Jaime Iglesias
Entrevista
Riane Eisler

Riane Eisler: «Las naciones que tienen más mujeres en posiciones de liderazgo tienen un modelo productivo más exitoso»

Nacida en Viena en 1937, cuando tenía siete años huyó junto a sus padres del nazismo instalándose primero en Cuba y posteriormente en EEUU, donde ha desarrollado prácticamente toda su carrera académica. El prestigio internacional de Riane Eisler se consolidó en 1987 con la aparición de “El cáliz y la espada”, un clásico de la antropología feminista que reforzó la reputación de su autora como una de las personalidades más influyentes en lo que se refiere a los estudios de género. La editorial Capitán Swing ha vuelto a publicar en castellano este ensayo donde Riane Eisler maneja una ingente cantidad de fuentes e investigaciones para desmontar, punto por punto, el mito fundacional de nuestras sociedades, aquel que establece que la guerra, la competitividad y la dominación están en la base de las relaciones humanas. Frente a esa creencia tan extendida, en torno a la cual ha ido echando raíces la cultura del patriarcado, Eisler muestra cómo hasta hace apenas 6.000 años las sociedades se sostenían sobre un modelo colaborativo donde no existía una jerarquización de funciones atendiendo al sexo, al género, a la raza o a la edad. Un modelo de civilización donde se veneraba la fertilidad, la naturaleza y la capacidad para generar vida y en el que, como tal, lo femenino tenía un reconocimiento que, posteriormente, ha sido menoscabado por el culto a la espada.

A sus 84 años y con una lucidez envidiable, Riane Eisler habla sobre su labor pionera como divulgadora y se muestra convencida de que la supervivencia de nuestra especie está íntimamente ligada a la recuperación de un modelo gilánico, término que ella misma acuñó como respuesta al androcentrismo que rige nuestras sociedades.

«El cáliz y la espada» fue una obra pionera a la hora de asociar la violencia de nuestras sociedades con la cultura del patriarcado. ¿Hasta qué punto sintió estar abriendo un nuevo camino?

Cuando empecé la investigación que dio origen a este libro, lo hice alentada por la existencia de dos configuraciones sociales que se han venido repitiendo en todas las culturas a lo largo de la Historia y que, sin embargo, apenas habían sido estudiadas por la sencilla razón de que en las ciencias sociales y en los estudios de economía que se habían venido realizando hasta entonces, el papel de la mujer había sido ignorado. “El cáliz y la espada” es una obra donde intenté analizar nuestras sociedades tomando como referencia investigaciones sobre toda nuestra Historia, también sobre nuestra prehistoria. Eso me llevó a categorizar esas dos configuraciones sociales de las que hablaba al inicio, una basada en las relaciones de dominación a la que denominé sistema androcrático y otra fundamentada en la cooperación y la solidaridad a la que llamé sistema gilánico. En ese sentido puedo decir que, efectivamente, con esta obra, abrí un camino que después ha sido transitado por otros autores.

Usted fue de las primeras en rebatir ese mito según el cual nuestra civilización se funda en la figura del cazador o del guerrero, demostrando que durante el paleolítico y el neolítico funcionó un modelo de sociedad cooperativa donde las mujeres ocupaban un lugar destacado. ¿Por qué cree que esas evidencias no se han incorporado a los programas educativos?

Pues porque desafían los mitos fundacionales de nuestras sociedades. Si se incluyeran en los programas de estudios, las convicciones acerca de lo que es natural, normal u “ordenado por Dios”, no podrían mantenerse. Aun así, durante los últimos siglos, al menos en algunas regiones del mundo, ha habido desafíos organizados contra algunos de los fundamentos que sostenían esos sistemas de dominación. Por ejemplo se ha discutido el “derecho divino” de los reyes a gobernar y también el derecho de una raza supuestamente superior a gobernar sobre otras “inferiores”. Lamentablemente, el avance ha sido menor en un asunto fundamental: cambiar la ecuación diferencial entre las formas femenina y masculina de nuestra especie asociadas al concepto de superioridad e inferioridad. Este desequilibrio alimenta el modelo que los niños aprenden antes de que sus cerebros estén plenamente formados. Hoy en día, incluso desde una perspectiva progresista, son muchos los que siguen pensando en las relaciones de género como un asunto que concierne específicamente a las mujeres. Es urgente que cambiemos esto, que seamos conscientes de nuestro pasado, de nuestro presente y de las posibilidades de nuestro futuro para terminar con esas relaciones basadas en la dominación.

