Kepa Arbizu
La revolución sonora de los pedales de efectos

Cuando las guitarras juegan a ser dioses

Los pedales de efectos, esos pequeños aparatos sometidos a la manipulación del músico, nacieron y evolucionaron (y lo siguen haciendo) con la misión de añadir todo tipo de expresiones, algunas difícilmente imaginables, en la interpretación de los sonidos, ofreciéndoles un radio de acción mucho más amplio en su capacidad para transmitir emociones.

Fotografía: Jon Urbe | FOKU
Fotografía: Jon Urbe | FOKU

Una de las constantes en el comportamiento del ser humano ha sido su inasequible ánimo por sobreponerse a las limitaciones de la naturaleza en busca de conquistar nuevos espacios en beneficio propio. Una determinación, no siempre enfocada desde honorables intenciones, en la que los avances científicos, tecnológicos o de cualquier índole han resultado decisivos para ensanchar exponencialmente unos conocimientos a los que nunca parece resignarse a poner punto final. Una máxima extensible a todos los ámbitos, y por supuesto a los relacionados con el mundo de las artes, concretamente en este caso al de la música, un contexto sometido a una imparable carrera por ampliar sus capacidades técnicas en aras de lograr que ningún sonido permanezca ajeno a la posibilidad de ser reproducido por la intervención del individuo.

No hace falta ser un habitual asistente a conciertos para estar acostumbrado a observar cómo el guitarrista de turno, con un leve y casi imperceptible gesto, acciona con el pie un aparato ubicado en el suelo, consiguiendo, como si de agitar una lámpara de los deseos se tratase, que su instrumento adopte un “habla” diferenciado y en muchas ocasiones sorprendente. Por un momento, el tañer de esas seis cuerdas produce estridencias, ecos, repeticiones o casi cualquier expresión que la mente pueda albergar. El milagro ostenta un nombre: los pedales de efectos; y como todo avance tiene tras de sí una historia, o en realidad, como siempre, muchas.

Desde que a Newton le cayera esa ficticia manzana en la cabeza en pleno descanso, haciendo de esa anécdota el chispazo necesario para procesar su famosa teoría de la gravedad, muchos de los descubrimientos que la humanidad ha acumulado han surgido de la casualidad o del error. Porque si bien los antecedentes conceptuales a esos pequeños prodigios instalados a los pies de los guitarristas están en la idea que ya sostenían los pedales en el piano o la sordina en la trompeta, es decir, alterar el sonido original, fue con la llegada de la guitarra eléctrica y los géneros asociados a ella, hablamos del blues o el rock and roll, cuando se gestaron. Las primeras experiencias, consistentes en subir al máximo el volumen de los amplificadores, o como en el caso del pionero del surf-rock, Link Wray, disponerlos de forma original o directamente “maltratarlos”, se convirtieron en arcaicos pero efectivas modificaciones que tendrían en el guitarrista Les Paul al pionero en técnicas de grabación, superponiendo diferentes pistas o utilizando efectos como el “delay”, consistente en aplicar un retraso en la señal sonora.

Una cronología histórica reproducida en su propia experiencia por alguien como Ainara LeGardon, auténtica especialista en sacar un desbordante provecho a todos los accesorios instrumentales: «Mucho antes de probar pedales ya se experimenta con sonidos –al menos quienes tocamos un instrumento desde la infancia– cuando no se dispone de un buen equipo ni mucho menos de dinero para comprarlos. En esos primeros años lo haces como puedes. Yo recuerdo, con 14 o 15 años, realizar mis primeras grabaciones en el cuarto de baño porque me gustaba el sonido que había allí. Descubrí la reverberación gracias a que el sonido se reflejaba en los azulejos de las paredes».

