Iker Fidalgo
Crítico de arte
Entrevista
Remedios Zafra

«La cultura es imprescindible y su valor debe ser gritado, repetido y recordado»

Fotografía: J.DANAE I Foku
Fotografía: J.DANAE I Foku

Remedios Zafra (Zuheros, Córdoba 1973) es uno de los referentes intelectuales más reseñables de nuestro tiempo. Sus campos de investigación abarcan desde la cultura contemporánea, a la antropología o el ciberfeminismo. Ha publicado varios libros como “Un cuarto propio conectado” (2010), “Ojos y Capital” (2015) y “El entusiasmo”(2017), con el que consiguió el Premio Anagrama de Ensayo. El próximo abril editará con la misma editorial “Frágiles”, un ensayo que tratará sobre la ansiedad y la nueva cultura del trabajo.

La escritora y ensayista fue la encargada el pasado noviembre de impartir junto a la filósofa Marina Garcés la conversación que sirvió como prólogo al festival de cultura feminista, Feministaldia, de Donostia. La situación sanitaria truncó la posibilidad de visitar Euskal Herria y el evento tuvo que ser retransmitido por videoconferencia. A pesar de las circunstancias, 7K inició una conversación que acabó de tomar forma en esta entrevista. En ella, Zafra hace un balance de la situación actual desde la perspectiva de la cultura visual, el papel de la tecnología y la presencia del mundo digital.

La situación que se inició en 2020 está suponiendo un cambio en nuestra manera de vivir la vida, incluso para las posiciones más privilegiadas. ¿Cómo cree que ha cambiado nuestra noción de vulnerabilidad?

La enfermedad y la reclusión son peculiares formas de igualamiento. Los cuerpos en una camilla de hospital o privados de la libertad de movimiento son cuerpos igualados en sus limitaciones y más conscientes de una vulnerabilidad que la cultura contemporánea previa a la pandemia había difuminado. El hecho de que podamos recordar la fecha en la que nos confinaron y que de un día a otro sentimos que la vida y nosotros nos hacíamos más frágiles, marca un cambio en esa noción por la que me preguntas y la sitúa en un primer plano. La amenaza nos ha venido además de la cotidianidad de la vida (abrazar, convivir, socializarnos). Que el peligro para quienes más queremos podamos ser nosotros mismos, es algo insólito que no habríamos sabido gestionar sin la ayuda de la tecnología. Ese estar juntos estando lejos.

A pesar del apoyo de las herramientas tecnológicas, el aislamiento ha supuesto un trauma que aún tenemos muy cerca.

Sabernos frágiles nos recuerda que nos necesitamos. La fragilidad es la costura de la socialidad y también la base sobre la que construimos un sistema de garantías sociales que nos ayude a sostener los cuerpos para que haya igualdad sin anular o mermar a los más frágiles ni a quienes les cuidan. Enfermos, niños, ancianos y mujeres son puestos en el punto de mira de un sistema que fácilmente se desequilibra hacia la desigualdad y la injusticia social cuando no se garantiza la atención y cuidado de los dependientes. Y no solo por la excepcionalidad de una situación, sino por la denostación de los cuidados y la precariedad de los sistemas públicos sanitario y científico. En el silencio de las vidas aisladas se forja la fragilidad y la tristeza de un tiempo donde los que ya eran vulnerables como pobres, desahuciados, inmigrantes, precarios, ancianos y enfermos se fragilizan aún más. El riesgo a que estos umbrales sigan bajando es aterrador.

Nuestras formas de relación han terminado de girar aún más hacia la mediación con la pantalla. Si bien esto no es nuevo, hay procesos que se han acelerado o multiplicado. ¿Estamos ante una nueva manera de entender los cuerpos?

El trabajo inmaterial y la vida en las pantallas nos permite relacionarnos “aplazando” el cuerpo, mediándolo y dejándolo protegido en la casa. Los cuerpos que habitualmente hemos visto en estos últimos meses han sido imágenes en las pantallas enfocadas en sus rostros, fragmentadas y resguardadas en habitaciones. La mediación de los cuerpos a través de la interfaz fue un asunto central en la teorización de la cultura digital en los noventa. Entonces especulábamos con las posibilidades que esto traía para la disolución de estereotipos y el devenir de otras subjetividades “postcuerpo”. Claramente esto no ha sido así y lo que hemos visto en las dos últimas décadas es una revalorización de la imagen retransmitida en foto o en vídeo. La claudicación ante la acreditación de un yo habitualmente mediado por su imagen. Ahora el cuerpo es más imagen, más producto y envoltorio que nunca.