¿Qué nuevos argumentos han venido a refutar en las últimas décadas las tesis que usted adelantó en 1987?

En estas tres décadas han aumentado las evidencias de que durante milenios la dirección cultural de la humanidad fue una dirección de asociación y no de dominación. Por ejemplo, en el epílogo de “El cáliz y la espada”, menciono un estudio que muestra que las representaciones de manos en cuevas de la Edad de Piedra, que los estudiosos asumieron que fueron realizadas por artistas masculinos, en realidad son en su mayoría manos femeninas demostrando que las mujeres tuvieron un papel destacado en el arte rupestre.

Además la importancia de la mujer en estas culturas ha sido puesta de manifiesto por las numerosas figurillas femeninas de la época, de barriga grande, a menudo embarazadas, que reflejan el énfasis que pusieron los artistas del paleolítico en la idea de alumbrar vida, no de quitarla. Sin embargo, debido a que estamos hablando de hallazgos que cambian nuestra percepción de lo que durante mucho tiempo se ha aceptado como “verdad”, no es fácil que encuentren una aceptación inmediata en el ámbito académico.

Por ejemplo, hace poco leí un artículo científico que comenzaba dando por buena la vieja suposición de que la guerra está en la naturaleza humana, ignorando la evidencia de que la guerra, como los sistemas de dominación, tiene, como mucho, entre 5.000 y 10.000 años de antigüedad. Además, dicho artículo mezclaba la cultura minoica con la cultura micénica, que es posterior, y está mucho más basada en la dominación. La cultura minoica, que floreció en Creta, no era una cultura primitiva, sino que desarrolló las primeras carreteras pavimentadas, el primer alcantarillado, así como un sistema socioeconómico. Todo eso se consiguió apostando por la cooperación, no por el enfrentamiento. En esa civilización las mujeres tenían un rol poderoso, tal y como refleja el arte cretense. Nada que ver con el arte posterior que coloca al hombre en un pedestal, a tamaño superior y generalmente armado.

Frente a esas evidencias, el poder patriarcal ha puesto todo su empeño primero en ignorarlas, y luego en trivializar el papel de la mujer en la Historia. Sin embargo, ahora mismo parece que estemos en una fase donde los estamentos de poder centran sus esfuerzos en aniquilar esas teorías que abogan por un cambio de paradigma.

Las sociedades humanas son sistemas complejos y vivos y, como tal, la negación es únicamente una de las fases a través de las cuáles nos confrontamos con la realidad. Hoy estamos un poco en esa dinámica: se niega el cambio climático, se niega el covid-19, se niega el resultado de unas elecciones y, por supuesto, se niega la inevitabilidad de los sistemas de dominación basados en una visión androcéntrica del mundo, por mucho que existan numerosas evidencias científicas que muestran que nuestra naturaleza es cooperativa y no competitiva. Pero, al mismo tiempo, también hay un lento despertar de lo que yo llamo el “trance de dominación”. Como señaló Einstein: “no podemos resolver los problemas con el mismo pensamiento que los creó”. La negación es algo característico de la cultura de la dominación.

Me gustaría que profundizara en esa idea de desechar el concepto de matriarcado y hablar, de un modo más preciso, de sociedades gilánicas. No sé si acuñar dicho concepto obedeció a la necesidad de responder a quienes ya entonces intentaban desacreditar el feminismo aduciendo que la pretensión de este era el de sustituir una jerarquía masculina por una femenina.