Koldo Soret, actual componente de Niña Coyote eta Chico Tornado, ha sido también integrante de bandas como Surfin Kaos, Utikan o Mugatik. Fotografía: Andoni Canellada | FOKU

El fallo como motor de la creación. En esta paulatina evolución llegó el inesperado, pero muy a menudo esencial, error en los cálculos que abre las puertas del descubrimiento. Durante la grabación del tema “Don't Worry”, de Marty Robbins, un bajo conectado a una mesa de mezclas defectuosa expulsa un sonido estridente que, tras duras discusiones, optaron por mantenerlo. Tan llamativo resultó ese casual efecto que muchos compañeros pretendían saber de qué se trataba, y por supuesto, hacerse con él. Una demanda que encontró rápidamente su respuesta en la fabricación, acometida por Gibson, del pedal “Fuzz-Tone”, una suerte de extrema distorsión. Un artilugio que en un primer momento se apoltronaría en las estanterías sin encontrar la demanda esperada. Sería con el uso que le dieron The Rolling Stones en su mítica “(I Can't Get No) Satisfaction”, y el rápido éxito cosechado, el que impulsó su venta. Y es que en esa imitación de los ídolos reside en buena medida el primer “enamoramiento” de muchos instrumentistas con ese proceloso territorio de la experimentación. Joseba Irazoki, multifacético y siempre talentoso guitarrista, sitúa su despertar en un territorio cercano: «Fue en la época del Rock Radikal Vasco cuando aluciné con la música, creo que fue Kortatu el primer grupo que me voló la cabeza a través del uso de la distorsión. Los primeros efectos que no llegaba a entender, y por lo tanto quería descubrir, eran los que escuchaba en algunos solos no armónicos, que luego supe que no eran pedales, sino la barra de trémolo-whammy de la guitarra usada a lo bestia. Vernon Reid, de Living Colour, la utilizaba mucho y algunos grupos heavies también». En otro tiempo y en otro lugar, pero movida por las mismas pulsiones para recrear aquello que había llamado su atención, se instalan los recuerdos de Birkite Alonso: «Fue en el 94 o 95, con ‘Zombie’ de The Cranberries. Aún no tocaba en eléctrico pero tuve muy claro que quería ese sonido. De hecho en la primera maqueta de Eorann (2003), cuando solo éramos bajo, guitarra y batería, hay mucho de ello, tanto en los acordes base como en las melodías. Más tarde conocería a Radiohead con ‘Pablo Honey’, y me pasó lo mismo con el efecto de Jonny Greenwood en el tema ‘Lurgee’, me enamoré de ese efecto distorsionado suave pero intenso. Todo ese disco fue una inspiración para empezar a buscar mi estilo con la guitarra eléctrica».

Birkite Alonso ensayando en su local. Fotografía: Monika del Valle | FOKU

El mundo cambia, y la música también. Con la mecha encendida y visto el nuevo horizonte sobre el que poder avanzar, se agolparán sucesivamente a lo largo de las décadas venideras revolucionarios efectos. Un ingente ejército de alquimistas de la electrónica, donde igual se integran investigadores de la Marina como autodidactas instruidos por la curiosidad, encontrarán en el uso de los diferentes materiales y la inquebrantable búsqueda de esa vuelta de tuerca a la hora de manipularlos el modus operandi que les conduzca al hallazgo. El florecimiento de nuevos géneros musicales demanda en paralelo inéditos paradigmas sonoros, ignotos caminos alumbrados por esos pequeños aparatos que juegan el papel de invisibles pero esenciales peldaños, al mismo tiempo que ejercerán de instigadores para el despertar de desconocidos estilos. Un quid pro quo del que da buena cuenta según su propia vivencia Koldo Soret, mitad creativa que junto a Ursula Strong dan vida al atronador y contundente dúo Niña Coyote eta Chico Tornado: «Mi interés por los pedales creció cuando nació este proyecto. Para hacer lo que tenía en mente no me quedó otra que probar diferentes tipos de sonidos. Hasta ese momento era bastante reacio a usar efectos, pero con el tiempo me han ido gustando más».

Si los años setenta supusieron una desbordante eclosión musical, la necesidad de cada uno de esos registros por encontrar sus propias señas identificativas precipita una catarata de nuevos efectos. En ese hervidero de escenas, el rock progresivo, que se deleitaba con texturas más espaciales y enrevesadas de la mano de representantes de la talla de Peter Frampton, King Crimson o Pink Floyd, mostraba su osadía a la hora de acaparar una inmensa paleta de sensaciones, desde el sorprendente uso del “Talk Box”, aquel invento asociado a un pedal steel al que Pete Drake conectó un tubo de plástico con el que era capaz de musicar la voz, a efectos como el “overdrive”, “delay” o “echo”, todos con claras connotaciones envolventes puestos al servicio de ese imaginario que brotaba de sus instintos creativos.