 

¿Qué sentido cobra la noción de afecto o cercanía?

Creo que de ansiedad e incompletud. Ante la carencia de poder materializarlos mediante la cercanía, sentimos la falta como un deseo insatisfecho. Muchos aprenden ahora a quererse de lejos. Para muchas personas mayores la tecnología les ha llegado repentinamente como sucedáneos que compensan los afectos hechos piel y carne. En mi caso, recuerdo el momento en que mis padres se vieron obligados a usar la pantalla del teléfono para vernos y la sorpresa que fue para mí ver cómo la voz triste de mi madre venía acompañada de una sonrisa. Por su voz en el teléfono siempre la imaginaba triste y sin embargo descubrí que esa percepción no correspondía con su cara sonriente.

Esto altera también la forma de sentir, ¿no cree?

Creo que la posibilidad de amplificar contactos ha sido explosiva en la red y se abrió hace décadas como un nuevo universo afectivo. Allí donde somos multitudes de solos que ante el exceso se mueven desde formas afectivas interiorizadas y epidérmicas desde las que apenas se profundiza. En ese sentido, los afectos en Internet se han hecho más estratégicos y hemos aprendido rápido cuáles son las maneras de lograrlos. Es algo que trabaja muy bien Eva Illouz, quien sugiere que esa deriva estratégica hace difícil la reversibilidad, es decir, se puede pasar de lo emocional a lo estratégico pero es muy complicado a la inversa.

La cultura actual y su relación con la red nos ha situado en una posición de consumo rápido al que ahora hemos añadido estas maneras de afecto.

La cultura digital se caracteriza por la disponibilidad y el exceso. Paradójicamente ambas pueden funcionar como bloqueo y censura. Ante la saturación de ofertas y voces, el sujeto se siente paralizado y delega sus decisiones en la máquina. El consumo digital es hoy consumo puntuado y cuantificado, sostenido en algoritmos y en poder de visibilidad e influencia. La cultura que se favorece es una cultura de la prisa, la hiperproductividad y la contingencia, más de la impresión que de la profundización. Es acumulativa, como buena hija del capitalismo, más liderada por “influencers” que por críticos culturales. Más epidérmica y estetizada, más desprovista de sombra y conflicto. Y esto es un riesgo para el sujeto.

Estamos expuestas a una oferta que no podemos consumir.

Es también una cultura de la cuantificación y la ansiedad donde los números altos se retroalimentan y el valor que prima es el numérico. Ver mucho con independencia de ver “bien". Consumir como un acumular y no tanto como un narrar. Es fácil además caer en la inmersión que alimentan las plataformas de entretenimiento donde series y videojuegos se concatenan a las pantallas en las que se estudia y se trabaja. Como contrapartida, esa cultura de consumo es también de la producción y emisión. Hoy en la red compiten series de grandes plataformas con emisiones de “streamers” en sus cuartos propios. Hay una inercia que empuja a quienes habitan las redes a “estar” compartiendo su mundo propio, sus impresiones, imágenes e intimidades.

¿Qué herramientas necesitamos para manejar la ansiedad ante tanto estímulo?

Se me hacen imprescindibles estrategias de interrupción de esta lógica inmersiva. Estrategias que implican hacer visibles las lentes que nos permiten visibilizar esos mundos fascinantes. Lentes que hablan de la mediación de la industria creativa y cultural contemporánea, de su celeridad y en muchos casos de la precariedad que hace posible esa disponibilidad. Desde la filosofía y el arte debemos aportar mecanismos críticos, estrategias disruptivas que favorezcan el freno o la interrupción, la autoconciencia, incluso (o especialmente) cuando implica oscuridad y sombra. No hay sujeto libre sin conflicto y posicionamiento, sin recuperar lo que punza y nos da sentido.

Los productos culturales han actuado casi como un salvavidas durante el confinamiento. Mientras tanto, la precariedad del mundo cultural se ha visto sacudida por un futuro cercano que se antoja complicado.