Las categorías proporcionadas por el lenguaje de una cultura canalizan nuestro pensamiento, por lo que muchas veces resulta casi imposible pensar en categorías alternativas. Es por eso por lo que con este libro quise acuñar nuevos conceptos como androcentrismo o gilanismo. Si lo piensas bien, semánticamente los términos matriarcado y patriarcado son dos caras diferentes de una misma moneda, la de la dominación: en un caso es el padre el que domina, en el otro la madre. No obstante, si lo que pretendemos es discutir ese modelo social basado en la dominación de unos sobre otros, ¿qué alternativas tenemos? Desgraciadamente, el término feminismo también posee limitaciones semánticas: se presta mucho a ser asumido, con carácter falso, como el deseo de reemplazar un gobierno de hombres por otro de mujeres. Así que, aunque me identifico como feminista, tuve que encontrar términos que no se prestasen semánticamente a la falsa idea de que nuestra única alternativa es o bien dominar o bien ser dominadas. Términos que definiesen modelos de sociedad basados en la aceptación y el reconocimiento de las diferencias, comenzando por la diferencia que existe entre las formas masculina y femenina en nuestra especie. Al final, tanto la teoría capitalista como la socialista confieren a las mujeres una función únicamente reproductiva y no productiva. El cuidado de los hijos, de la especie y del entorno parecen ser funciones poco relevantes desde el punto de vista económico pero creo que deberíamos avanzar hacia una economía solidaria y cooperativa donde ese cuidado se asuma como una actividad esencial para cualquier ser humano.

Hay un tema en el que usted incide en el libro y es el de la apropiación de símbolos gilánicos que han acometido las sociedades patriarcales para perpetuar una cultura de la dominación. ¿Después de apropiarse de dichos símbolos, el siguiente paso de las jerarquías dominantes es apropiarse del lenguaje?

La apropiación de símbolos y la cooptación del lenguaje son una parte esencial del bagaje que hemos ido adquiriendo desde aquellas épocas en las que la cultura del patriarcado se afianzó con rigidez. Es un problema grave que continuará hasta que una gran mayoría de personas asuma que no basta con ir poniendo parches, sino que se impone un cambio de paradigma. Por ejemplo, si hablamos del lenguaje y del pensamiento científico, el historiador David Noble, en su ensayo “Un mundo sin mujeres”, fue muy preciso al afirmar que la ciencia occidental moderna surgió de una cultura masculina, clerical, célibe y misógina hace 600 o 700 años.

En esa perversión del lenguaje hay un concepto que ha encontrado cierto eco y que supongo que a usted, como superviviente del holocausto, le resultará muy hiriente y es el de «feminazi». Curiosamente quienes cultivan dicho concepto son los mismos que se arrogan para sí la condición de defensores de la «libertad». ¿Cómo podemos combatir esta resignificación burda de ciertos conceptos?

Lo de “feminazi” es un ejemplo claro de hasta qué punto se pervierte el lenguaje para mantener y fortalecer los sistemas de dominación. Debemos tener el valor, como haces tú, de señalar estas aberraciones. Pero más preocupante aún me resulta la resignificación de un concepto como “libertad” que en el lenguaje dominante designa la libertad para que los que están arriba hagan lo que quieran. ¿Qué sentido tiene que hablen de libertad quienes se aferran a un modelo de sociedad autoritario, rígido y punitivo? Lo que buscan es legitimar su dominio, lo que reivindican es su libertad para mantener su control sobre el otro: los hombres sobre las mujeres, los padres sobre los hijos, los que poseen los recursos sobre quienes carecen de ellos, etc.

En ese intento desesperado de la cultura androcéntrica por perpetuarse, ¿no le genera recelo el modo en que algunas mujeres que ocupan un puesto relevante asuman actitudes típicamente masculinas?

Lo que yo llamo “trance de dominación” es un estado que afecta tanto a los hombres como a las mujeres. En nuestra realidad socioeconómica nos relacionamos atendiendo a los vínculos emocionales que dicho estado nos procura y, sin embargo, tal y como he venido demostrando en mis más recientes trabajos, tanto los hombres como las mujeres anhelamos una conexión afectiva: los llamados centros de placer de nuestro cerebro se iluminan más cuando nos preocupamos por los demás y compartimos cosas que cuando competimos buscando dominar y sojuzgar al otro. La buena noticia es que cada vez hay más mujeres que han asumido posiciones de liderazgo y lo han hecho aplicando esas herramientas de socialización que durante años hemos manejado en lo referente al cuidado de los demás. Es decir, han ocupado ese liderazgo cooperando y no compitiendo. Por supuesto no todas las mujeres son así, muchas siguen en ese “trance de dominación” que perpetúa la cultura del patriarcado, pero son una minoría. Diversos estudios han confirmado que las naciones que tienen más mujeres en posiciones de liderazgo, y que como tal invierten más en el cuidado de las personas, así como en el cuidado de la naturaleza, tienen un modelo productivo más exitoso.

