazón de la porcelana china: quieren que lidere el sector a nivel mundial en 2035. Y buena muestra de que puede conseguirlo es la zona de Taoxichuan, varias calles de moda que han resucitado el antiguo emplazamiento de la empresa estatal de porcelana Yuzhou.

Las Autoridades renovaron el edificio siguiendo el precedente del distrito artístico 798 de Pekín, y los 450 millones de yuanes (56 millones de euros) invertidos desde 2013 han logrado que el contaminado barrio industrial, antaño hogar de 22 hornos humeantes, rezume ahora vida comercial. Es más, la zona atrae incluso a influencers que realizan emisiones en directo para promocionar todo tipo de productos de porcelana. «La ciudad está tratando de hacer lo que antes nunca había pensado: diversificar sus actividades. Y una de las metas es atraer al turismo para no poner todos los huevos en la misma cesta. Es lo que necesitamos si queremos tener éxito en el siglo XXI», sentencia Chen.