Tampoco es de extrañar que por aquel entonces visionarios como Jimi Hendrix o Frank Zappa contaran entre su cohorte de acompañantes con técnicos dedicados a trabajar específicamente en plasmar sus geniales arrebatos imaginativos en realidades. Una vez más la historia que escriben los protohombres está necesariamente secundada por individuos anónimos que sin sus aportaciones todo habría sido, quizás, muy diferente. Pedales popularizados por ellos, o derivaciones, como el “Wah-wah”, de onomatopéyico y definitorio nombre, originado por el sonido característico del trompetista Clyde McCoy, o el “Big Muff” se han consolidado a lo largo de los años como principales referentes en la misión de avivar el nervio eléctrico de tantos intérpretes. Tal es el caso de Koldo Soret, «aunque en aquella época tocaba más el bajo, el ‘Wha-wha’ de Jimi Hendrix me flipó la primera vez que lo escuché», o Birkite Alonso: «Mi primer pedal fue un Fuzz Big Muff π, de Electro-Harmonix, me lo recomendó un amigo allá por el 2005 cuando el grupo Eorann empezó a tomar forma y a experimentar con post-rock y psicodelia, por raro que suene».

Una industria creciente que se convirtió en objeto de deseo de emprendedores procedentes de otras latitudes, en este caso del área japonés, que consiguieron con su empresa Roland, y sobre todo con su división Boss a través de sus pequeños, clásicos y coloristas complementos, hacerse un hueco entre los compradores, adquiriendo una gran reputación. No obstante, todavía a día de hoy, resulta difícil toparse con una pedalera que no contenga alguno de sus ejemplares, reflejo de una repercusión que les convierte en una adquisición casi obligatoria, aunque sea en forma de réplica, para cualquier recién llegado a este complejo universo, como el Koldo Soret de hace unas décadas: «El primer pedal que me compré fue un Century Distortion, una imitación barata del mítico pedal naranja de Boss. Lo usaba para tocar el bajo con un amplificador muy malo y sonaba fatal, pero con quince años todo te sorprende».

Democratizando el universo de los sonidos. Aunque se dice que tras la tormenta llega la calma, en este caso tras una tormenta creativa como la desatada durante esa década de los setenta le sucedió otra, pero de muy diferente calado. Porque los ochenta emergieron con el mismo ánimo rompedor pero en esta ocasión orientados, con la tecnología copando paulatinamente todos los terrenos, hacia el artificio y la pomposidad. Algo que revertió en una desaceleración en la trascendencia de los pedales dada la instauración de la producción como modelo desde el que alterar las grabaciones. Pero en esta exagerada época también hubo espacio para el post-punk, un género que recobraba en parte una instrumentación clásica para retorcerla y sumergirla en una marmita revuelta de atmósferas y ambientes oscuros, algo que se apoyó en la recuperación y alimentación de efectos como el “delay” o el “chorus”, perfectos para delinear turbios pero enérgicos escenarios musicales.

Del mismo modo que el “grunge” fue un crudo chillido por alejarse de la ostentosa condición de las propuestas inmediatamente anteriores, en el uso del sonido de las guitarras se vive un regreso a las raíces de efectos clásicos, ya sea utilizando aparataje de segunda mano, productos que recogían la esencia analógica o con recursos como el “Whammy” y su capacidad para alterar la afinación, popularizado por bandas como Rage Against The Machine.

Joseba Irazoki en los estudios de Elkar en Donostia. Fotografías: Jon Urbe | FOKU

Más allá de las decisiones técnicas, otro de los cambios sustanciales que comienza durante esta época, extendiéndose hasta los inicios del siglo XXI, es una democratización, también aplicable a la entrada en la producción de este tipo de artefactos de la hasta ahora casi anecdótica presencia de las mujeres, consecuencia de las posibilidades ofrecidas por internet. Por un lado, la distribución se agiliza de forma ostensible, y acceder a los elementos de fabricación es más fácil, igual que a los propios conocimientos; los foros, tutoriales y demás espacios cibernéticos construyen una maraña de referencias al alcance de cualquiera. Comodidades que impulsan la venta y elaboración desde casa, de ahí que surja todo un mercado denominado “boutique”, donde expertos se convierten en artesanos que hacen de sus piezas, además de satisfactoriamente útiles, modelos exclusivos a los que sus dueños se aferran con emotivo recuerdo y singularidad creativa. Virguerías que Ainara LeGardon reconoce en «dos Lovetone Cheese Source, con fuzz y overdrive; uno fabricado en los noventa y el otro ya en los dos mil. Son pedales tremendamente únicos. Como son unidades hechas a mano y los componentes variaron de una década a otra, el sonido de ambos difiere bastante, así que suelo utilizar cada uno con intenciones diferentes».