¿Cree que la violencia que históricamente se ha venido ejerciendo sobre las mujeres es una violencia de la que parten las demás formas de violencia?

La violencia está en la esencia de los sistemas androcéntricos, ya que es una herramienta necesaria para imponer o mantener categorías de dominación. Las culturas y subculturas que se orientan hacia la dominación comparten un modelo donde las representaciones masculinas se imponen sobre las femeninas. Dicho modelo es el que vamos asumiendo en nuestro aprendizaje de tal modo que percibimos la diferencia como un problema, ya se trate de diferencias étnicas, raciales o religiosas y esa percepción de la diferencia como un problema es la que nos lleva a consagrarnos a la eliminación del otro. La violencia contra las mujeres está incluso legitimada en algunos textos religiosos, al igual que la violencia contra otros “grupos externos”.

No es casualidad que, según diversos estudios, las personas que votaron por Trump, un hombre que desprecia abiertamente a las mujeres y lo “femenino” y considera que la dominación y la violencia son “masculinas”, tiendan a compartir una firme creencia en los estereotipos de género. El problema es que, en diversos grados, todos hemos interiorizado la devaluación de las mujeres y lo “femenino” como cosas “normales”. Pero podemos y debemos cambiar esto. Saber que hubo sociedades donde esa no fue la pauta se antoja fundamental.

¿Hasta qué punto diría usted que vivimos una fragmentación de lo que debería asumirse como una lucha colectiva?

Estamos tan fragmentados como en la parábola de los ciegos y el elefante. Y lo cierto es que deberíamos construir un frente común porque estamos todos en la misma lucha. Vosotros, como periodistas, también podéis desempeñar un papel importante y no solo a través de vuestros textos, sino también uniendo a distintos compañeros y compañeras de la profesión para hacerles ver que todos estos movimientos, ya sea el feminismo, el activismo LGTBi o las minorías étnicas que luchan por su reconocimiento, en el fondo desafían lo mismo: una tradición de dominación. Sin el marco conceptual que nos procura la configuración dominación vs. cooperación, no solo estaremos fragmentados y, por lo tanto, ineficaces para prevenir regresiones en materia de derechos sino que además, ayudaremos a mantener el sistema de dominación luchando entre nosotros.

En ese deseo de generar un cambio de paradigma que nos lleve hacia una sociedad basada en las relaciones de igualdad, ¿cómo valora la situación por la que estamos atravesando?

Yo creo que necesitamos entender que estamos luchando por nuestra supervivencia como especie y no plantear esa lucha en términos ideológicos, religiosos, geográficos o económicos porque ya no se trata de derecha vs. izquierda, capitalismo vs. socialismo o religión vs. laicismo. Detrás de todas esas categorías se esconden aquellos que se aferran a la noción de que nuestra única alternativa es dominar o ser dominados. Frente a ese discurso hay quienes defendemos que existe (y existió durante milenios) la alternativa de construir una sociedad basada en las relaciones de cooperación.

Cuando escribió «El cáliz y la espada» internet aún no había entrado en nuestras vidas, menos aún las redes sociales. ¿Se trata de herramientas válidas para contribuir a ese deseado cambio de paradigma?

Internet, las redes sociales y la inteligencia artificial pueden ayudar, y de hecho están ayudando, a cambiar la conciencia, las leyes, las creencias, las normas, los sistemas de recompensa económica, las estructuras sociales. Pero, por otro lado, también pueden utilizarse como herramientas de dominación. Es por eso por lo que debemos fijar un marco conceptual donde las relaciones de cooperación sustituyan a las de dominación. Servirnos de dicho marco nos lleva a ver que el problema no son las tecnologías en sí, sino los valores y las estructuras rectoras, que son muy diferentes según el grado de dominación o cooperación que atesoran nuestras interacciones. Por ejemplo, el PIB, nuestra principal herramienta para evaluar la salud económica de un país, no solo incluye actividades como la venta de cigarrillos o fast food, sino que ignora el valor económico del trabajo que suponen el cuidar a las personas desde su nacimiento, el cuidado del hogar o de la naturaleza. En este sentido, no solo hacen falta nuevas herramientas para medir los beneficios de estas labores esenciales, tradicionalmente asociadas a las mujeres, sino visibilizar su importancia para nuestras sociedades.