Necesitamos desmontar el lazo que identifica cultura como accesorio, como algo prescindible cuando las crisis acechan. Siempre recuerdo cómo de pequeña y aún ahora cuando estaba enferma solía recibir alguna medicación y un libro y siento que ambos me salvaban. No podría renunciar a ninguna. La cultura siempre salva. La cultura permite hacer de contrapeso y de resistencia frente a la opresión simbólica que predomina en los imaginarios hegemónicos y en las industrias digitales. La cultura libre siempre es emancipadora y congrega las estrategias por las que me preguntabas. Aquellas que favorecen la pregunta, titubeo, inquietud y duda. La cultura abre el alma endurecida (puede hacerlo), ayuda a los ojos a mirar con capas que habitualmente no usa, ayuda a vernos incluso por dentro, nos interpela y estimula. La cultura contemporánea es además fabulosa en su diversidad de voces y vivencias porque por vez primera los creadores no vienen necesariamente de un linaje o privilegio de ricos. La democratización de la cultura ha llegado con la policromía de voces y conflictos.

Sin embargo, cada vez es más difícil la profesionalización de sus agentes.

La cultura sufre como ningún otro sector la precariedad, cuando se instrumentaliza el entusiasmo y la vocación de los agentes creativos. La cultura es imprescindible y su valor debe ser gritado, repetido y recordado. Así como que “la cultura es trabajo”, los creadores son trabajadores y no pueden sostenerse en la pobreza o en la valentía. Esto derivaría a una historia de linaje familiar. A que solo puedan crear los ricos o los ociosos, aquellos para quienes el pago simbólico puede convertirse en prestigio, a diferencia de los pobres para quienes el pago con capital simbólico sólo supone frustración por la necesidad de buscar otros trabajos que les permitan vivir de ello.

¿Qué estrategias deben asumirse desde la cultura para poder sobrevivir?

En el entusiasmo apuntaba tres líneas de fuga y que podrían responder a una analogía entre capitalismo y patriarcado, o mejor dicho, entre precariado y feminismo. Me refiero a “autoconciencia”, “imaginación” y muy especialmente “alianza con los iguales”. No se puede construir el trabajo sobre el fracaso de los demás, o resignarnos a que trabajo es un lujo para unos pocos, aceptando que los trabajadores son competidores. Esta alianza no alude solamente a un vínculo sindical por los derechos de los trabajadores sino también a un vínculo ético entre las personas. Una suerte de hermandad que en algo recordaría a la sororidad que hoy vincula a muchas mujeres, después de que el patriarcado se ha construido alimentando la enemistad entre nosotras y haciendo sentir a las mujeres responsables de su propia subordinación. Pienso que en el paralelismo hay ejemplos que pueden resultarnos inspiradores.

¿Faltan entonces lazos que unan los diferentes sectores?

En el trabajo creativo la colectividad laboral (y sindical) no ha tenido la misma tradición que en otros trabajos donde la cohesión ha sido piedra angular. La mitología que ha rodeado a la creación ha contribuido a idealizar la figura de los artistas solitarios. Este individualismo es muy bien acogido por el capitalismo en el que funda su base productiva y competitiva (hazte a ti mismo). También la cultura red favorece la dedicación a uno mismo, en tanto su estructura está construida en base a los nombres y perfiles como marcas, y a la visibilidad como pago. Siendo cada espacio de socialización un escaparate del yo.

Sobre esta necesidad de visibilidad, en su intervención en Feministaldia junto a Marina Garcés, hablaba de la noción de intimidad en la red vinculada al movimiento feminista.

Pienso que hay una gran diferencia entre la intimidad exhibida que caracteriza el mercado y la intimidad hecha pública por el feminismo y el activismo. En un caso son fuerzas externamente inducidas y en otros es la voluntad de compartir una situación opresiva que se ha normalizado e invisibilizado bajo la vieja moral de lo que ocurre en casa. Por tanto, no es igual dirigir estas fuerzas de exposición desde dentro de uno mismo, por voluntad y decisión propia, que incentivadas desde el exterior.

¿Y puede darse como espacio de resistencia?