A Birkite Alonso su admiración le hace observar sus conquistas como objeto de delicada pureza: «Hay un pedal que nunca he usado en directo pero sí en casa, por miedo a estropearlo, quizás. Es uno de boutique, el Zvex Effects Mammoth de diseño pintado a mano por Chuck Zwicky que compré en Brooklyn en un viaje a Nueva York en el 2009; precioso. Tiene una distorsión brutal. Uno de estos días lo saco a pasear, me ha picado el gusanillo…».

Ainara LeGardon con sus pedales durante un concierto. Fotografía: Rafa Rodrigo

La habilidad natural y la máquina. Llegados a este punto, donde la evolución de esos pequeños aparatos ha conseguido adueñarse de prácticamente cualquier “paisaje” sonoro que la mente pueda acoger, cabe preguntarse cuál es su papel y la manera de convivir con el talento natural interpretativo. Capaces en la actualidad de aunar la función de desarrollar efectos como de recoger y reproducir samplers, sus altas y múltiples capacidades pueden convertir en un individuo orquesta a aquel que las maneje con pericia. Aspecto sobre el que se expresa con didáctica elocuencia Joseba Irazoki: «Hay artistas que quizás no saben tocar la guitarra de una manera clásica, pero con efectos han construido una identidad propia y es gracias al uso de ese tipo de utensilios. El sonido lo es casi todo en la música, porque condiciona mucho tu interpretación». Más tajante respecto a la repercusión que en sus predilecciones han tenido resulta Birkite Alonso: «Me aburre tocar en acústico básico sin pedales, porque no puedo dar forma a la canción. Sin embargo, disfruto más el eléctrico por la intensidad de la distorsión, el ‘delay’ y las posibilidades del ‘looper’, pudiendo construir tantas líneas como hagan falta cuando toco sola. Hay una gran diferencia entre los dos sonidos y, definitivamente, los efectos del eléctrico llevan los temas a otro nivel». Y es que la realidad es tozuda a la hora de señalarnos sobre la trascendencia que en la actual música popular han tenido el uso de esos efectos, siempre bajo un uso correcto y sin olvidar la condición natural de toda composición, tal y como ejemplifica Koldo Soret: «Creo que si una canción es buena funciona con guitarra y voz, que sería la unión de la armonía con la melodía y la letra. Si a esto le añades unos buenos efectos le pueden dar diferentes matices y colores a esa composición. Su buen manejo es importante para que no se coman a la canción, por lo que hay que hacerlo con cuidado y gusto. Aunque sea un ejemplo muy típico, en ‘(I Can't Get No) Satisfaction’ de los Stones el efecto del riff principal es primordial para su éxito. Lo mismo pasa con el ‘Whammy’ de ‘Hitz egin’, de Negu Gorriak, o con el octavador de ‘Seven Nation Army’, de The White stripes». Pero si hay alguien docto en la materia de acceder y atraer hacia su perfil creativo las innumerables opciones que ofrece la tecnología es Ainara LeGardon, quien hace de su modo de trabajo un principio rector: «Desde hace unos años sigo una máxima en mi música: el uso de efectos tiene que estar justificado de tal forma que, sin ellos, la pieza musical o sonora no se sostenga. Es decir, no los utilizo de forma accesoria, sino imprescindible». Y es que puede que al igual que en nuestra vida diaria no tenemos reparos a la hora de ayudarnos de todos los avances a los que podemos acceder para alcanzar nuestra realización, o incluso recurrir a ellos para intentar sanar nuestra alma, la música ha encontrado con el paso del tiempo todo un laberinto de cables e interruptores con los que iluminar aquellos espacios que parecían inexpugnables y que han resultado ser la morada de un inabarcable universo de emociones a las que no podemos renunciar.