Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Emociones que hablan

Existe un sentido llamado propiocepción, encargado de captar y evaluar el movimiento propio, la posición, para asegurarnos los ajustes necesarios para movernos. Sin embargo, hay multitud de otros receptores que captan el estado interno de aspectos tan variados como la temperatura o si hemos comido suficiente.

Este sistema nos evalúa para aunar una respuesta que nos permita actuar, de la manera necesaria para que la homeostasis, ese equilibrio interno, se mantenga. Es como si el cuerpo tuviera que percibirse a sí mismo para actuar sobre sí mismo: «¿Habré tomado ya suficiente agua?¿Tengo que moverme más a mi derecha para no caerme?¿Tengo que actuar para dar salida a todo este cortisol en sangre?…». De una manera similar, psicológicamente también tenemos sistemas de evaluación de nuestro propio equilibrio, de nuestro estado.

A menudo no es tan fácil detectar lo que uno mismo necesita psicológicamente para estar bien y, mucho menos, la acción precisa para conseguirlo, pero nuestro cuerpo y nuestra mente no dejan de mandarnos señales, del mismo modo que nos las mandan para que bebamos agua o nos estiremos después de toda la mañana en una silla. Y, a pesar de que nuestras emociones a menudo nos asaltan y, de repente, nos sentimos más irritadas, más temerosas o –la palabra que solemos usar para sortear la vergüenza– nerviosos, nerviosas, los signos son claros si les prestamos atención.

Durante milenios la educación, la sociedad, han introducido fusibles, barreras y espacios estancos entre lo que sentimos y lo que hacemos, ya que las emociones tienen su origen en un modo de adaptarnos al mundo físico pero también de las relaciones, entre los miembros de una misma especie y de otras. Las emociones suceden porque estamos respondiendo a estímulos del mundo; bien sean estímulos directos como un perro que viene corriendo o las implicaciones que imaginamos tras un «ya no te quiero».

Sea como fuere, sentimos lo que sentimos por alguna buena razón, y es precisamente detectar las emociones el primer paso para buscar el equilibrio. La tensión de miedo o la impulsividad del enfado, el aislamiento de la tristeza, la apertura de la alegría, el rechazo del asco nos remiten a nosotros, a nosotras, y nuestra relación precisamente con esos estímulos. Mantener una postura curiosa sobre uno mismo, sobre una misma, facilita mucho las cosas, junto con esa atención hacia lo que sentimos. La curiosidad nos lleva después a preguntarnos: «¿qué tiene esta situación particular que me genera rechazo, o de la que me aíslo?», «¿qué está pasando que reacciono así?». A menudo, es más sencillo saltar directamente a un ajuste que aplaque la emoción y sus estados –en particular si intuimos que sentir eso en concreto o expresarlo, tendrá efectos negativos o inesperados–, y decirnos que es una tontería, no es para tanto o, directamente, no debería uno o una pensar esto o aquello. Sin embargo, esta exclusa que construimos para nosotros mismos lo único que hace es estancar la emoción que ya está aquí, fuera de donde la podamos ver, o notar. Sería como tomar analgésicos en lugar de explorar de dónde viene ese dolor de la pierna.

Mucha gente tiene la sensación de que no está bien sentir lo que siente, más bien como una precaución que como una realidad, ya que la emoción es un fenómeno que es al mismo tiempo un indicador de una realidad y su alivio. Alivio que se encuentra al expresarla y, en particular, al compartirla, al completarla con otra persona implicada. Sentir algo intenso una vez quizá esté hablando de lo que necesitamos aquí y ahora, sentirlo habitualmente quizá hable, más bien, de un ajuste que necesita ser hecho. En cada persona, tanto el cómo se sienten dichas emociones como el cómo se expresan, estará marcado por su historia, su contexto o su cultura, pero siempre hablarán simbólicamente de una necesidad, quizá no postergable.