Las posibilidades feministas de la autonarración de mundos íntimos y privados parecen haber explotado en los últimos años. Hay en ellas un ejercicio de pronunciamiento del yo, de verbalización y difusión de lo no-normalizado y escondido culturalmente, pero también de lo que siendo íntimo ha sido abusivo. Pienso en las campañas «MeToo», «Ni una menos» o en sus variantes más recientes que han movilizado a las mujeres desde la publicación online y la denuncia de experiencias cotidianas que regularizaban la violencia sobre ellas. Publicar aquello que culturalmente nos enseñan a sentir como íntimo e indecible mientras nos daña y empequeñece, es una cuestión política. Porque la intimidad también se alimenta de cultura de dominación que crea estructura y se entrena para que las violencias e intimidaciones avergüencen a quienes las sufren y no a quienes las ejercen. Es decir, para que la violencia sea pilar estructural de muchas intimidades.

En este sentido es interesante analizar la posible debilidad social que puede provocar este nuevo periodo tan marcado por la distancia entre los cuerpos.

En la historia humana las transformaciones colectivas han sido habitualmente cambios graduales y lentos. Internet está acelerando las formas de creación colectiva ampliándola a otras formas de estar juntos estando separados, pero también transformando las clásicas formas de convivencia y socialidad. Las colectividades que predominan en las redes no están cohesionadas por vínculos fuertes sino por lazos ligeros. A menudo el vínculo es una mera “comparecencia” y no una “pertenencia”. El asunto tiene lecturas críticas si hablamos de crisis de la ciudadanía, pero también varios matices y contradicciones. Por ejemplo, el hecho de que esas afinidades no se definirían tanto como identidades y por tanto se alejarían de los viejos dogmatismos.

¿Qué nuevas maneras de colectividad cree que se darán a partir de ahora?

Como te decía, hace tiempo que Internet venía favoreciendo la conformación colectiva como multitud de individualidades y las redes, promoviendo una crisis de la ciudadanía definida bajo lógicas capitalistas de individualismo y desarticulación de colectividad política. A esos cambios se unen los “impuestos” en la pandemia que, si bien parecen ser temporales, dejarán huellas y miedos. Lo acontecido ahora ha acentuado esa tendencia, pero lo ha hecho de manera impositiva, de forma que hemos podido ser más conscientes de la pérdida que supone. Si hubiera sido un cambio lento es probable que lo hubiéramos naturalizado. Por tanto, tengo la sensación positiva de que la presión que ha supuesto nos permite valorar y reivindicar la pérdida. El riesgo sin embargo sería la oscilación irreflexiva y masiva de un lado a otro, salir rebotados.

¿Cómo se construye desde esta situación?

Pienso que el después de la vacuna será un periodo interesante por un efecto rebote y el ansia por recuperar lo perdido. Pero esa oscilación no puede olvidar las potencias de las vidas conectadas para la emancipación y para el trabajo. No debiéramos perder la oportunidad de mejorar las formas de teletrabajo y de poder (también) estar juntos estando en casa. Claro que las decisiones no debieran en ningún caso ser impuestas sino negociadas y gestadas desde la ciudadanía y la política consensuada.

¿Qué tipos de relación considera que comenzarán a darse entre lo cultural y lo político?

La cultura es ante todo el ámbito del imaginario y el imaginario lo inunda todo, en tanto las pantallas lo inundan todo. A la cultura siempre le ha interesado que la política entienda la transformación del mundo que vivimos, donde el trabajo cultural y creativo no es un reducto de producción de entretenimiento, sino un estrato de construcción simbólica de nuestras vidas.

¿Debemos desarrollar nuevas formas de imaginar otros mundos posibles?

El vínculo entre cultura y política siempre está, pero ahora es si cabe más concreto porque andamos forjando una estructura de negociación y derechos. Justamente porque ese hábitat está siendo creado, claro que necesitamos imaginar otros mundos posibles. Los humanos, decía Marx, nos diferenciamos de los animales más hacendosos en que antes de construir algo podemos planificarlo en nuestra mente, imaginarlo, antecederlo para tantear opciones y experimentos. Es altamente probable que nuestras creaciones colectivas en el ámbito del trabajo cultural sean mejorables y tengan errores, pero no debemos renunciar a la especulación de esos mundos que acojan trabajos dignos y una cultura siempre viva en conflicto y diálogo con su propia época.